Lady Jolie y su arrogante vizconde (Damas Perversas 1)

Bethany Bells

Fragmento

Capítulo 1

1

—¡Qué barbaridad! —exclamó lady Chloe Orwell, hija del conde de Hobart, tras cruzar la entrada del salón de baile de los barones Bathenwood. La muchacha, muy bajita, avanzó escoltada por sus amigas y se llevó las manos enguantadas al pecho, en un gesto de entusiasmo tan expresivo como sus palabras—. ¡Cómo se nota que es una de las primeras fiestas de la temporada! ¡Está todo Londres!

—Eso me temo —replicó lady Julia Fleur Beckett, la hermosa hija del marqués de Wonderhill. Contuvo una mueca mientras intentaba abrirse paso a través de otro grupo de damas que iban hacia la salida, en un revuelo de protestas contenidas, polisones, enaguas y susurros de seda—. ¡Ay! ¡Y todo Londres me ha pisado ya tres veces!

—No seas gruñona —rio lady Rose Denverey, sobrina del conde de Greenside, y se abanicó con brío—. Y sonríe, sonríe, querida Jolie. —La mayor parte de sus amigos y familiares llamaba Jolie-Julia o tan solo Jolie a lady Julia. El término significaba «bonita» en francés, y se lo debía a su abuela paterna, al igual que su segundo nombre. La difunta marquesa viuda de Wonderhill había llegado al mundo como la sencilla Fleur Dubois, en París, en una pequeña callejuela de Montmartre que siempre llevó en el corazón—. ¡Sabes que tienes que sonreír «como una criatura celestial», aunque solo sea en público!

Ella puso los ojos en blanco, al recordar a su madre, lady Margaret, diciendo esas tonterías ni media hora antes, cuando sus amigas pasaron por Wonderhill House a recogerla. Y no lo dijo solo ante Chloe y Rose, que ya la conocían y permanecieron impasibles, asintiendo de vez en cuando, sino también ante el tío de esta última, lord Howard Denverey, conde de Greenside, que las había acompañado para llevarlas a la fiesta. El pobre hombre a punto estuvo de atragantarse, intentando contener la risa.

Julia había creído morirse de vergüenza. ¡Cómo podía ser tan odiosa!

—Lamento mucho lo ocurrido —dijo, tensa—. Está enfadada conmigo. Esta tarde hemos vuelto a discutir por Marjorie.

—¿Por tu prima? —preguntó Chloe. Julia asintió. Sí, su prima americana. La honorable señorita Marjorie Worcester-Way—. ¿Por fin cuándo llega?

—Pasado mañana. —Hizo un gesto impaciente—. Da igual, no quiero hablar de eso. —Captó la mirada de circunstancias que intercambiaron Rose y Chloe, pero decidió hacer caso omiso. Giró el rostro con brío alrededor, haciendo oscilar los tirabuzones negros de su bonito recogido—. ¿Veis a William y Worsley?

—De momento no —negó Rose. Chloe se puso de puntillas.

—Yo tampoco...

Julia contuvo un bufido muy poco femenino. Su hermano gemelo, lord William Beckett, conde de Chowder, había salido pronto de casa para reunirse en Brooks’s con su mejor amigo, el marqués de Worsley. Solo esperaba que no se liasen con alguna partida de cartas, porque no sería la primera vez. Y, estando como estaban las cosas, de ser así, sus amigas y ella quizá no pudieran bailar en toda la noche, lo que supondría un aburrimiento, además de una auténtica humillación.

Buscó por la sala, intentando localizar a lady Christine Whicher, la hija del marqués de Ballards, y su enemiga más acérrima. Para su desgracia, también se trataba de la joven más popular desde que fuera presentada en sociedad. Rubia y de ojos azules, nadie podía negar su belleza (no en vano The Times la había bautizado como «la Beldad Dorada de Londres», y hablaba de ella a cada momento gracias a la influencia y los pagos del marqués), aunque tampoco pasaba desapercibido su mal carácter.

Uno de los pasatiempos preferidos de aquella arpía era inventar apodos con los que herir a la gente, bien lo sabían las pobres Chloe y Rose, que habían sido bautizadas respectivamente como Chliliput y Rose-Nose, pero también lo era el imponer sus normas a todos cuantos la rodeaban, como si fuese una pequeña reina. En el mundo de las elegibles, las muchachas que asistían a la temporada con el sueño de lograr un buen matrimonio, encumbraba a quien seguía su capricho o trataba de hundir a las que se le oponían, sin importarle los medios.

Por ejemplo, desde su última disputa con Julia, cualquiera que bailase con ella o con sus amigas estaba vedado por Christine y por su séquito de aduladoras en cualquier fiesta: el caballero que transgrediese esa ley no escrita ya no sería admitido en su círculo cercano ni, por supuesto, bailarían con él. Lo que, teniendo en cuenta el ascendiente que tenía Christine en sociedad, y su belleza, limitaba mucho las posibilidades de Julia, Rose y Chloe en esa nueva temporada.

Julia sonrió al pensarlo. ¡Para lo que le importaba! A ella solo le interesaba un hombre, y estaba muy lejos de Londres, al otro lado del mar del Norte, en...

—¡Oh! ¡Mirad! —Rose señaló hacia un lado—. ¡Ahí está lord Stanton! ¡No sabía que había vuelto de Francia!

Julia y Chloe se volvieron al unísono en la dirección que indicaba su amiga, aunque posiblemente la segunda no llegó a ver nada hasta que se apartó el grupo que estaba en medio. Julia sí, pero tenía tal sobresalto que ni lograba enfocar bien la vista. «No puede ser», se dijo, segura de que Rose se había confundido y que se trataba de algún otro, alguien con cierto aire parecido. Que ella supiera, el vizconde Stanton seguía en París, donde llevaba viviendo casi un año, tras una de sus agrias disputas con su padre, el duque de Hasteens. «La peor de todas, y mira que siempre son terribles», como solía decir William.

El hermano de Julia era uno de sus mejores amigos. De hecho, él y el marqués de Worsley, primo de Stanton, habían pasado recientemente varios meses en su compañía, en Francia e Italia y, por lo que habían comentado a su regreso, el vizconde no tenía ninguna intención de volver a Inglaterra hasta la Navidad, como muy pronto.

Lo recordaba bien, puesto que era una noticia que la había disgustado mucho, aunque había logrado disimularlo, como siempre.

Pero sí, era él, sin duda, lord John Matthew Lebrecht-Fitzwilliams, vizconde Stanton, único hijo del desagradable duque de Hasteens. No solo le reconoció al momento sino que, además, estaba acompañado de Yorke, el asistente mulato de su padre, su administrador y mano derecha, un hombre de cerca de cuarenta años, alto, siempre elegante y todavía muy atractivo.

Del mismo modo que no era ni blanco ni negro, Yorke no era propiamente un señor, pero tampoco un criado. Inteligente y metódico, se ocupaba de la gestión de todos los bienes de lord Hasteens desde Londres, ya que el viejo duque prefería la vida retirada en el campo. Incluso allí, en la mansión familiar de Sussex, apenas trataba con nadie, por lo que se había ganado el apodo de «el Ermitaño».

—¿Qué hace aquí Yorke? —preguntó Chloe a su lado, tan sorprendida como ella. Por lo que Julia sabía, Yorke vivía una situación privilegiada en Hasteens House, e incluso actuaba como un caballero en despachos, calles, par

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