Un diamante ruso (Secretos de alcoba 2)

Christine Cross
Anne Marie Cross

Fragmento

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Prólogo

Gran Ducado de Hesse y el Rin. Julio de 1843

María Aleksándrovna acarició su prominente barriga y sonrió. Apenas en un par de meses sería madre de nuevo. Cerró los ojos y se recostó contra el respaldo del sofá mientras agradecía el silencio que se respiraba en la salita.

La vida en la corte le resultaba en extremo difícil de sobrellevar, sobre todo si tenía detrás a cada noble vigilando sus pasos y, en especial, a su suegra, la emperatriz Alexandra Fiodorovna, quien no había dado su aprobación al matrimonio con su hijo. Según su opinión, y la del resto de la aristocracia rusa, María era demasiado sencilla, sin encanto y carente de temas de conversación como para convertirse en la próxima Emperatriz consorte de Todas las Rusias, título que le correspondería en el momento en que su esposo, Alejandro Nikoláievich, asumiese el trono.

Lo cierto era que tampoco ella deseaba ese título ni las responsabilidades que conllevaba. Tenía diecinueve años, llevaba casada dos y ya había dado a luz una hija, Aleksandra, que pronto contaría con un hermano. Había conocido a su esposo en 1838, cuando Alejandro había viajado por Europa en busca de consorte. Tras su visita al Gran Ducado de Hesse, le había confesado que se había enamorado de ella y deseaba convertirla en su esposa. En ese entonces, María solo contaba catorce años, por lo que habían tenido que esperar a que ella cumpliese los diecisiete para casarse. Era demasiado joven, y nada la había preparado para las intrigas palaciegas.

Suspiró al tiempo que desviaba la vista desde los grandes ventanales de la sala hasta el libro que sostenía en sus manos. Le gustaba mucho leer, especialmente aquellos libros provenientes de autores ingleses, pero en la corte no tenía demasiado tiempo para permitirse ese lujo. Por eso, aprovechaba cada visita que hacía a su tierra natal.

No se avergonzaba de cambiar la fría San Petersburgo por Darmstadt, la capital del Gran Ducado, sobre todo cuando sabía que su esposo no la echaba de menos mientras se hallaba en brazos de alguna de sus amantes. Una tristeza amarga reposó en su corazón. Alejandro la amaba, a su manera, pero ella hubiera deseado que también le fuese fiel. Supuso que se trataba de un deseo poco realista. Clavó su mirada en las letras del libro, sin verlas, mientras pensaba en su padre, el Gran Duque Luis II, y en su madre, la princesa Guillermina de Baden, que había fallecido siete años atrás. Según sabía, ella, al igual que sus hermanos Alexander e Isabel, no eran hijos de Luis, sino de un amante de su madre.

La puerta de la sala se abrió, y María abandonó sus cavilaciones. Se giró para mirar al recién llegado.

—Buenos días, hermana. ¿Qué tal te encuentras hoy?

María dirigió una sonrisa agradecida a Alexander y aceptó su beso en la mejilla. Su hermano le había servido de escolta desde San Petersburgo, donde, siguiendo la tradición marcial de su familia, se hallaba sirviendo al ejército ruso.

—Muy bien, gracias. Esta noche me ha dejado descansar —respondió, mirando hacia su abultado vientre.

Alexander percibió la ternura en sus ojos oscuros.

—¿Eres feliz? —María y él se llevaban tan solo un año de diferencia, por eso se sentía más cercano a ella y a Isabel que a sus dos hermanos mayores, que tenían catorce y dieciséis años más que él—. ¿Te trata bien tu esposo?

—Por supuesto que sí. No debes preocuparte por eso. Soy feliz, aunque os echo mucho de menos.

Desde luego, no iba a compartir con su hermano las intimidades de su matrimonio. «Feliz» no era una palabra que la definiese, pero tampoco se consideraba desgraciada. Su esposo la trataba bien, tenía una hija maravillosa y otro que venía en camino, y, algún día, se convertiría en emperatriz.

Él tomó asiento a su lado y se quedó pensativo.

—Yo no sé si podría casarme con una mujer que me fuera impuesta —le confesó.

La preocupación nubló el rostro de María. Sabía por Alejandro que el zar Nicolás había considerado a su hermano como un posible esposo para su sobrina, y aunque se trataba de una joven hermosa y educada, también conocía las ideas románticas de Alexander, que deseaba casarse por amor. Y, por lo que había visto, mucho se temía que su hermano ya había entregado su corazón.

Aunque era menor que él, a veces se comportaba como si fuera su madre, sobre todo cuando creía que necesitaba un consejo.

—¿Hay alguna joven que te interese de manera especial?

Alexander suspiró y se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo.

—Ya sabes que sí, la condesa Julia.

—¿Julia de Hauke? —preguntó, sorprendida. La joven tenía apenas dieciocho años. Había quedado huérfana a la edad de cinco, por lo que, junto a su hermano Maurice, fueron puestos bajo la tutela del zar—. ¿Mi dama de compañía?

—Sí. Ya sé que es joven, ambos lo somos, pero, con el tiempo...

María salió de su estado de estupefacción.

—No se trata de eso, Sasha —lo interrumpió, usando el diminutivo cariñoso con el que siempre lo llamaba. No quería que lo que iba a decirle sonara como un mandato—. Tú eres príncipe y ella solo una condesa, no puedes pensar en casarte con ella.

A pesar de haber usado un tono dulce y suave, su hermano la miró como si lo hubiese abofeteado.

—¿Cómo puedes decirme eso, María? —repuso, dolido—. Creí que tú me comprenderías.

—Pero el Almanaque de Gotha deja claro que una unión así es imposible.

—Imposible. —Su tono elevado la sobresaltó tanto como la forma intempestiva en que se puso de pie—. ¿Acaso pide el corazón permiso para amar a alguien? ¿Qué importa lo que diga un miserable papel? No es palabra de Dios, solo de hombres.

Pero ese documento que se publicaba anualmente en Europa —y que compendiaba con todo detalle datos de las casas reales, la alta nobleza y la aristocracia europeas, así como datos del mundo diplomático—, podía destruir la vida y la carrera de su hermano, pensó María. Si Alexander se empeñaba en seguir con aquella locura lo exiliarían, ya que era inconcebible que un miembro cercano de la familia imperial se desposase con una simple condesa.

—Piensa en las consecuencias, Sasha.

—¿Y qué importan las consecuencias, María, si estás al lado de quien amas? Hablas así porque nunca has estado enamorada. —Apenas terminó de pronunciar las palabras, se arrepintió. Su hermana no había hecho sino cumplir con su deber al casarse con Alejandro; no había tenido ninguna otra posibilidad. Se arrodilló ante ella y la tomó de las manos—. Lo siento. No quería decir...

Ella acunó su mejilla en un gesto tranquilizador.

—Lo sé. Sabes que te apoyaré decidas lo que decidas. Solo deseo que estés seguro del paso que vas a dar.

Su hermano asintió despacio.

—No tenemos prisa, como te he dicho, ambos somos demasiado jóvenes. —La besó en la mejilla—. Tengo que irme, nuestro hermano, Luis, quiere hablar conmigo. Supongo que también querrá sermonearme.

El intento de bromear no consiguió alejar el punzante dolor que sus anteriores palabras habían provocado en ella. Su relación con Alejandro había sido impuesta por las circunstancias, ambos eran nobles y príncipes, y su matrimonio era bueno para las relacione

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