Aquel día («Trilogía 365 días» 2)

Blanka Lipińska

Fragmento

El yate estaba atracado en el puerto de Fiumicino. La mujer que había contratado como doble de Mi Reina seguía a bordo conmigo. Su tarea era simple: quedarse allí.

—Mete a Laura en el coche y tráemela —le dije por teléfono a Domenico, que estaba en Roma.

—Gracias a Dios… — Júnior suspiró—. Esto empezaba a ser insoportable. —Le oí cerrar la puerta tras él—. No sé si quieres saberlo, pero ha preguntado por ti.

—No vengas con ella —le dije pasando por alto sus palabras—. Nos veremos en Venecia.

—¿No me vas a preguntar qué ha dicho? —Domenico no se rendía. Escuché el tono alegre de su voz.

—¿Me interesa? —pregunté muy serio, aunque en mi interior, como un niño, sentía curiosidad por saber de qué habían hablado.

—Te echa de menos. —Al oír esa breve declaración, sentí un nudo en el estómago—. Al menos, eso creo.

—Asegúrate de que salga lo antes posible. —Colgué y miré al mar.

De nuevo, esa mujer hacía que sintiese miedo. Aquella sensación era tan desconocida para mí que no había sido capaz de identificarla ni de detenerla.

Despedí a la chica que se hacía pasar por Laura, pero le ordené que no se alejara demasiado. No sabía si volvería a necesitarla. Según Matos, Flavio había vuelto a la isla con las zarpas heridas por los disparos, pero no había pasado nada más, como si nunca se hubiera producido aquella situación en el Nostro. La poca información que me había transmitido aquel ungido no me dejó contento, así que envié a mi gente y me confirmaron todo lo que ya había descubierto.

A la hora del almuerzo me reuní por videoconferencia con varias personas de Estados Unidos. Debía asegurarme de que asistirían al Festival de Cine de Venecia. Necesitaba encontrarme con ellos cara a cara y, además, tenía que ocuparme en persona de pedir un nuevo cargamento de armas que pretendía vender en Oriente Próximo.

—¿Don Torricelli? —preguntó Fabio asomando la cabeza por mi cabina; le hice un gesto con la mano y colgué la llamada—. La señora Biel está a bordo.

—Vamos a zarpar —anuncié, y me levanté.

Salí a la cubierta superior a esperarla. Cuando vi a mi chica vestida como una adolescente, apreté los puños y los dientes. «Unos pantalones demasiado cortos y una camiseta microscópica no es lo más adecuado para acompañar a un capo de la familia siciliana», pensé.

—¿Qué demonios llevas puesto? Pareces una… —Al ver en su mano una botella de champán casi vacía, me abstuve de terminar la frase. La muchacha se dio la vuelta, casi chocó conmigo, rebotó en mi pecho y cayó en el sofá. Volvía a estar borracha.

—Parezco lo que me da la gana, no es asunto tuyo —balbució mientras agitaba las manos haciéndome reír—. Te marchaste sin decir ni mu y me tratas como a una marioneta con la que te diviertes cuando tienes ganas. —Me apuntó con el dedo mientras intentaba levantarse del sofá de una manera torpe pero encantadora—. Hoy la marioneta quiere divertirse sola.

Se tambaleó en dirección a popa y por el camino perdió las sandalias de plataforma.

—Laura… —empecé riéndome, porque no podía aguantar más—. Laura, ¡maldita sea! —Mi risa se convirtió en un gruñido cuando vi que se acercaba peligrosamente al borde del yate. La seguí y grité—: ¡Detente! ¡Detente!

No sé si no me escuchó o no me oyó. De repente resbaló y la botella se le escurrió de la mano; ella, incapaz de mantener el equilibrio, cayó al agua.

—¡Mierda!

Eché a correr. Me quité los zapatos de un tirón y salté al agua. Afortunadamente, el Titán avanzaba con lentitud y la chica había caído por uno de los costados. Unos minutos después, estaba en mis brazos.

Por suerte, Fabio vio el incidente y, después de detener el yate, nos lanzó un salvavidas atado a una cuerda y nos subió a bordo. La chica no respiraba.

Empecé a reanimarla. Las sucesivas compresiones y el boca a boca no ayudaban en absoluto.

—¡Respira, joder!

Estaba desesperado. La estrujaba cada vez más, introduciéndole el aire en los pulmones con exasperación.

—¡Respira! —grité en inglés, pensando que así podría entenderme. En ese momento cogió una bocanada de aire y empezó a vomitar.

Le acaricié la cara y miré sus ojos semiconscientes que se esforzaban por mirarme. La tomé en brazos y me dirigí al camarote.

—¿Debo llamar a un médico? —gritó Fabio.

—Sí, manda a un helicóptero a buscarlo.

Necesitaba llevar a Laura abajo, quedarme a solas con ella y asegurarme de que estaba a salvo. La puse en la cama y miré su pálido rostro mientras intentaba confirmar que estaba bien.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja.

Sentí que estaba a punto de desmayarme. Me retumbaba la cabeza y el corazón me latía desenfrenado. Me arrodillé junto a ella en el suelo e intenté calmarme.

—Te caíste por la borda. Gracias a Dios, no íbamos muy rápido y caíste de lado. Pero eso no cambia el hecho de que casi te ahogas. —Massimo se arrodilló junto a la cama—. Joder, Laura, me entran ganas de matarte, pero al mismo tiempo doy gracias al cielo por que sigas viva.

Laura me tocó suavemente la mejilla con los dedos y la alzó para que tuviera que mirarla.

—¿Me salvaste tú?

—Menos mal que estaba cerca. No quiero ni pensar en lo que te podría haber ocurrido. ¿Por qué eres tan desobediente y cabezota? —El miedo que sentí al decirlo era nuevo. Jamás me había preocupado tanto por nadie.

—Me gustaría ducharme —dijo.

Al oírla, casi me parto de risa. Había faltado poco para que se ahogara y solo pensaba en que estaba empapada de agua salada. No daba crédito. Pero en ese momento no tenía fuerza ni ánimo para cuestionarle nada; quería tenerla cerca, abrazarla y protegerla del mundo entero. No podía dejar de pensar en lo que habría pasado si no hubiera estado cerca o si el barco hubiera ido más rápido…

Me ofrecí a bañarla y, como no protestó, fui a abrir el grifo del baño y volví para ayudarla a desvestirse. Estaba concentrado, no pensé en lo que estaba a punto de ver. Al instante me di cuenta de que estaba acostada, desnuda delante de mí. Para mi sorpresa, no me impresionó. Ante todo, estaba viva.

La cogí en brazos y me metí en el agua caliente. Cuando su espalda se apoyó en mi pecho, acurruqué mi cabeza en su cabello. Estaba enfadado, asustado, pero… me sentía muy agradecido. No quería conversaciones, peleas, ni mucho menos discusiones. Me embriagaba con su presencia. Ella, ajena a todo, apretaba su mejilla contra mí. No se daba cuenta de que todo lo que había sucedido hasta ese momento lo había provocado ella. Poco a poco, iba comprendiendo que toda mi vida iba a cambiar. Mis negocios ya no serían fáciles, porque mis enemigos sabían que tenía un punto débil: esa pequeña criatura que se acurrucaba en mis brazos. No est

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