Hasta que alguien más nos separe

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Capítulo 1

María

La historia que voy a contar empieza el día en que vi a Carlo por primera vez. Fue también el día en que llevé a mi hijo al aeropuerto. Cada verano, en su colegio, organizaban intercambios culturales a Inglaterra, que más allá de una actividad dirigida al aprendizaje de otra lengua, a mí me parecía una experiencia vital para que los alumnos aprendieran a comunicarse con técnicos, nuevos compañeros y equipos rivales. Mi vivencia, hasta entonces, había sido campamentos de verano, no muy lejos de la ciudad, siete o diez días a lo más. Nada que ver con viajar a otro país, solo, bajo la tutela de alguien más que no fuera yo. Aunque, la verdad, reconozco que aquel había sido un año bastante complicado para los dos. Mi hijo extrañaba a su padre y, además, comenzaba a crecer; y por más que yo deseara que se quedara eternamente a mi lado, su resolución por patear un balón ―su única pasión, al parecer, desde que había nacido― lo llevó a querer viajar con el resto del equipo, a andar por el mundo, suelto, sin el control estricto de una madre que seguía sintiéndose molesta por el nuevo interés de su padre. Contra todo pronóstico, Julián, mi exmarido, lo apoyó, algo insospechado habida cuenta de que recién se había juntado con otra mujer.

Aunque yo ya había decidido inscribirlo al curso de verano que organizaba el museo, dos semanas antes del final del ciclo escolar, recibí la llamada de mi exmarido.

―Mira, María, yo creo que lo más sano es que el niño viaje a Inglaterra. ¿Ya le preguntaste qué es lo que él quiere?

―Tiene diez años y los niños no deciden a esa edad.

―Es cierto, pero no seas egoísta. Que no lo toque tu insensatez.

―Yo no propicié este desastre.

―No quiero discutir. Sé por lo que estás pasando. Solo te pido que lo medites. Piensa en él.

―Lo voy a pensar. Hablaré con él. Veré qué quiere hacer.

―Por favor.

―Nos estamos hablando.

Así las cosas, el avión que se llevó a mi hijo despegó un lunes a las doce del día. Minutos antes discutí, para no variar en nuestra costumbre, con Julián.

―¿Qué pasó contigo? ¿Dónde te metes? Te he llamado un montón de veces al celular. ―Y, mientras lo decía, señalaba su reloj.

La sonrisa que había dibujado en mi rostro se me quedó congelada en un rictus tenso al escuchar sus reclamos.

―No quiero hablar contigo de ese tema. Estoy aquí, ¿no?

―Prestas tan poca atención al tiempo de los demás. Bonito ejemplo eres para nuestro hijo.

La mera verdad, tenía razón. Apenas había ya tiempo para nada más que una despedida intensa y precipitada. Los había hecho esperar más de cuarenta minutos ―el fin de semana, por lo general, el niño se quedaba con él―, porque tuve un incidente, de larga cola ―un neumático pinchado antes de salir de casa―, que ni siquiera había solucionado. Pero por alguna extraña descoordinación neuronal entre los canales del pensamiento y el lenguaje, las palabras salieron de mi boca.

―Uy, sí, mira quién lo dice. Tú, que armaste un desmadre al anunciar de la noche a la mañana que te ibas a vivir con otra.

El ímpetu iba en realidad dirigido a mí misma, porque la solidez de mi matrimonio había saltado por los aires un año atrás, y aún me faltaba la energía para mantenerme a flote, para agarrarme una vez más a las rutinas y responsabilidades como si en mi vida no hubiera habido un corte.

Mi hijo no nos dejó que siguiéramos discutiendo.

―Mamá, papá, cuando regrese no quiero volver a verlos pelear.

Nos dio un abrazo y se fue caminando hacia la sala de espera, junto con el resto de sus compañeros. Por más que quise retener su mano en mi mano, la distancia de sus pasos se la llevó consigo. Y mientras lo veía alejarse, en el penúltimo instante, la voz ruda de Julián sonó rotunda a mi espalda.

―¡Bruja!

Me di la vuelta como si no hubiera nadie más que nosotros en la terminal desbordada de prisas. Ni otros viajeros, ni otras despedidas. Ni otros padres despachando a sus hijos.

―¡Neandertal!

Y salí corriendo con el corazón dividido por la partida de mi hijo, por la indiferencia de Julián, por la frialdad con la que me trataba. Solo rabia y desconcierto, ese desconcierto me impulsó a tomar el metro, en lugar de buscar un taxi.

Con todo, los recuerdos no dejaron de ir y de venir dentro de mi cabeza, durante todo el trayecto ―que me pareció eterno por todos los trasbordos que tuve que realizar―, mi memoria retornó su rostro, su presencia, que todo lo llenaba. Su espalda caliente, durmiendo a mi lado. Su pelo negro, su risa, sus dedos, su piel. Pero por encima de todo se imponía la amarga sensación de haber sido traicionada por alguien en quien confiaba a ciegas.

Luego de cuarenta minutos de ir y venir, de subir y bajar escaleras, de correr para alcanzar los vagones, de tratar de orientarme para no perder la dirección de correspondencia, coroné mi destino y, mientras esperaba que el tren ligero se detuviera por completo, me distraje observando el ícono de la estación representado por la silueta de ese foro artístico considerado uno de los recintos de espectáculos más importantes del mundo: el Auditorio Nacional.

Un viento cálido, extraño en el mes de julio, como una segunda bienvenida al verano caluroso que sufría la ciudad de México, me embotó, produciendo en mi interior un desasosiego en cuanto las puertas se abrieron. Y entre el mar de gente, empujones, codazos, malas caras y vendedores ambulantes, olvidé hacer lo mismo que cuando nadas en mar abierto: no luches contra las olas, mejor fluye con estas.

Fue esa la primera vez que vi a Carlo, o mejor dicho, colisioné con él.

Nos encontramos en la estación del metro Auditorio, que daba directamente al Paseo de la Reforma. El auditorio y la avenida más importante y emblemática de la ciudad de México fueron testigos; al fondo estaba el Pabellón Coreano, y se adivinaba el museo de Antropología, donde yo trabajaba.

Quiso ayudarme, pero mi sola actitud evitó que lo hiciera. La multitud se arremolinaba junto a nosotros. Él me dijo:

―Lo siento.

Al verlo, ahora que lo pienso, no entiendo cómo su voz no me llevó a mirarlo a él, sino que, apresurada por llegar a mi trabajo, tomé conciencia de que iba retrasada.

Cuando recuerdo la escena, me asombra la desconcertante cantidad de información que está latente en nuestro cerebro y aparece viva cuando una noticia, un hecho, una circunstancia nos permite darnos cuenta de que esa información estaba en nosotros.

Subí con pasos presurosos las escaleras infinitas que tanto caracterizan a la línea naranja y asomé a la calle. Me dirigí al norte, hacia Paseo de la Reforma, con dirección a Rubén Darío; atravesé los Campos Eliseos, el Circuito de Gandhi y remonté levemente en la avenida Grutas.

A pesar de las decenas de años que transitaba por allí, esa caminata tenía, para mí, siempre un aire señorial, un esplendor de la belleza que encerraba el corazón de la ciudad. Amaba Reforma, ahí respiraba, incluso algún día amé y sufrí.

El caso es que, salvo por alguno que otro turista que venía en bermudas cargando una mochila y alguno que otro despistado sacando a pasear a su perro,

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