Volaría por ti

Saray García

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Corro esquivando niños, mesas con demasiadas tartas, demasiados regalos. Corro casi sin aliento mientras una horda de payasos me persigue con globos y sonrisas que me ponen los pelos de punta. Tendría que haber hecho caso a mami esta mañana y calzarme unas zapatillas, pero me empeñé en usar sandalias y ahora voy tropezando con cada brizna de hierba.

Bajo la mirada hasta mis pies, como si eso pudiera hacer que se apresurasen más, pero en lugar de encontrarlos envueltos en tiras blancas y moradas con diminutas mariposas con alas de purpurina, los descubro enfundados en unos Louboutin negros de charol.

¿Qué coño...?

La humedad del césped golpea mi mejilla solo un instante después por la imposibilidad de correr de esa forma desesperada con unos tacones de más de diez centímetros y un vestido entubado hasta la rodilla; por no mencionar lo de hacerlo «campo a través» como si fuera Rambo huyendo de los charlies, claro.

Gimo, aunque no sé si por la impresión de haber besado el suelo o por imaginar mi melena a lo Stallone en esas pelis. El caso es que el sonido de mi queja me devuelve a una realidad en la que mi cara no se siente dolorida contra el suelo, sino acunada por una suave almohada en la que el olor floral se confunde con el de los manhattans de más que debí de tomarme ayer. Y quien dice manhattans bien podría decir whisky destilado por un ermitaño de las montañas canadienses, porque estoy segura de que, si alguien me acercase una cerilla, podría incinerar una manzana entera de mi barrio.

Voy a matar a Harper y a Meredith.

El pensamiento es reflejo, pero es que el noventa por ciento de mis resacas lleva su firma y, aunque no logro recordar lo que sea que les dio por celebrar ayer, ni dónde, la forma en la que me palpitan las sienes deja claro que lo hicimos por todo lo alto.

No puedo ni abrir los ojos.

Me siento exhausta y mi corazón todavía galopa por el intento de huida, por muy ficticia que fuera, para librarme de esos horribles payasos. Sea como sea, ni aterrada nivel «Pennywise es tu nuevo compañero de cuarto» podría haber dado una sola zancada para escapar del infierno, y todo porque mis piernas están enredadas en las de alguien más.

Supongo que de esto no puedo culpar a mi hermana y a su mejor amiga.

Siento unas extremidades firmes y fuertes envolviendo las mías, el cosquilleo de su vello contra mi piel expuesta, y no puedo evitar que un escalofrío recorra mi cuerpo.

Aunque mi mente está tan en blanco respecto a él como al resto de la noche, no necesito volverme para saber qué aspecto tiene el nuevo John, Jack, Tom o como quiera que se llame el extraño que respira de forma rítmica a mi espalda. Soy una chica de costumbres, así que será alto, al menos medio palmo más que yo subida a mis tacones; llevaría pelo inmaculado antes de que mis manos lo revolvieran para llevar su boca a los sitios en los que la quería; y vestiría un traje, que ahora será una perfecta alfombra en mi habitación. Sí, puedes llamarme superficial, frívola o incluso esnob, pero, si lo único que voy a obtener de un tío —por propia elección— va a ser un polvo de una noche, tengo derecho a ser exquisita. Y, triste o no, eso es así, por mucho que sea consciente de que unos abdominales dignos de portada de Men’s Health y unos bóxeres de marca no son garantía de que sepa usar para mi beneficio, y no solo para el suyo, lo que hay dentro de ellos. Lo bueno es que sí suelen ser sinónimo de tipos demasiado ocupados con su ombligo como para intentar volver a ver el mío, algo que agradezco.

El ligero movimiento a mi lado me saca de mi diatriba mental.

¿Qué sigue haciendo este aquí?

Con tanto cuidado como me es posible —algo que en mis condiciones puede ser el equivalente a bailar break dance—, recupero mis piernas y, todavía a ciegas, porque si abro los ojos tengo miedo de que mi propio aliento me queme las retinas, me estiro para alcanzar la botella de agua que siempre tengo en la mesita de noche.

Salvo que no se me ha ocurrido pensar que tal vez no estoy en mi cama.

Me balanceo en el borde con pánico suficiente como para creer que estoy a punto de despeñarme por una ladera del Everest y, como siempre, la fatalidad vence y yo me precipito unos lamentables cuarenta centímetros con un exabrupto digno de al menos un par de metros más.

—¡La madre que...!

En cuanto mi culo golpea el suelo, abro los ojos para encontrarme con un techo cruzado por vigas de madera que nada tiene que ver con el blanco inmaculado de mi habitación. Se me revuelve el estómago, y no precisamente a causa de mi noche de juerga.

El corazón comienza a martillearme el pecho de nuevo y, pese a lo ridículo de mi situación, con una pantorrilla sobre el colchón y la cabeza encajada entre las patas de la mesita, no encuentro las fuerzas para moverme. La cama cruje y contengo la respiración tratando de hacer memoria, rogando por que ahí arriba haya de verdad un Matt, Will o Nick cualquiera, pero incluso perdida en la neblina de la resaca y el aturdimiento por mi encontronazo con la gravedad empiezo a ser demasiado consciente de todo; o del «todo» que mi yo borracho cree haber vivido.

«Te tengo.»

«¿Y qué vas a hacer conmigo?», pregunto apoyándome coqueta en su cuerpo.

Sus ojos se estrechan fijos en mi boca y su voz suena queda, sensual.

«Llevarte a la cama.»

Un antebrazo se apoya en el borde de la cama y la visión de esa mano bronceada y grande actúa como una chispa, una descarga que se extiende por todo mi cuerpo. Primero es solo el flash de unos ojos pequeños pero hipnóticos, el recuerdo de una voz relajada pero tentadora, aunque enseguida decenas de sensaciones bombardean mis sentidos como pequeñas piezas del puzle que no acabo de encajar, pero que está ahí, a punto de prender la llama que amenaza con consumirme.

Ni siquiera tengo un segundo para asimilarlo, para prepararme para el incendio. Solo un instante después, una cabeza emerge sobre mí, mostrando una cara algo aniñada, pero cubierta de una de esas barbas descuidadas de varios días que la hace tan masculina que te golpea. Sus labios, no muy llenos pero sí muy apetecibles, se estiran en un amago de sonrisa. No me paro a pensar en lo ridícula que puedo verme, solo en que todo en él grita algo muy diferente a «trajeado al que me acabo de tirar y del que mañana ni me voy a acordar».

Su sonrisa se ensancha provocadora, mostrando unos dientes...

Siento una réplica de ellos tirando con algo de rudeza de mi labio inferior y no hay forma de detener el jadeo que se me escapa.

Alza una ceja en respuesta, y mis dedos se deslizan sobre la madera hasta convertirse en puños porque, incluso antes de que abra la boca, lo sé.

Recuerdo.

Ojalá no lo hiciera, porque la llama ya está encendida y el fuego va a arrasarlo todo. Pero RECUERDO.

Las vigas; el olor a flores que ahora sé que no proc

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