¡Al suelo! (Enredos con la ley 4)

Ruth M. Lerga

Fragmento

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ADVERTENCIA:

El sistema de organización de vigilancia que presento en esta novela para la Brigada de Escoltas es completamente falso. Os diré que, en función del VIP —la persona a la que se escolta—, de si es o no un cargo político y de la extensión de su jornada, así como de la necesidad de una guarda de veinticuatro horas los siete días de la semana o únicamente durante la jornada laboral, el sistema se organiza de un modo u otro y, creedme, para lo que aquí propongo hacen falta muchísimas más personas y no recibirían el apoyo de Seguridad Ciudadana para ello, a los que en la novela hago pringar los findes.

¿Por qué he decidido inventármelo? ¿Para regalar a Juanjo un horario de ocho horas de lunes a viernes y que pueda ir a clases y aprenda de una vez a bailar kizomba? Naaah.

Es que creo que hay cosas que no necesitamos saber sobre el funcionamiento del Cuerpo Nacional de Policía, menos aún cuando del asunto en cuestión depende la seguridad no solo de los civiles, sino también de los propios agentes.

Llamadlo, pues, pedazo de licencia de autora.

Por cierto, ya que nos sinceramos, el proyecto urbanístico de la Ciudad Universitaria tampoco existe (ouch, cómo soy a veces).

Ruth M. Lerga.

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Capítulo 1

Natalia Miralles miraba con rencor hacia la puerta cerrada de su despacho. Desde esa mañana había fuera un policía nacional justo al otro lado, en pie, quieto. Al parecer, estaba «escoltándola». O lo que era lo mismo para ella, vigilándola, fiscalizando cada uno de sus movimientos. A ver, que tampoco era que necesitase esconder una plantación de marihuana en su casa ni tenía la intención de cargarse a alguno de sus exnovios y meterlo en el maletero del coche... Pero, ¡por favor!, que debía avisar incluso cuando iba a hacer pis, como en el colegio. Era incómodo, era un engorro y, según el conseller de Política Territorial, Obras Públicas y Movilidad —su jefe directo—, era también estrictamente necesario hasta que la licitación de la nueva Ciudad Universitaria se realizase y adjudicase. Era eso o que atrapasen a un pirado que, hasta donde ella sabía, se dedicaba a enviarle amenazas de muerte sobre el plan urbanístico que en breve saldría a licitación. ¡Ey!, y que al señor amenazador le molestaba todo de lo que tuviera que ver con el proyecto: quién se presentaría, según lo poco que se había apostado o que los propios despachos de arquitectura habían filtrado; el lugar en el que se construirían las nuevas universidades, el destino para el terreno de las antiguas; el precio máximo con el que el pirado especulaba ¡porque es que ni siquiera se había decidido todavía! Vamos que, para su acosador, Natalia no había dado pie con bola.

Bueno, para su acosador oficial, si tenía que especificar quién la acosaba, porque, además del tarado que enviaba cartas a la Conselleria, estaba el segundo pelotón de acosadores personales, «El Equipo A»: los tres escoltas que la guardarían mañana, tarde y noche; aún tenía que decidir quién era, como en la serie de los ochenta, el listo, quién el guapo y quién el loco. Los fines de semana serían grupos de Seguridad Ciudadana, significara eso lo que significase, e irían rotando. Había decidido que los de los sábados y domingos serían M.A., esto era, Más Azules, por el color de sus uniformes.

Sus hermanas la habían llamado encantadas con el hecho de que la protegieran y, además, que lo estuviera por —literalmente— hombretones «guapérrimos». Para ella no era tan difícil de entender su disgusto: no le gustaban las legumbres, no le gustaba ir en bicicleta y no le gustaban los policías. Manías suyas.

—¿Qué tal las vacaciones? —le preguntó la enésima compañera que entraba en su despacho aquella mañana a saludarla.

No eran tan popular. Era obvio, por tanto, que iban a ver al poli buenorro ubicado a la entrada de su despacho, un tal Puig. Si los otros dos, el de la tarde y el de la noche, eran igual de guapos, iba a tener una procesión infinita de mujeres peregrinando hasta ella día sí, día también.

—Marineras —respondió—. Estuve una semana fondeada en Formentera, aprovechando que mis padres no iban a usar el velero, y después me fui de crucero por las islas griegas.

No le diría que había sido un crucero de solteros, tampoco tenía por qué pregonarlo y, además, se había sentido en una especie de High School Musical, como si todos los pasajeros se hubieran rehormonado como en el instituto.

—Qué envidia, yo me fui al pueblo de mi novio, en la meseta...

Y estuvo diez minutos contándole menudencias antes de marcharse y dejarla trabajar.

Natalia estudió Arquitectura en la Universidad Politécnica. El mejor amigo de la infancia de su padre era Francisco Camps, quien, además de apadrinarla en la pila bautismal, acabó, con los años, convirtiéndose en el Muy Honorable Presidente de la Generalitat Valenciana. Así que, cuando la crisis la dejó sin trabajo, le ofreció un empleo. Tres años después era la máxima responsable de Obras Públicas, solo por debajo del conseller. Lo increíble fue que, cuando el Partido Popular perdió las elecciones, el socialista Ximo Puig la confirmase en su puesto, siendo el suyo un cargo de confianza.

Era una privilegiada.

Volvió la vista a los terrenos que tenían que urbanizar, al enorme mapa colgado en la pared, en plena avenida Blasco Ibáñez. El campus universitario de la Universidad de Valencia, el primero de los tres de la ciudad, se proyectó en 1908, aunque dada la inestabilidad política de las siguientes cuatro décadas no fue terminado hasta finales de los cuarenta. Eran varios los edificios señoriales, como el de la Facultad de Medicina, además de la Biblioteca o el Rectorado, los que componían la primera zona académica que tuvo la ciudad. Estaba situada, junto con otros dos campus mucho más modernos y algo apartados de la gran avenida, en la entrada norte, el único acceso «limpio» a Valencia que quedaba, en el sentido de que no tenía municipios adheridos, junto al campo de fútbol del Valencia, el Mestalla. Los atascos solían ser importantes por la mañana, a la hora de entrada de los estudiantes, y a la salida si coincidía con que había partido entre semana, momento en el que conducir por la zona era una condena, así que había llegado el momento de sacar las facultades —el estadio también, pero esa era una cuestión municipal— a la zona de los campus nuevos, y eso requería de dos proyectos diferentes y una inyección de capital importante que implicaría trabajo para mucha gente.

La Ciudad de las Artes y las Ciencias costó mil cien millones y este proyecto llevaba el mismo camino. La Ciudad Universitaria se había convertido en «la niña bonita» de los grandes estudios de arquitectura, tanto nacionales como internacionales, que querían dejar su sello en una ciudad que, con los años, se había ido modernizando y engalanando.

Ahí era donde entraba Natalia: sería la encargada de redactar los pliegos, de valorar los proyectos y señalar los válidos e, incluso, aconsejar cuál debía ser el elegido.

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