En busca de tu amor (Una aventura en el amor 2)

A.S. Lefebre

Fragmento

en_busca_de_tu_amor-1

Prólogo

París, Francia, primavera de 1843

Hacía algunas semanas que Daniel había llegado a París en compañía de su madre y de su hermana. Junto a ellas, había recorrido las calles comerciales haciendo compras de tienda en tienda —algo a lo que le había encontrado el gusto— y también disfrutado de algunos eventos sociales, tales como fiestas, espectáculos y visitas al teatro. Estas semanas las había disfrutado al lado de las dos mujeres más importantes de su vida. Se había reunido con ellas en Italia meses atrás, y desde entonces había decidido permanecer junto a ellas, hasta que decidieran regresar a su casa, y así librarse de algunos asuntos en Inglaterra.

La noche anterior, mientras asistían al teatro, Daniel se encontró con un antiguo amigo que estaba de paseo por Francia, al igual que él mismo. Después de una pequeña charla, lo invitó a que salieran la siguiente noche, para recordar viejos tiempos cuando salían de juerga, con la excusa de que era su última noche en París. Daniel, gustoso, aceptó la invitación. Desde que se había reunido con su madre, no había tenido mucha oportunidad de salir solo. Esto no quería decir que no lo hubiera hecho: en Venecia había salido algunas noches. Además, mientras habían estado en Florencia, había mantenido un romance con una de las mucamas del hotel de donde se habían hospedado. En París, de momento, no había tenido ocasión para salir, y ya lo necesitaba, así que la invitación de su amigo le sentó de maravilla.

Después de haber cenado con sus chicas, Daniel se marchó para reunirse con su amigo, frente al teatro donde se habían encontrado la noche anterior. Luego irían al lugar que, según le había comentado, era una maravilla, porque las mujeres eran muy hermosas y daban shows muy buenos. Daniel supo que le hablaba de un burdel; había escuchado que eran muy diferentes a los de Londres y las mujeres eran mucho mejores. Como habían quedado, se encontraron en el lugar establecido y se dirigieron a la zona donde se encontraban los clubes y los burdeles. Se detuvieron frente a un edificio de dos plantas, con una fachada de lo más llamativa y pintoresca. Aquello llamó la atención de Daniel: en todos sus años de diversión y trabajo, no había encontrado un lugar así.

—Vas a ver que este lugar te va gustar, y las mujeres, mucho más. Vas a tener la mejor noche de tu vida —afirmó Osvaldo; Daniel estaba seguro de que así iba ser.

Tras haber sido recibidos por un hombre, fueron guiados al salón recibidor. Era una amplia habitación gobernada por una escalera en el medio, donde había un par de sillones y, muy cerca de donde habían entrado, dos puertas cubiertas por cortinas, una a cada lado. Tras la escalera, se observaban dos pasillos.

—Ese de allá es el salón de juegos, y el otro es el lugar donde hacen los shows. Aunque creo que aún no hay —indicó Osvaldo señalando las puertas.

En ese momento, apareció una mujer de unos cuarenta años, muy maquillada.

—Bienvenue Messieurs, soy madame Fleur.

Osvaldo se acercó a ella y le besó la mano con coquetería; la mujer le sonrió ampliamente.

—Un placer volver a verla, madame —saludó con voz ronca—. ¿Hay show esta noche?

—Oui monsieur, en un par de horas. Mientras esperan, pueden disfrutar de los otros entretenimientos.

Un par de caballeros entraron, y la madame se disculpó para ir a recibirlos. Osvaldo observó a Daniel.

—Me gustaría beber algo y jugar un poco, así veo el lugar, y también puedo ir viendo a las hermosas mujeres de las que tú hablas —propuso Daniel.

Osvaldo embozó una radiante sonrisa.

—Ya verás cómo quedas encantado con estas chicas —le aseguró—. Hay mujeres muy hermosas y complacientes. Ni te imaginas las cosas que pueden hacerte.

Daniel sonrió mientras negaba con la cabeza, y ambos se dirigieron al salón de juegos, en donde se encontraban varios caballeros en las mesas apostando en compañía de las muchachas. Observó que todas utilizaban trajes provocativos y antifaces. Osvaldo le indicó que tomaran asiento en una de las mesas del fondo, adonde se acercó una de las muchachas, muy mimosa, ofreciéndole bebidas y su compañía, que ambos negaron.

—Preciosa, ¿a qué se deben los antifaces? —indagó su amigo.

—Hoy es día de máscaras, y todas lo utilizamos.

—En ese caso, no sabré quién es mi chica favorita —repuso con fingido pesar.

La mujer sonrió.

—Ese es el objetivo, Monsieur; también hay un espectáculo especial en algunas horas.

Después de haberle llevado la mujer las bebidas y los naipes para que jugaran, Daniel observó la habitación mientras jugaba y conversaba con Osvaldo. De pronto, una muchacha con cabello rojo entró al salón y atrajo su atención. Había algo en ella, quizás la timidez con la que se mostraba, que provocó que no le quitara la mirada de encima.

—¿Hace mucho vienes por aquí? —preguntó con curiosidad.

—Sí, conocí este lugar hace un par de años por un socio y desde entonces lo visito cada vez que estoy en París. Desde mi punto de vista, las mejores mujeres del lugar están aquí; en los otros que he visitado, no me convencen.

—Conociendo tus gustos un poco refinados, supongo que sí son muy buenas.

—Sí, y admito que desde hace unos meses estoy encaprichado con una de las mujeres de este lugar. Es la que suelo visitar: una pelirroja hermosa.

Daniel desvió la mirada a la muchacha que había entrado unos minutos antes al salón, y la vio acercarse a ellos. La observó en detalle, aunque no podía verle bien el rostro por el antifaz y por la poca luz. Intuyó que era hermosa; tenía un cuerpo menudo, aunque muy bien formado, con curvas en los lugares justos, y su piel se veía sedosa. Sintió la necesidad de acariciarla con sus manos y con su boca hasta hacerla estremecer, fundir su rostro en su largo y fino cuello para aspirar su aroma y hundir sus dedos en esa melena rojiza, de la que se le antojó verla extendida sobre su almohada, mientras gemía de placer debajo de él. Salió de su embelesamiento y dejó de mirarla, cuando Osvaldo le pidió que llenara sus copas; ella tomó la suya para llevársela. La observó marcharse y se perdió en el contoneo de sus voluptuosas caderas. Notó que algo en ella era diferente: no tenía el mismo desenvolvimiento de las mujeres de ese ambiente. Se veía cohibida, y podía jurar que caminaba como una dama de clase, aunque no como aquellas que estaba acostumbrado a mirar en los salones londinenses. La muchacha regresó con las copas llenas y las colocó sobre la mesa; al colocar la de él, le rozó la mano accidentalmente, y estuvo a punto de derramarla. Se disculpó y, al observarla a los ojos, se perdió en estos: no eran los ojos de una mujer de ambiente. Lo supo en ese instante, al igual que estuvo seguro de que no se iría de ahí sin verle el rostro.

—¿De casualidad ella es tu capricho? —aventuró.

—¡Demonios no!, mi chica tiene el cabello más rojo, y es más... —Se lamió los labios y sonrió con picardía—... atrevida. En cambio, esa muchacha parece... nueva.

—Lo mismo pensaba.

Entraron un par de mujeres en el salón, una de ellas con el cabello rojo fuego. Ambas observaron el lugar en detalle, y la mujer pelirroja se acercó rápidamente a su mesa. Le dio un muy atrevido saludo a su amigo y se sentó en su regazo.

—Esta sí es mi chica, Camile —comentó con una radiante sonrisa.

—Lo veo; un gusto conocerla —observó a la mujer. Era cierto: su cabello era rojo intenso y su forma de ser era más coqueta, atrevida y descarada.

Permanecieron en la mesa, donde Daniel soportó ver a la pareja toqueteándose, besándose y diciéndose uno que otro comentario descarado. A él se le habían acercado varias mujeres muy insinuantes hablándole con coquetería, pero ninguna había llamado su atención. Deseaba que la pelirroja, a la que no había logrado quitarle la vista de encima, se le acercara y se comportara de esa forma con él, aunque ella no tenía intenciones de acercársele a nadie, ya que se mantenía al margen observando el lugar y a ratos conversando con otra de las muchachas.

—El show está a punto de comenzar —comentó Camile, cuando otra de las mujeres se acercó—. ¿Nos veremos cuando termine, chérie? —indagó la muchacha mimosa, y Osvaldo asintió, besándola.

—Por supuesto, bombón, iré a verte, y luego pasaremos unas horas espectaculares.

La mujer se despidió de él, dándole un acalorado beso, y se marchó junto con las otras mujeres que estaban en el salón. Su pelirroja y la otra con la que conversaba quedaron últimas; comentaron algo, y luego se retiraron.

Daniel se dirigió junto a Osvaldo al salón donde sería el espectáculo. Al entrar, le dio un recorrido con la mirada. Observó el escenario, cubierto por una cortina roja, y el resto del lugar, amueblado con sillas y mesas. Se situaron en una de estas. En cuestión de segundos, la estancia se llenó. Unos minutos después, se escuchó una melodía, y las cortinas se abrieron, dejando a la vista una fila de mujeres con grandes abanicos de plumas que las cubrían; delante de ellas, una mujer con un traje muy llamativo empezó a cantar, mientras las demás bailaban. Daniel observó con atención, buscando a la muchacha que había llamado su atención; no la encontró en el escenario, por lo que observó alrededor. La localizó en una de las esquinas más oscuras del salón, en donde apenas podía notarse, observando el show.

Dibujó una sonrisa. En definitiva, esa mujer no era de ese ambiente. Apenas prestó atención al show; no podía quitarle la vista de encima a la muchacha, y estaba deseoso de que aquello terminara para acercarse a ella. Lo que no esperó fue que desapareciera antes de que finalizara el espectáculo; la buscó con la mirada y no logró localizarla, así que aprovechó que, minutos después, la chica de Osvaldo se acercara a ellos para averiguar quién era.

—Disculpa, hay otra muchacha con el cabello rojo; ella se ve algo nueva...

La mujer frunció el ceño, y luego hizo una expresión en su rostro como si recordara quién era.

—¡La nueva! —exclamó—. No sé mucho de ella, solo que se incorporaron hoy, ¿le interesa?

—La verdad es que sí pero, si es nueva, no creo que quiera...

La muchacha hizo un ademán con la mano interrumpiéndolo.

—Yo me encargo. Siempre el primer día se requiere un poco de ayuda. Vamos a uno de los salones privados, y yo se la llevaré ahí —le prometió.

Daniel asintió, y ambos siguieron a la muchacha hasta los salones. Al llegar, le indicó que entrara en uno de estos. La escuchó decirle a Osvaldo que se reuniría con él en una de las habitaciones, y se marchó. Observó la habitación después de haber entrado y cerrado la puerta: era pequeña, amueblada por una mesa con un par de sillas y con un amplio sofá. Si él conocía bien aquellos lugares, ese sofá funcionaba para algo más que sentarse a conversar. Esperó ansioso caminando de un lado a otro; le parecía tan extraña la forma en la que se sentía... La única ocasión en que se había sentido así había sido cuando había estado por primera vez con una mujer. Estaba eufórico, ansioso, anhelante y excitado, debido a que la deseaba. Escuchó abrirse la puerta y se giró. Como se lo había prometido Camile, la muchacha entró. Se quedó congelada al verlo y, cuando logró reaccionar, se dio la vuelta con rapidez para abrir la puerta, y fracasó. Daniel supuso que la chica de su amigo había puesto llave, dado que le había dado una a él antes de salir.

—Supongo que es su primera vez; por eso tiene miedo —dijo, y la muchacha se giró, observándolo muy sorprendida, mostrando unos hermosos ojos de color indefinido, entre verdes y dorados.

—Yo-yo no debería estar aquí —balbuceó.

Daniel se acercó a ella despacio, levantó la mano y, al acariciar su mejilla, la sintió estremecer. Aquella simple caricia le provocó un cosquilleo que recorrió todo su cuerpo, dejándolo perplejo.

—No tenga miedo: yo no quiero hacerle daño.

La muchacha se separó de él muy rápido y se pegó a la pared.

—Déjeme salir, s’il vous plait —pidió—. Esto es un error; yo no debería estar aquí —farfulló.

—¿Tiene cita con otro cliente?

—¡Dieu, no! —chilló—. Yo-yo... yo... esto no es lo que parece —dijo de forma atropellada.

Daniel se acercó más a ella, y volvió a llevar la mano a su mejilla; la rozó despacio con su dedo índice en una suave caricia. Ella lo miró a los ojos, perdiéndose en ese mar azul, sin ser conscientes de cuánto tiempo estuvieron así, sin dejar de mirarse a los ojos. Su boca se secó, y lo embargó la necesidad de deleitarse con sus labios; ladeó la cabeza despacio y se inclinó temeroso de que la muchacha se apartara. Era estúpido sabiendo lo que ella estaba haciendo en aquel lugar, pero no quería asustarla. Cuando sus labios se rozaron, Daniel sintió algo removerse en su pecho y la atrajo a su cuerpo en el instante en que ella respondió a su beso, profundizándolo. Fue suave al principio, y pronto se hizo intenso y apasionado. Daniel se deleitó con el néctar embriagador de sus labios; eran dulces, deliciosos y quiso besarlos por siempre. Se separó despacio de su boca, y lo que vio se le antojó de maravilla. Le retiró el antifaz, dejando al descubierto un hermoso rostro salpicado por pequeñas pecas doradas. Jamás había visto algo tan hermoso: aquella mujer era lo más bello que había visto en la vida. Podía jurar que su rostro había sido cincelado por los dioses.

La muchacha abrió los ojos; al verse el rostro descubierto, levantó ambas manos para cubrírselo, y el hechizo se acabó.

—¡Devuélvamela! Usted... yo no debería...

—Cielo, pagaré por ti —la interrumpió—. Lo justo es que pueda verte.

Ella se descubrió el rostro abriendo muchos los ojos.

—Usted no lo entiende: yo no debería estar aquí. —Se giró para abrir la puerta, que seguía cerrada.

Daniel se acercó a su espalda y colocó las manos en sus hombros.

—Chérie, todo va estar bien: no tenga miedo. —La giró, y ella lo miró temerosa. Él le acarició el rostro—. Yo no te haré daño, no temas.

—Déjeme ir, s’il vous plait, yo...

Daniel se apoderó de su boca, y ella respondió titubeante. La sintió relajarse y se permitió tocarla. Sus manos recorrieron sus curvas despacio, como si quisiera grabar cada parte de su cuerpo. De pronto, ella se separó con brusquedad, lo miró y, segundos después, sintió un picor en la mejilla cuando ella lo abofeteó.

—No vuelva a tocarme, y déjeme salir de aquí.

Daniel quedó maravillado al ver cómo sus ojos se tornaban oscuros al pasar del temor a la rabia.

—No puedo hacerlo, chérie.

La vio girarse y golpear la puerta con fuerza dando gritos, así que se acercó a ella e intentó detenerla, ganándose un par de golpes cuando la tomó de las muñecas y la apretó contra su cuerpo para tranquilizarla. La puerta se abrió, y madame Fleur se detuvo en el umbral, seguida por algunas muchachas, mirándolos con el ceño fruncido.

—¿Qui êtes-vous? —le preguntó a la muchacha, y Daniel la sintió tensarse entre sus brazos.

—Yo...yo...

—Yo se lo puedo explicar —dijo la muchacha con la que Daniel la había visto hablar en el salón de juegos.

La mujer la miró como si tratara de reconocerla y luego se giró a ellos.

—Lo lamento, monsieur, esta muchacha no puede atenderlo —clavó su mirada en ella—. Sors d’ici —le ordenó.

La muchacha hizo ademán de moverse, pero Daniel la envolvió con más fuerza en sus brazos.

—Ella se queda conmigo; pagaré lo que sea.

La madame levantó una ceja, considerando la oferta.

—No puedo darle a esa muchacha; ella no es una de las mías. Si gusta, tengo otras mucho más hermosas que estarán encantadas de complacerlo.

—La quiero a ella —ordenó.

La madame extendió la mano y tomó la muñeca de la muchacha para sacarla de sus brazos.

—Ahora no se va poder; primero debo hablar con ella.

—Esperaré si es necesario —aseguró.

—En ese caso, permítame que me la lleve para hablar con ella y, mientras espera, una de mis chicas cuidará de usted.

—No es necesario; estaré en el salón de juegos esperando. Solo la quiero a ella —le advirtió. La madame asintió dibujando una fina línea en sus labios. Daniel bajó el rostro para observar a la muchacha entre sus brazos; vio cómo su mirada había cambiado. Estaba aterrada; podía sentirlo. Se inclinó para susurrarle—: Yo cuidaré de ti, y no permitiré que te hagan daño, si te quedas junto a mí.

La muchacha lo miró con sorpresa.

—Nos vamos ahora —ordenó la madame tironeando de la joven—. No queremos hacer esperar mucho a monsieur.

Daniel la soltó, y la madame arrastró a la muchacha fuera de la habitación; él las siguió hasta que salieron del pasillo. Ellas se dirigieron al pasillo del frente, donde se encontraban las habitaciones, y entraron en una.

***

Se dirigió al salón de juego, donde esperó mientras bebía una copa; no fue consciente de cuánto tiempo había pasado, solo que lo sintió eterno. Vio a la madame acercarse sola a la mesa.

—Monsieur, lamento informarle que la muchacha que ha elegido no podrá ser suya; hubo una equivocación, y ella se ha marchado.

—Prometió dármela —le recordó Daniel.

—Lo siento, Monsieur, ha sido un error. Ella... ella no debía estar aquí. —Se giró y le hizo señas a una de las muchachas, que no demoró en llegar—. Paulette lo atenderá esta noche y no se preocupe: corre por la casa. —Sin esperar una respuesta, se marchó.

Daniel la observó marcharse molesto, y luego a la muchacha: era guapa y con un voluptuoso y tentador cuerpo. La oferta era muy tentadora, pero en aquel momento no se le antojaba. La pelirroja lo había dejado embelesado y muy excitado. Besarla y sentir su cuerpo muy cerca lo habían hecho sentir como un adicto en abstinencia, necesitando de su droga y, por triste que pareciera, la quería a ella, solo a ella. Aunque pudiera pasar un buen rato con la que lo acompañaba, no se iba a sentir satisfecho. Bebió el resto de su copa, miró a la muchacha y se disculpó con ella. Luego se marchó del lugar.

Al salir, se juró que encontraría a aquella mujer, que descubriría quién era y que la haría suya.

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Capítulo 1

—¿¡Matrimonio!?

—Sí, Maddie, mi padre se ha vuelto loco si piensa que voy a aceptarlo.

—No es como si pudieras negarte, ¿o sí?

Ariane se dejó caer en la cama de su mejor amiga soltando un suspiro resignado. Desde la noche anterior estaba furiosa; su padre le había informado que debía casarse con Travis Boucher, el hijo mayor de Antoine Boucher, el conde de Provenzo, y que muy pronto se lo presentarían y se anunciaría el compromiso. No podía creer que, por culpa de un favor que le debía su padre al conde, ella debía casarse con un completo desconocido. Pero eso no era lo peor: conocía de vista al susodicho y era un tipo grasiento, sudoroso y regordete que se la pasaba despilfarrando la fortuna de su padre en burdeles, juegos, vicios, y cualquier juerga que se le ocurriera, por lo que no era desagradable solo por su aspecto, sino también por su fama de hombre detestable, ruin. Tenía uno que otro hijo bastardo por las calles de París. Su futuro prometido tenía una reputación de lo más asquerosa.

—Algo se me ocurrirá —apostilló, subiendo un brazo y cubriéndose el rostro con este.

Su amiga cerró el libro en donde había estado escribiendo y la observó con el ceño fruncido; aún no podía creer lo que le estaba contando Ariane.

—Ari, ¿sabes por qué tu padre tomó esa decisión? Jamás esperé que hiciera algo así.

—Todo se debe a su afán de hacer lo correcto. Mi padre ayudó a un soldado inglés, y el conde lo cubrió de ser acusado de traidor. Ahora que le urge casar a su hijo y nadie quiere a ese cerdo asqueroso, decidió cobrarle el favor a mi padre cuando recordó que yo existía.

—Convirtiéndote en la afortunada que se casará con su hijo —concluyó su amiga.

—La desdichada, querrás decir. Tal parece que el conde le pidió que se casara, y el muy bastardo le dijo: «Tráeme a la que será mi esposa y lo hago». Se tomó la palabra y comenzó a buscarle una esposa —comentó Ariane, exasperada.

Madeleine se puso de pie, se acercó a la cama y se dejó caer junto a ella.

—¿Qué piensas hacer? —indagó su amiga.

—Aún no lo sé, pero te aseguro que no pienso casarme con ese cerdo asqueroso.

—Sea lo que sea, sabes que puedes confiar en mí.

—Lo sé, Maddie. Eres la única en la que puedo confiar en este momento. Por eso ayúdame a pensar qué puedo hacer para librarme de este matrimonio.

Ariane había conocido a Madeleine cuando eran unos bebés, debido a que eran vecinas y a que sus padres habían sido grandes amigos. Desde entonces había sido su mejor amiga y compañera de aventuras; ambas tenían la misma edad y también compartían el hecho de que sus madres eran de origen británico.

Luego de algunos minutos en silencio, un suspiro sonoro se escuchó en la habitación.

—Ari... —dijo pensativa—. ¿Qué te parece si le pido a mi hermano que se case contigo?

—Maddie, sabes que eso no va suceder.

—Tú siempre has estado enamorada de Pierre, y él te tiene mucho aprecio.

—Maddie, Pierre me ve como a una hermanita, y ya quedó demostrado que está enamorado de Annette, así que no se va a casar conmigo.

—Estoy segura de que no se casará con ella; en todo caso, podemos pedirle ayuda.

—¿¡A tu hermano!? No creo que Pierre nos ayude; él es muy correcto. Lo único que hará es hablar con mi padre y, aunque lo haga, no servirá de nada.

Madeleine lanzó una carcajada.

—De correcto no tiene nada, y él puede ayudar. Por lo que sé, no soporta a ese asqueroso.

—Hmmmm... De igual manera, no creo que logre algo.

—Quizás mi padre... ¿ya hablaste con tu madre? —indagó frustrada, ya que no tenía ideas.

—Mi madre no está de acuerdo, pero no le queda más que aceptar. Si mi padre se opone, lo pueden acusar de traición, y el hecho de que mi madre sea inglesa no ayuda mucho.

Ariane frunció el ceño y se quedó unos minutos en silencio pensativa.

—¡Ya sé lo que haré! —Se levantó muy rápido de la cama—. Huiré a Inglaterra; mi abuela aún vive en Londres. —Empezó a caminar por la habitación—. Me iré para su casa, mientras pienso qué hacer.

Madeleine se incorporó y se sentó en la cama mirándola muy sorprendida.

—¿Y cómo se supone que lo harás? Si no te has dado cuenta, siempre te vigilan. Y tengo entendido que la relación con tu abuela no es buena.

—Ya se me ocurrirá algo. Ayúdame a pensar —dijo entusiasmada por la idea de poder librarse de aquel matrimonio.

Ambas empezaron a pensar e idear un plan para que pudiera huir y, cuando una de las doncellas anunció que estaban a punto de servir él té, ya tenía un pequeño plan de escape. De momento, Ariane haría una pequeña maleta y, con el dinero que había estado ahorrando —que por suerte le daban mensualmente para sus caprichos— y con el que le dieran de unas cuantas joyas que iba a empeñar, tendría para comprar el boleto del barco.

Al día siguiente, Ariane le envió una nota a su amiga, donde le pedía que la acompañara de compras; en realidad, iría a empeñar las joyas de las que creía que no iba necesitar y de las cuales sus padres no se darían cuenta de que no las tenía. Las demás las llevaría con ella. Estaba decidida a huir y librarse de aquel matrimonio. La noche anterior, durante la cena, su padre le había informado que, en dos días, harían una cena para presentarle a su prometido y que, la semana siguiente, la condesa de Provenzo celebraría un baile para anunciar el compromiso.

—¿Me dirás a que hemos venido? Si te conozco bien, sé que no es a comprar cintas para el cabello.

Ariane curvó los labios en una sonrisa.

—Me conoces tan bien... por eso eres mi alma gemela. —Le tomó el brazo y se acercó a ella —. De momento, debo deshacerme de mi acompañante. —Observó a la dama con disimulo, para comprobar que no las estuviera escuchando—. Necesito ir a empeñar unas joyas y comprar el boleto —bisbiseó.

—En ese caso, déjamelo a mí. Yo me encargo —le aseguró.

Ambas iban tomadas del brazo, muy cerca la una de la otra, para poder hablar en secreto y para que, así, madame Loana, la acompañante de Ariane, no pudiera escuchar. Tras haber caminado un par de cuadras, muy cerca de donde pudieran encontrar quién comprara las joyas, Madeleine se detuvo de golpe y se volteó hacia las dos mujeres que las estaban siguiendo.

—Que torpe he sido —comentó con reproche—.... mi madre me había encargado unos bollos dulces, de los que le encantan a la madre de Ariane, para el té, y he olvidado que era lo primero que debía comprar. —Clavó su mirada en la acompañante de su amiga—. Madame Loana, ¿usted podría comprarlos y mandarlos a mi casa? Es que mi doncella no sabe cuáles son.

La mujer las observó con el ceño fruncido.

—No creo que pueda; debo vigilar a mademoiselle Ariane, y no puedo dejarla sola.

—No nos quedamos solas; mi doncella nos acompañará. Además, vamos a entrar en esta tienda —le aseguró mostrándole la tienda frente a ellas—. Le prometemos que, cuando usted vuelva, estaremos aquí.

La mujer entrecerró los ojos observándolas con seriedad, en especial a Ariane, que guardaba silencio; le dio una mirada estudiada a Madeleine. Luego se llevó a su doncella aparte y le dio unas indicaciones.

—Iré, mademoiselle pero, si regreso y no está aquí, se arrepentirá —le advirtió—, y yo también —murmuró.

Desde hacía un mes, madame Loana era la custodia de Ariane, y siempre la llevaba pegada como perro faldero, en especial cuando salían de casa, debido a su última travesura. Su padre la había castigado de esa forma.

Ariane y Madeleine tenían almas aventureras, y desde niñas solían hacer cosas poco comunes de una dama, por lo que solían meterse en algunos problemas, como había sucedido en su última aventura. Se habían infiltrado en un burdel para ver cómo era por dentro y saber cómo era el ambiente. Lo que no se imaginaron era que uno de los caballeros presentes se iba a encaprichar con Ariane solo con verla, y la dueña del lugar se iba a dar cuenta de que ellas no eran muchachas que trabajaban ahí. Por eso mandaron a llamar a sus padres, ya que la madame había estado a punto de dejarlas trabajar. Aquella no era la primera vez que ambas hacían alguna locura; días antes, se habían adentrado en uno de los barrios pobres de París, donde habían participado en un baile que se celebraba en el lugar. Cuando Arthur las encontró, ambas bailaban con las faldas recogidas, despeinadas y riendo a carcajadas. Usualmente, sus padres no se enteraban de sus aventuras y, cuando lo hacían, no eran tan graves pero, en esa ocasión, el padre de Ariane se enfadó por el riesgo que había corrido al entrar ahí.

Madeleine le dio unas monedas y, tras haberlas visto partir, Ariane le regaló una sonrisa.

—Te has inventado una buena historia —la felicitó Ariane.

Madeleine curvó sus labios hacia un lado, mientras se dirigían a la tienda de empeño.

—Es cierto. Mi madre se lo pidió a Susie, y debía ir para encargar los bollos y que se los enviaran. —Se encogió de hombros, y Ariane no puedo contener las carcajadas—. Ahora cuéntame, que muero de curiosidad por saber qué has pensado desde ayer que nos vimos.

—Para mi desgracia, mañana me presentarán a mi prometido. —Hizo un gesto de asco al decirlo—. Y, la próxima semana, mi querida suegra hará un baile para anunciar el compromiso, anuncio que no se dará, ya que pienso huir antes de que eso suceda. He estado pensando, y creo que el baile es el mejor momento para hacerlo.

—A menos que tu padre decida que te vigile tu perro faldero.

Ariane sonrió.

—No lo harán; se supone que ellos me cuidarán, pero sé que van a estar distraídos y, como no se lo esperan, no se darán cuenta hasta que haya desaparecido.

Al llegar a la tienda de empeño, se detuvieron en la entrada y observaron alrededor; al entrar, un hombre de unos cincuenta años las atendió. Ariane sacó una bolsa de terciopelo llena de joyas, que mostró al vendedor. Este las tomó y examinó una por una. Tras haber hecho negocios y haber recibido el dinero, se dirigieron de vuelta a la tienda, en donde se habían despedido de la señora Loana quien, para suerte de ambas, aún no había llegado.

—Recuerda que puedes contar conmigo para lo que sea —le recordó Madeleine.

—Lo sé; por eso te voy a dar el dinero para que me compres los boletos de barco. A mí se me hace imposible con mi guardiana, y tampoco puedo enviar a mi doncella, ya que se darían cuenta, aunque ella me consiguió los datos. —Sacó un papel del corpiño—. Aquí está toda la información.

—Descuida, le escribiré a Arthur para que me acompañe mañana al puerto para ir a comprarlos. ¿Cómo te lo daré?

—Déjame que te cuente mi plan de escape; por cierto, Rosed irá conmigo.

—¿Tu doncella irá?

Ariane asintió.

—Se enteró de que estaba planeando algo cuando encontró la maleta escondida. Sabes que ella siempre me ha cubierto en todo, y no está de acuerdo con que me case con ese cerdo asqueroso. De hecho, ella me ha ayudado mucho pensando en un plan, y me dijo que iría conmigo para cuidarme.

—Al menos tenemos una aliada —comentó Madeleine—, y puedo estar segura de que cuidará muy bien de ti.

—Así es, y no te pongas celosa, ya que Ro también es mi amiga.

—No lo hago. —Puso los ojos en blanco—. Yo soy tu alma gemela. Y ahora dime cuál es el plan antes de que aparezca tu perro guardián.

Ariane dibujó una sonrisa y comenzó a relatarle el plan a su amiga mientras daban un recorrido por la tienda a la espera de madame Loana.

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Capítulo 2

Ariane se observó al espejo con el ceño fruncido y luego lanzó un sonoro suspiro resignada.

—Ro, ¿no pudiste haber elegido otro vestido? —protestó.

La muchacha, quien había sido su doncella desde los quince años y la cual apenas le llevaba cinco años de diferencia, la observó comprensiva.

—Mademoiselle, es el único vestido que no muestra... —se llevó las manos hasta el frente de sus pechos e hizo un gesto señalando la zona—... sus atributos. Todos los demás tienen mucho escote.

—Lo sé —dijo con resignación—. ¿Por qué no tengo un maldito vestido más discreto? —

Rosed carraspeó al escucharla maldecir—. Lo siento, Ro, lo que menos quiero es casarme con ese marrano, y lo sabes. Mucho menos, quiero presentarme ante él pretendiendo gustarle. Aunque a ese le gustan todas las mujeres —masculló.

—Lo sé, milady, si por mí fuese, le pondría una de las cortinas como vestido, y elegiría la más fea.

—No quiero ni imaginar cómo podría verme. —Se echó a reír—. Creo que el vestido está bien.

—Al menos la hice sonreír.

—Creo que llegó el momento de iniciar la obra teatral —apostilló—. ¿Qué probabilidades hay de que puedas echarle arsénico en la cena, Ro?

La doncella abrió los ojos escandalizada, aunque no fuese la primera vez que hacía tales comentarios.

—Lo haría, milady, pero eso solo haría ver a sus padres o a usted como culpable, y sabe que el padre del monsieur tiene muchas influencias con el rey.

—Lo sé; solo pensé que sería una posibilidad. De igual forma, sabes que no sería capaz. —Se acercó y le tomó la mano a su doncella con ternura—. Gracias, Ro, sé que serías capaz hasta de hacer eso, pero sobre todo gracias por ser mi apoyo.

—No tiene nada que agradecer, y ya llegó el momento de bajar.

Ariane asintió, y salió de la habitación seguida por ella. Bajó. Al llegar al salón de las visitas, escuchó la voz de su padre mezclarse con otras voces de hombre; supuso que eran las de Antoine y de su hijo. Se asomó por la puerta entreabierta para observar, pero una voz a su espalda la hizo dar un respingo: era su madre, la cual no se mostraba mucho más feliz que ella.

—Maman, creí que ya estaba adentro.

—No, no quería formar parte de esto, ya que no estoy de acuerdo, pero tu padre me obligó.

Ariane pudo notar la angustia en el rostro de su madre. Sabía que, aunque ella no lo aceptara, la última voluntad la decía su padre, motivo por el cual no quería

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