La enfermera del enemigo

Laura Mars

Fragmento

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Capítulo 1

Niklaus

Traté de enfocar la vista. Había barullo a mi alrededor, gritos, órdenes y gemidos. Cerca de mí, una voz tranquilizadora hablaba con claro acento británico. Mi corazón dio un salto de más y supe que estaba en peligro. Mi fin debía estar cerca. Mis ojos respondieron y pude vislumbrar a la mujer que trasteaba con mi ropa.

Era una figura blanca, desde la tela de su vestido hasta la cofia sobre su cabeza. Sus ojos eran de un verde muy claro, enmarcados por un cabello negro recogido. En mi conmocionada cabeza me pareció un ángel.

—Veo que está despertando. Esté tranquilo. Pronto vendrá el médico.

Distinguí más voces. Hablaban en francés e inglés. A escasos centímetros de mí había otra cama con un soldado que se sujetaba un vendaje en el cuello. Más allá, uno gritaba de dolor mientras un doctor hurgaba en su interior. Los techos altos de la sala no compensaban el abarrotamiento y el calor. El olor y la enfermedad.

—Le voy a cambiar la ropa. La lleva cubierta de suciedad.

A pesar del estado en el que me encontraba, lancé mi mano de forma rápida y agarré con firmeza la muñeca de la enfermera.

—No —dije tratando de pronunciarlo a la inglesa, ocultando mi acento alemán en lo posible. Me alegré de todas las clases particulares recibidas en la infancia.

—No tenga vergüenza, solo será un momento. Tenemos que poder valorar bien las heridas.

—No —insistí sin soltar su muñeca.

—¡Suelte! Me hace daño.

Obedecí con una mueca de disgusto que inundó mi rostro de dolor y me hizo gemir. Tenía la cara quemada y recordé por qué. El general Ludendorff[1] había creado un plan brillante para acabar de una vez por todas con la Gran Guerra. Mi división fue enviada el este de Reims, mientras otras se posicionaban en distintos puntos. Los íbamos a atacar de tal manera que no tendrían tiempo de movilizar suficientes tropas para responder a los diversos focos. La teoría era buena.

Esperábamos en las trincheras; algunos, comiendo; otros, charlando. Tratábamos de ignorar a los compañeros muertos que nos acompañaban día y noche, amontonados de cualquier manera en la línea que manteníamos. Los más espabilados registraban los cadáveres para conseguir tabaco, comida o cualquier cosa de valor que pudiese tener un soldado. Los más aprensivos evitaban todo contacto para intentar no enfermar, algo demasiado habitual en esas condiciones. Los más deshumanizados rondaban a los enfermos y a los heridos como buitres, listos para vaciar sus bolsillos y hacerse con un par de botas en mejor estado. Yo no juzgaba a ninguno de ellos, bastante tenía con sobrevivir.

En ese instante me hallaba distraído con una de las rocambolescas ideas de Vinzent. Era uno de los soldados con los que pasaba más tiempo. Parecía haberse creado un mundo paralelo lleno de esperanza. A mí me gustaba unirme a sus imaginaciones donde todo iría bien, las mujeres caerían rendidas a nuestros pies por las heroicidades cometidas, la familia nos recibiría con honor y poco más que nos harían una estatua a cada uno en nuestro pueblo natal. Era bonito dejarse llevar por su optimismo. Otras veces pensaba que estaba loco de remate.

—Os digo la verdad, voy a cazar una luciérnaga y la usaré de linterna.

—Es la idea más estúpida que he oído nunca, y he oído muchas —dijo Ansgar. Era un soldado de malas maneras, pero a quien querrías tener a tu lado en el frente.

—¿Acaso sabes qué pinta tienen? —pregunté.

—Pues... un insecto que brilla. No debe ser muy difícil.

—Si lograses atrapar una luciérnaga, morirías más rápido que el tercero en usar una cerilla —le espetó Ansgar.

A lo largo de la guerra, muchos mitos y supersticiones recorrieron las filas. La maldición de la cerilla era la única en la que yo creía, porque era cierta. Quien usase una cerilla para encender un cigarro llamaba la atención de algún francotirador al otro lado de la línea. Este cargaría el arma justo a tiempo de ver cómo la luz delatora se movía para encender otro cigarro. Y cuando el francotirador estuviese apuntando, se encontraría con el tercero sujetando la cerilla. Apretaría el gatillo.

—Cuando quieras escribir una carta a tu querida, no te dejaré mi luciérnaga —contraatacó Vinzent.

—En esta estoy con Ansgar —tuve que añadir—. No sé cuánta luz da ese insecto, pero te convertirías en el objetivo de un franco.

—Además, dejarías toda la ropa manchada. Así no podríamos aprovechar ni tu chaqueta —dijo Ansgar, y se rio demasiado alto.

Un estruendo paró la discusión. El plan del general Ludendorff suponía que a las 12:10 nuestros bombarderos descargarían en las líneas enemigas. Sin embargo, a las 11:30 los franceses abrieron fuego sobre nosotros con precisión, claramente informados de nuestras intenciones. Mis suposiciones recayeron en algún preso de guerra que no soportaría las vejaciones y la tortura.

Sus cañonazos nos pillaron desprevenidos. La confianza se quebró en las líneas y dejamos de ser soldados para ser jóvenes asustados. A pocos metros de nosotros explotó parte de la trinchera. Vinzent se asustó y salió de esta, quedando demasiado expuesto.

—¡Idiota! ¡Entra aquí! —le gritó Ansgar, y trató de agarrarle de la pierna.

—¡En las trincheras moriremos como ratas!

Escuché los gritos del teniente Markus a varios metros de nosotros. Trataba de ordenar el caos y reunir soldados a su alrededor. Ansgar no dudó y corrió hacia él, dejando a Vinzent a su suerte. Yo observé paralizado. Ningún sitio parecía seguro. Un tiro cortó el aire, y el cuerpo de Vinzent cayó con tal violencia que entró de nuevo en la trinchera. Aparté mi mirada sin poder tolerar la imagen.

El teniente ya había reunido a más de diez soldados, que estaban atentos a sus explicaciones. Me empecé a acercar. No me dio tiempo a llegar. Explotaron. Salieron disparados por los aires, deshechos en un instante. Yo fui propulsado hacia atrás, con mi rostro ardiendo.

No sé cuánto tiempo estuve en el suelo. Sé que pasó del día a la noche y de la noche al día. Por alguna razón, la conversación sobre las luciérnagas se repetía una y otra vez en mi mente. Solo me despejé cuando escuché voces. Un inglés característico del otro lado del Atlántico: americanos. Acompañaban a franceses y británicos.

Repté por el suelo con desesperación y me topé con mi salvación. Un soldado francés muerto. Le quité su chaqueta gris azulada y me la puse encima de la mía. Sustituí mi casco por el suyo. No tenía tiempo de cambiarme los pantalones, así que me ensucié de tierra todo lo posible y lancé mis botas lejos. Sus voces estaban casi encima. Perdí el conocimiento por el esfuerzo y el dolor.

Desperté junto a ese ángel blanco en plena enfermería enemiga. En cuanto me quitase la chaqueta azul, descubriría mi uniforme de un delatador tono arenoso. Por más que estrujaba mi cerebro, no conseguía inventar una excusa para que no tocase mi indumentaria. Solo se me ocurrió rogar.

—Por favor.

—Esté quieto para que lo pueda ayudar. Solo quiero hacer una primera valoración. Estoy cualificada para ello.

—No lo dudo —susurré—. Pero no me quite la chaqueta.

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