Capítulo 1
María
La historia que voy a contar empieza el día en que vi a Carlo por primera vez. Fue también el día en que llevé a mi hijo al aeropuerto. Cada verano, en su colegio, organizaban intercambios culturales a Inglaterra, que más allá de una actividad dirigida al aprendizaje de otra lengua, a mí me parecía una experiencia vital para que los alumnos aprendieran a comunicarse con técnicos, nuevos compañeros y equipos rivales. Mi vivencia, hasta entonces, había sido campamentos de verano, no muy lejos de la ciudad, siete o diez días a lo más. Nada que ver con viajar a otro país, solo, bajo la tutela de alguien más que no fuera yo. Aunque, la verdad, reconozco que aquel había sido un año bastante complicado para los dos. Mi hijo extrañaba a su padre y, además, comenzaba a crecer; y por más que yo deseara que se quedara eternamente a mi lado, su resolución por patear un balón ―su única pasión, al parecer, desde que había nacido― lo llevó a querer viajar con el resto del equipo, a andar por el mundo, suelto, sin el control estricto de una madre que seguía sintiéndose molesta por el nuevo interés de su padre. Contra todo pronóstico, Julián, mi exmarido, lo apoyó, algo insospechado habida cuenta de que recién se había juntado con otra mujer.
Aunque yo ya había decidido inscribirlo al curso de verano que organizaba el museo, dos semanas antes del final del ciclo escolar, recibí la llamada de mi exmarido.
―Mira, María, yo creo que lo más sano es que el niño viaje a Inglaterra. ¿Ya le preguntaste qué es lo que él quiere?
―Tiene diez años y los niños no deciden a esa edad.
―Es cierto, pero no seas egoísta. Que no lo toque tu insensatez.
―Yo no propicié este desastre.
―No quiero discutir. Sé por lo que estás pasando. Solo te pido que lo medites. Piensa en él.
―Lo voy a pensar. Hablaré con él. Veré qué quiere hacer.
―Por favor.
―Nos estamos hablando.
Así las cosas, el avión que se llevó a mi hijo despegó un lunes a las doce del día. Minutos antes discutí, para no variar en nuestra costumbre, con Julián.
―¿Qué pasó contigo? ¿Dónde te metes? Te he llamado un montón de veces al celular. ―Y, mientras lo decía, señalaba su reloj.
La sonrisa que había dibujado en mi rostro se me quedó congelada en un rictus tenso al escuchar sus reclamos.
―No quiero hablar contigo de ese tema. Estoy aquí, ¿no?
―Prestas tan poca atención al tiempo de los demás. Bonito ejemplo eres para nuestro hijo.
La mera verdad, tenía razón. Apenas había ya tiempo para nada más que una despedida intensa y precipitada. Los había hecho esperar más de cuarenta minutos ―el fin de semana, por lo general, el niño se quedaba con él―, porque tuve un incidente, de larga cola ―un neumático pinchado antes de salir de casa―, que ni siquiera había solucionado. Pero por alguna extraña descoordinación neuronal entre los canales del pensamiento y el lenguaje, las palabras salieron de mi boca.
―Uy, sí, mira quién lo dice. Tú, que armaste un desmadre al anunciar de la noche a la mañana que te ibas a vivir con otra.
El ímpetu iba en realidad dirigido a mí misma, porque la solidez de mi matrimonio había saltado por los aires un año atrás, y aún me faltaba la energía para mantenerme a flote, para agarrarme una vez más a las rutinas y responsabilidades como si en mi vida no hubiera habido un corte.
Mi hijo no nos dejó que siguiéramos discutiendo.
―Mamá, papá, cuando regrese no quiero volver a verlos pelear.
Nos dio un abrazo y se fue caminando hacia la sala de espera, junto con el resto de sus compañeros. Por más que quise retener su mano en mi mano, la distancia de sus pasos se la llevó consigo. Y mientras lo veía alejarse, en el penúltimo instante, la voz ruda de Julián sonó rotunda a mi espalda.
―¡Bruja!
Me di la vuelta como si no hubiera nadie más que nosotros en la terminal desbordada de prisas. Ni otros viajeros, ni otras despedidas. Ni otros padres despachando a sus hijos.
―¡Neandertal!
Y salí corriendo con el corazón dividido por la partida de mi hijo, por la indiferencia de Julián, por la frialdad con la que me trataba. Solo rabia y desconcierto, ese desconcierto me impulsó a tomar el metro, en lugar de buscar un taxi.
Con todo, los recuerdos no dejaron de ir y de venir dentro de mi cabeza, durante todo el trayecto ―que me pareció eterno por todos los trasbordos que tuve que realizar―, mi memoria retornó su rostro, su presencia, que todo lo llenaba. Su espalda caliente, durmiendo a mi lado. Su pelo negro, su risa, sus dedos, su piel. Pero por encima de todo se imponía la amarga sensación de haber sido traicionada por alguien en quien confiaba a ciegas.
Luego de cuarenta minutos de ir y venir, de subir y bajar escaleras, de correr para alcanzar los vagones, de tratar de orientarme para no perder la dirección de correspondencia, coroné mi destino y, mientras esperaba que el tren ligero se detuviera por completo, me distraje observando el ícono de la estación representado por la silueta de ese foro artístico considerado uno de los recintos de espectáculos más importantes del mundo: el Auditorio Nacional.
Un viento cálido, extraño en el mes de julio, como una segunda bienvenida al verano caluroso que sufría la ciudad de México, me embotó, produciendo en mi interior un desasosiego en cuanto las puertas se abrieron. Y entre el mar de gente, empujones, codazos, malas caras y vendedores ambulantes, olvidé hacer lo mismo que cuando nadas en mar abierto: no luches contra las olas, mejor fluye con estas.
Fue esa la primera vez que vi a Carlo, o mejor dicho, colisioné con él.
Nos encontramos en la estación del metro Auditorio, que daba directamente al Paseo de la Reforma. El auditorio y la avenida más importante y emblemática de la ciudad de México fueron testigos; al fondo estaba el Pabellón Coreano, y se adivinaba el museo de Antropología, donde yo trabajaba.
Quiso ayudarme, pero mi sola actitud evitó que lo hiciera. La multitud se arremolinaba junto a nosotros. Él me dijo:
―Lo siento.
Al verlo, ahora que lo pienso, no entiendo cómo su voz no me llevó a mirarlo a él, sino que, apresurada por llegar a mi trabajo, tomé conciencia de que iba retrasada.
Cuando recuerdo la escena, me asombra la desconcertante cantidad de información que está latente en nuestro cerebro y aparece viva cuando una noticia, un hecho, una circunstancia nos permite darnos cuenta de que esa información estaba en nosotros.
Subí con pasos presurosos las escaleras infinitas que tanto caracterizan a la línea naranja y asomé a la calle. Me dirigí al norte, hacia Paseo de la Reforma, con dirección a Rubén Darío; atravesé los Campos Eliseos, el Circuito de Gandhi y remonté levemente en la avenida Grutas.
A pesar de las decenas de años que transitaba por allí, esa caminata tenía, para mí, siempre un aire señorial, un esplendor de la belleza que encerraba el corazón de la ciudad. Amaba Reforma, ahí respiraba, incluso algún día amé y sufrí.
El caso es que, salvo por alguno que otro turista que venía en bermudas cargando una mochila y alguno que otro despistado sacando a pasear a su perro, las calles estaban semivacías. Y, de repente, la zona boscosa domesticada con acierto se había esfumado, empujándome a la caída libre de agua, rodeada por un alto relieve de bronce. Mi objetivo se reveló como un edificio solemne, coronado por el monolito del dios de la lluvia.
Llegué a la puerta principal del Museo Nacional de Antropología poco antes de las dos de la tarde. No me extrañó no encontrar el revuelo que se espera en pleno verano, puesto que el edificio permanecía cerrado, sin excepción alguna, cada lunes.
Beto, el hombre del uniforme azul, celoso guardián de la seguridad del edificio, abrió la puerta y me saludó con un gesto de aburrimiento.
―Qué trabajo me costó llegar ―le dije, e intenté una sonrisa que no me salió muy bien.
Mi mirada se extravió en la inmensidad que se abría a mi alrededor. Colecciones de piezas arqueológicas de los últimos dos mil años de historia de Mesoamérica, que básicamente se dividían en dos colecciones: la arqueológica y la etnológica, con once salas para cada una. Al momento siguiente, pasé por la primera sala e hice lo que en los últimos tiempos se había convertido en mi ritual.
―Hola, Lucy ―saludé al esqueleto fosilizado de hace tres millones de años.
Aquella sala desembocaba en un pequeño pasillo estrecho, de paredes pintadas de blanco, con puertas a los dos lados y pequeñas placas de plástico con el nombre de cada ocupante, incluyendo el mío. Por supuesto, todos estaban vacíos ese día. No se oía ningún rumor tras las puertas ni tampoco el familiar timbre de algún teléfono o de una impresora en marcha. «DIRECCIÓN ACADÉMICA, María Fonseca», leí, mientras me animaba a traspasar el imponente silencio de la habitación.
En efecto, esa soy yo.
Mujer madura con una fotogenia a prueba de resacas, un cuerpo firme, muslos inmunes a la celulitis, pecho escueto, ojos castaños tendiendo a marrón, un pelo rebelde y lacio que requería horas de atenciones. Impuntual, con ataques de mal humor insoportables, un único hijo y, por supuesto, divorciada. Amigas, las justas. Formábamos un triángulo formidable junto a Carmen y a Adriana, pero desde que Adriana se fue a Guadalajara, solo éramos Carmen y yo.
Mi cubículo era pequeño, provisto de una mesa de trabajo, un par de estanterías metálicas llenas de carpetas archivadoras cuidadosamente rotuladas, un ordenador y varios carteles promocionales del museo que cubrían las paredes. Entre ellos, el cráneo de la Cueva del Tecolote, la pieza del mes.
Me senté con toda tranquilidad en mi silla y comencé a explorar aquel paisaje. Mi mesa se encontraba repleta de papeles. No podía salir de aquel despacho sin terminar de dar forma al seminario de Antropología que impartiría la semana entrante. Cuatro horas semanales a lo largo de seis semanas. Ni yo misma sabía por qué había aceptado. Quizá porque, en aquel momento, necesitaba recurrir a algo que me animara. Es más, recuerdo que reaccioné con desinterés cuando Juan Carlos, el director del museo, me invitó a participar. En realidad, aquella propuesta, y en aquel momento, no me daba ni frío ni calor. Ni aquella ni ninguna otra que me hubiera hecho. Seguía dándole vueltas a la llamada de Julián, y aún tenía su voz resonando en mis oídos, proponiéndome que nuestro hijo se fuera a pasar el verano a Inglaterra ―«No seas egoísta, María. El niño quiere irse con sus compañeros»―, cuando a los pocos segundos Juan Carlos me mandó llamar.
Me reuní con él en su despacho y, mientras me hablaba, mi mente andaba perdida en otros derroteros. Hasta que abordó la razón por la que quería verme.
―Nos han invitado a participar en un nuevo programa de extensión universitaria, ¿cómo lo ves? ―dijo.
En realidad, no lo veía de ninguna manera. Intenté no demostrarlo con excesivo descaro.
―Parece interesante ―le mentí escuetamente.
―No se trataría de un seminario académico, sería algo más informal ―continuó―. Podrías utilizar artículos de periódicos, noticias, fragmentos de novelas; cualquier tipo de material que se te ocurra. Solo te ocuparía un par de tardes a la semana y no pagan mal.
―Para hablar ¿sobre qué?
―Sobre cómo el ser humano se explica a sí mismo a través del símbolo y mito. Profesores de Historia, de Relaciones Internacionales o de Ciencia Política; algún profesor visitante, algún estudiante de doctorado...
No lo dejé siquiera acabar.
―¿Y si te digo que no?
No me sentía con ganas ni fuerzas para aportar opiniones, ni siquiera tenía ganas de pensar.
―Es tan solo una idea. Puedo proponérselo a otros compañeros.
Tuve entonces que descender a la realidad y prestarle atención.
―No estoy en mi mejor momento para actuaciones estelares, ¿sabes?
―No te preocupes, eso nos pasa a todos de vez en cuando...
Juan Carlos siguió hablando, monopolizando la conversación, consciente de mi escaso ánimo para platicar.
―Quedas entonces en manos de Regina, ella te dará los detalles del seminario por si finalmente te animas. Ya me contarás, ¿de acuerdo? ―Fue su despedida.
Amagué una sonrisa, musité otro «de acuerdo» en respuesta al suyo y me giré dispuesta a marcharme. Una mano, sin embargo, me retuvo antes de empezar a caminar.
Una mano en mi muñeca, su mano en un breve apretón.
―Si necesitas hablar en algún momento, ya sabes dónde estoy.
Quizá no estaba tan sola como creía. Quizá la solución pasaba por llenar mi vida con otros afectos en vez de seguir lamentando los perdidos. Y así, sin darme cuenta, me enfrasqué en ese proyecto. Hablé con Regina de fechas y plazos, de posibles asistentes, convencida de que lo iba a aceptar.
Nunca imaginé el significado que iba a tener para mí aquel verano.
Con aquello todavía danzándome en la mente, encendí el ordenador y, mientras esperaba a que cargara el sistema, firmé papeles pendientes. Por fin, el salvapantallas del museo saltó e introduje la clave para que se desbloqueara. Sin perder un segundo, abrí el archivo del seminario y dejé a la vista un texto completo. Diez folios.
Pasé el resto de la tarde revisando el contenido y la temática: Historia, Arqueología, Historia del Arte. Esto último era lo mío. Antropología social aplicada, Mitología y Simbología. Por aquellos senderos llevaba caminando dos décadas de mi vida. A las cinco menos cuarto, tomé un café y volví a sumergirme otro buen rato hasta que en torno a mí se extendieron los ingratos recuerdos del verano anterior, la abrumadora sensación de mis demonios domésticos, la obstinación de mi marido por revivir la apasionante aventura de enamorarse de una mujer quince años más joven que yo.
Apoyé los codos contra la mesa y me tapé la cara con las manos. Aunque me había prometido a mí misma que no iba a volver a llorar, comencé a notar en la boca el sabor salado y turbio de la saliva que antecede al llanto. «Demasiados recuerdos», pensé.
Tras la separación, los primeros días fueron los peores; sumergida en la depresión, intentando encontrar un hilo de congruencia entre la incertidumbre silenciosa de aquel desorden donde las docenas de recuerdos se mezclaban con montones de sospechas, con cientos de cosas que me hacían sentir incómoda y recelosa y un número infinito de culpas y absurdas explicaciones. Había invertido tanto en mi relación con Julián solo para que me traicionara. Me sentía un fracaso. Tendría que haberlo visto venir. Pero como no lo había hecho, también me sentía avergonzada de mí misma. Estaba tan confundida porque a mi marido se le había cruzado alguien por delante y, de pronto, su mujer y su hijo le parecieron por demás aburridos. Como si nunca hubiera habido un antes, Julián se acomodó a no tenerme a su lado y a emprender una nueva vida con Jessica.
El paso de las primeras semanas me trajo una cierta confianza. Con lentitud, el miedo que me subía por la espalda se fue diluyendo progresivamente hasta que comencé a moverme con una mínima seguridad. Entonces decidí, sin dramatismo, enfrentar mi duelo. Me negué a seguirme preguntando cómo era posible que aquello nos estuviera pasando a nosotros. Me negué a mí misma el derecho a encontrar una pareja, pues aunque todavía soy joven, me dije que no quería darle un mal ejemplo a mi hijo con distintos hombres entrando y saliendo de mi vida ―a la fecha no son pocos los hombres que me pretenden―. Era una madre soltera con un hijo al que, como tantas otras, dedicaría mi vida a su cuidado y bienestar. Por supuesto, era un astuto disfraz que me permitía negar mi enfado, mi rabia y mi furia. La verdad es que intentaba castigar a Julián por haberme abandonado por una mujer más joven. También es cierto que me agarré como a un clavo ardiendo a mi trabajo. Apenas tenía tiempo, sin embargo, para lanzar mucho más que una ojeada fugaz a las facturas e hipotecas de la bolsa familiar conjunta.
Con el flujo de los meses llegaron los abogados. No planteé rechazos ni alternativas. Acepté de forma incondicional las propuestas de Julián, como una autómata. En el fondo, todo me daba ya igual. Al fin, de común acuerdo, firmamos el divorcio. Su mirada me pareció tener un punto de nostalgia, incluso me transmitió aquella complicidad que habíamos trenzado durante más de diez años de convivencia. Tuve ganas de preguntarle «¿por qué?», pero me contuve. Después, como dice el cantante Emmanuel, «todo se derrumbó dentro de mí». Su voz era la de siempre, pero me resultaba ajena, como la de un señor atento y distante. Fue entonces que por primera vez en mi vida fui consciente de lo frágiles que son en realidad las cosas que creemos permanentes, de la facilidad con la que lo estable se resquebraja y las realidades pueden volatilizarse con un soplo de aire que entra por la ventana.
Cuando Julián se marchó, se llevó consigo algo más que una maleta con ropa. Con él se fue también mi confianza, mi ingenuo convencimiento de que la existencia es algo unidireccional que sigue una linealidad preestablecida labrada por los años, asentada firmemente en pilares sólidos y duraderos. Cuando cerró la puerta tras de sí, no dejó dentro solo a una mujer con el corazón desolado. Atrás quedó también una persona cambiada para siempre; un ser que se pensaba fuerte convertido en un alguien vulnerable, descreído y desconfiado con el resto del mundo.
Nunca le hablaba mal a mi hijo de su padre, pero estaba metida en una batalla silenciosa con él por el afecto de Juliancito. Por eso me negaba a mí misma el placer, la alegría y la compañía de una relación de pareja que en realidad quería.
Cómo imaginarse que mi vida al lado del hombre que creía iba a ser para siempre no funcionaría. Todo eso había quedado atrás, y en este nuevo capítulo ya solo quedaba yo.
Los recuerdos con Julián habían retornado con tanta fuerza, con tan inesperada intensidad, que me obligué a rebobinar la razón por la que estaba sentada allí, frente al monitor de mi ordenador, en mi único día de descanso.
Un zarpazo súbito contribuyó también a arrancar de mi mente aquellos recuerdos y, como por arte de magia, todo ―Julián, seminario, Juan Carlos, mi hijo―, todo, absolutamente todo se volatilizó ante el golpeteo de unos nudillos contra la puerta. Al levantar la vista, encontré el rostro de Beto.
―Hora de ir acabando la jornada ―me dijo con una media sonrisa.
Capítulo 2
Carlo
Visitar la ciudad de México no es fácil, de entrada porque es una urbe lo suficiente grande y rica para ofrecer prácticamente de todo. Recorrer los sitios, monumentos y espacios es todo un reto. México ofrece una amplia gama de posibilidades en todos sus escenarios y ecosistemas, lo que la vuelve más accesible a un público, como yo, que busca experimentar México por vez primera. Incluso cuando sé que me esperan unas vacaciones demasiado solitarias. De hecho, la brújula me guio con una fuerza magnética que no pude controlar del todo. Tal vez porque llevaba demasiado tiempo absorbido en mi trabajo, peinando las profundidades del mar con unas cámaras para aguas profundas y a control remoto, capaces de tomar imágenes de alta definición desde una distancia de dos kilómetros bajo el mar. Ver aparecer barcos antiguos en la profundidad, tan perfectamente conservados, hace que te sientas como si te transportaras en el tiempo. La historia produce ese efecto en mí. Consume todas mis energías. Cuando me meto de lleno en un proyecto, me olvido de comer, de dormir, de cualquier necesidad. También es cierto que el mundo antiguo me parece más real que el que hay al otro lado de mi ventana. Como arqueólogo, reconozco, solo estoy interesado en perderme en otro lugar, en otra época.
Solía dar clases de historia en la universidad de Turín, pero simplemente no pude mantenerme lejos de los paisajes arqueológicos submarinos. Conseguí encontrar una plaza en el Centro de Arqueología Marítima de la Universidad de Southampton. El principal objetivo de la investigación geofísica era detectar antiguas superficies enterradas bajo el actual fondo marino, recoger muestras, clasificarlas y datarlas, y crear una reconstrucción paleoambiental del mar Negro prehistórico.
En fin, había trabajado para el Proyecto Marítimo Mar Negro durante casi seis años. En cambio, Elena, mi novia, siguió viviendo en Turín mientras yo estaba en la costa búlgara a bordo del buque Stril Explorer, rodeado de los sistemas de mediciones submarinas más avanzados del mundo, con un equipo de expedición de primer nivel. Durante algún tiempo, nuestra relación a distancia funcionó. Esto significa que nos carteábamos a menudo, a veces, incluso, nos comunicábamos por teléfono. Sin embargo, el año pasado Elena terminó la relación con el argumento de que vivir así no era romántico para nada; eso es más o menos todo.
Pensé que me las iba arreglar bien yo solo, pero sencillamente regresar a Turín me parece abrumador. Tengo que distraerme, aprovechar el verano. Tal vez tener una cita con una mujer que me haga sentir feliz y cómodo, por qué no. Hace tiempo que no conozco a ninguna, aunque debo reconocer que tampoco me he dado el tiempo para hacerlo.
De cualquier modo, ya estoy aquí, en esta ciudad en la que casi es mediodía cuando entro en la estación del metro y no hay ningún museo abierto. Camino para alcanzar el tren, entre el mar de gente apresurada y voces que resuenan a mi alrededor. La escena, iluminada por lámparas LED, hace que me detenga y observe un momento. De repente, el ruido inconfundible del tren que se aproxima hace que la multitud se aglutine detrás de la línea amarilla, y me acerco; el tren se detiene, las puertas se abren, los pasajeros comienzan a salir. Pero entre la muchedumbre que sale y la que quiere entrar hay una rebatinga. Me dejo llevar por la inercia. Repentinamente, mi hombro golpea, sin querer, el de una mujer que se acomoda la bolsa. Me quedo inmóvil al ver que algo se le cae de las manos. Es un libro. Se voltea hacia mí, y cuando intento dar un paso para ayudarla, su mirada se encuentra con la mía. Hay algo en ella que me intimida, que me hace sentir avergonzado. «Lo siento», digo y me alejo en contra de mi voluntad. Me siento abandonado, por extraño que suene. Tal vez por eso, cuando llego a mi hotel y abro la puerta de mi pequeño dormitorio, me salta la carta que me enviara Elena. Me golpea la cara, más bien. Solo recordar mi nombre escrito hace que se me forme un nudo en el estómago.
Carlo: (no había tiempo que perder en «caro», pues).
Tu amigo Piero ha estado en contacto conmigo. No voy a mentirte, siempre que podemos nos tomamos un tiempo para ir a bailar o a cenar. Y supongo que la pasión que habíamos estado negando floreció. Espero que comprendas lo perturbador que es esto para mí. Confío en que te des cuenta de que lo nuestro, sencillamente, no está funcionando.
Suspiré de frustración, pero no podía culparla, vivir solo tampoco me atrae especialmente. Aunque, sí, sigo un tanto molesto conmigo mismo por sentirme como un inepto, como un niño, a los treinta y dos años; por permitir que Elena me siga afectando.
De todas maneras, no quiero lidiar con esto ahora. Tengo cosas que hacer. Muchas, considero, mientras me sirvo una copa de vino y desenvuelvo mi más bien triste comida para una persona. Tengo que escarbar en la historia de esta ciudad antes de regresar a Turín, a la gravedad que se cernirá con más fuerza a mi alrededor. Estoy harto, me siento exhausto y sin hambre, decido al cabo.
Dejo la comida sin terminar y me recuesto en la cama un rato, tratando de olvidarlo todo y de dormir un poco. Cierro los ojos, y una imagen viene a mí: la de esa mujer morena y de ojos castaños, cuyo nombre, quiero pensar, tal vez sea hermoso. Y, con eso en mi mente, me sumerjo en un sueño.
Capítulo 3
María
Faltaban tan solo diez minutos para que empezara la primera sesión del seminario cuando mi teléfono rompió a sonar con estrépito. No contesté, no tenía tiempo. Apenas media hora antes, tras dar mil vueltas al programa, había decidido cambiar el orden de algunos contenidos, pero, al intentar imprimir las nuevas copias, la impresora se atascó y se negó a seguir. Opté por recurrir entonces a Regina, pero como no estaba a mano, me lancé a la desesperada de nuevo hacia la impresora, la abrí y cerré un montón de veces, saqué el cartucho de tinta y lo volví a poner. Y entonces, en medio de aquella guerra a brazo partido contra la tecnología, mi teléfono sonó insistentemente otra vez. Contesté por fin a regañadientes y lancé un cortante «hola».
―¿Qué haces, loca?
Carmen, mi torrencial amiga, irrumpía en mi vida como tantas otras veces y en el peor de los mo