El perfecto mayordomo (Secretos de alcoba 1)

Christine Cross
Anne Marie Cross

Fragmento

el_perfecto_mayordomo-2

Prólogo

Londres. Febrero, 1852

El ruido de los gritos y de las carcajadas se filtraba a través de los tablones de madera hasta el piso superior, lo que ponía nerviosos a los dos hombres que se hallaban reunidos en el salón privado que les había reservado el propietario de la taberna La corona y el delfín.

Uno de ellos permanecía sentado frente a la mesa que ocupaba el centro del salón, dando cuenta de las viandas que una moza les había llevado unos minutos antes. El otro, en cambio, no podía dejar de pasearse por la estancia. Su ceño fruncido indicaba que no se encontraba a gusto en aquel lugar, mientras que la elegancia de sus ropajes señalaba que pertenecía a una clase social muy por encima de los borrachos y maleantes que departían en el piso inferior de la taberna.

—La cuestión es grave, muy grave —le señaló a su compañero, usando el idioma de su tierra natal, el ruso—. Si las cosas continúan así, nos veremos involucrados en una guerra.

—¿Y no es eso lo que buscan los franceses? —replicó el otro, tras apurar el vino de su copa.

—Por supuesto. Según nuestros espías, ese maldito Napoleón tiene en mente crear un nuevo Imperio francés a costa de los territorios de Asia, pero nuestro zar, Nicolás I, no está dispuesto a permitírselo.

—Y los ingleses también querrán su parte de esas tierras.

El caballero asintió.

—Estos ingleses son unos necios. Odian al pueblo ruso, ¡el imperio más grande que ha existido nunca! —replicó con indignación, luego esbozó una sonrisa ladina—. Sin embargo, serán ellos mismos quienes nos ayuden a descubrir los planes de los franceses.

—Fue un movimiento inteligente, por su parte, colocar espías —lo alabó su compañero, al tiempo que sacaba un cigarro del interior de su bolsillo y lo encendía. Aspiró el humo y lo soltó despacio—. Lástima que el Gobierno inglés también haya descubierto su idea.

—Tres agentes muertos en un mes —gruñó, deteniendo su paseo con brusquedad—. Espero que el próximo corra mejor suerte y pueda darnos la información antes de que acaben con él.

—Oh, no se preocupe por eso, el nuevo agente se las arreglará, estoy seguro de eso. Es muy inteligente.

—Puede que no carezca de inteligencia, pero anda falto de modales —se quejó el caballero, mientras le echaba un vistazo a su reloj de bolsillo—. Hace diez minutos que debería haber llegado.

Su compañero se encogió de hombros.

—Supongo que no tardará, pero tendrá que dejarle hacer las cosas a su manera.

—Me da igual cómo trabaje, siempre y cuando nos traiga la información que necesitamos y lo haga a tiempo. ¿Será capaz de eso?

El hombre se quedó en silencio.

—Podrá juzgarlo por sí mismo —repuso, tras escuchar el suave sonido de unos pasos en el pasillo, al otro lado de la puerta, seguido de unos golpes discretos.

—¡Adelante!

El hombre que se hallaba sentado frente a la mesa se levantó para recibir al visitante, embozado en una capa oscura.

—Milord, permítame presentarle al agente Rostov.

El recién llegado se despojó de la capucha y saludó con una leve inclinación de cabeza al caballero. Sonrió para sí al ver el gesto perplejo de este.

—Rostov, le presento a nuestro embajador ruso en Inglaterra, el conde Philipp von Brunnow.

—Es un placer, milord.

El embajador parpadeó y luego frunció el ceño.

—Espero que sepa en lo que se está metiendo —le dijo—. Esto no es ningún juego.

—Por supuesto que no —respondió con calma. Se despojó de la capa y se sentó con un movimiento fluido y elegante—. Pretendo servir a mi país.

El conde tomó asiento mientras su compañero servía un vaso de vino, que colocó ante Rostov.

—Un servicio que puede costarle la vida —le aclaró. Quería que tuviera claro a lo que se enfrentaba—. En cuyo caso, el Gobierno ruso negará conocerlo.

—Comprendo, pero no hace falta que se preocupe por mí, milord. Tengo contactos importantes entre los aristócratas ingleses, tanto para llevar a cabo la misión como para burlar a la muerte —comentó. Sus labios esbozaron una sonrisa lánguida y confiada.

El conde asintió.

—Bien, entonces, permítame explicarle la situación y lo que esperamos de usted. Como sabrá, gracias al debilitamiento del Imperio otomano, Rusia domina la orilla septentrional del Mar Negro, y estamos dispuestos a llegar más allá en nuestra expansión —le explicó—. Llevamos algún tiempo intentando abrir rutas comerciales en el Mediterráneo, algo que desagrada profundamente a los ingleses, cuya influencia en esa zona es indiscutible. Digamos que nos hemos embarcado con ellos en lo que llamamos el «Torneo de las sombras». Pero esa es otra cuestión. Lo importante es que los franceses tratan de aprovecharse de esta disputa para hundirnos.

—Napoleón III desea entablar una guerra contra Rusia para recuperar la influencia francesa en Europa —intervino el otro—, y para eso está dispuesto a aliarse con los ingleses. Pero la política de los británicos es más comedida y no actuarán sin una provocación. Por eso, el emperador francés está ejerciendo presión sobre los Santos Lugares palestinos, acuciando al Imperio otomano para que les otorgue concesiones que nosotros, por supuesto, rechazaríamos con violencia, e Inglaterra no tendría más remedio que intervenir.

—En una guerra —concluyó Rostov.

—En una guerra —corroboró el embajador.

—¿Y cuál sería exactamente, señores, mi papel?

—Necesitamos que se apropie de toda la información que los franceses le proporcionen al Gobierno inglés, así como de los planes de los británicos —declaró el conde—, y nos los pase, para que podamos ir un paso por delante de ellos.

—No será difícil —asintió Rostov—. ¿Cómo se los haré llegar?

—Usted se los entregará al señor Talbot —repuso el conde, señalando a su compañero—. Él se encargará del resto.

Rostov se volvió hacia el hombre que lo había contactado con el embajador y le ofreció una sonrisa estudiada.

—Por supuesto —accedió, con una ligera inclinación de cabeza—. Supongo, su Alteza Ilustrísima, que arriesgar mi vida merecerá una recompensa por parte del Gobierno del Zar.

El conde alzó las cejas, sorprendido; tras lo cual la indignación se extendió por su rubicundo rostro.

—Es un servicio a su país, ¡no podría pedir mejor recompensa!

—Vamos, vamos, embajador —lo tranquilizó Talbot—. Al agente Rostov no le falta un punto de razón, es un gran riesgo el que va a correr.

El conde gruñó por lo bajo, aunque pareció meditar sus palabras y, finalmente, aceptó.

—Muy bien, de eso se ocupará también el señor Talbot.

—Entonces, señores, no hay más que hablar —repuso, poniéndose de pie de inmediato y cubriéndose de nuevo con la capa—. En cuanto tenga alguna noticia sobre lo que buscan, se lo haré saber.

Ambos hombres observaron cómo se cubría el rostro con la capucha y abandonaba la estancia.

—Espero que valga la pena cada rublo que vamos a pagar —se quejó el conde.

—Lo valdrá, no lo dude. No hay nadie mejor para conseguir la información que nece

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