Amor en reformas

Mar P. Zabala

Fragmento

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Capítulo 1

Nuria no se podía dormir. Se había acostado una hora antes de lo que solía hacerlo porque tenía que madrugar y quería descansar.

Era inútil. Los nervios se habían apoderado de ella. Varias veces había cogido el móvil de la mesilla para echar un rápido vistazo a las redes, algo que sabía que no debía de hacer si quería conciliar el sueño.

Desesperada había abierto la aplicación del último juego al que se había enganchado, con la firme intención de jugar una única partida, que al final habían sido cinco.

Notaba un dolor profundo e intenso, en la parte de atrás de la cabeza, que le bajaba por el cuello hasta agarrotarle los hombros. Resignada, optó por la única solución posible: levantarse, darse una ducha y desayunar.

En su imaginación la reforma de la cocina y del baño era algo rápido y sencillo. Unas molestias un mes, y después podría disfrutar de un bonito piso reformado en pleno centro de Mérida. Con lo que había ahorrado, tras años trabajando de profesora de Lengua en un colegio, y con una ayuda generosa de sus padres, se había independizado.

No es que no hubiera vivido sola antes, es que lo había hecho en otra ciudad. Y en ese momento, residiendo en la de sus progenitores, se hacía raro no hacerlo en su propio hogar, a sus treinta y dos años.

Durante una década había permanecido en Cáceres, en un piso alquilado cerca del recinto amurallado, donde le gustaba perderse paseando las tardes de invierno y ver la cara de asombro de los turistas ante unos edificios tan bien conservados. Una vez que se traspasaba el arco de entrada, daba la impresión de haber viajado en el tiempo hasta el medievo.

Había hecho su grupo de amigos con otros profesores y se sentía a gusto. Salían a caminar, celebraban comidas por cualquier motivo y no faltaba una disculpa para tomar una copa. Incluso, algún fin de semana había preferido quedarse allí, en lugar de regresar a su ciudad natal, porque había quedado para ir al cine y luego cenar en algún bar interesante.

Sin embargo, una mañana de últimos de mayo, entre exámenes finales y reuniones, había llegado la noticia. Cerraban el colegio. Ya no abriría sus puertas en septiembre, con el inicio de curso.

Debería de haberse preparado unas oposiciones, como habían hecho compañeras de carrera, y así obtener una plaza fija en algún instituto. Pero había desoído el consejo y se había acomodado a ese puesto caído del cielo a través de unos amigos de sus padres. Estaba tan cerca de su hogar de la infancia que no se había podido resistir.

Aunque al principio había pensado estudiar algo, el transcurrir de los meses la había hecho abandonar la idea. Cuando terminaba su jornada escolar, lo que menos le apetecía era encerrarse en su habitación e hincar los codos como había hecho durante su infancia y su época universitaria.

En ningún momento había creído que su puesto podía estar en peligro. El centro escolar llevaba abierto desde finales de los ochenta, y nada hacía presagiar que algo fuera a cambiar.

—Un constructor les ha hecho una oferta económica tan buena a los dueños que han decidido vender —le explicó un compañero de trabajo.

—El colegio tiene muchos alumnos. En cada curso escolar se queda alguien fuera, sin plaza. No lo entiendo.

—Nuria, si te dan un cheque con muchos ceros y se acaban tus preocupaciones monetarias de por vida, ¿qué harías?

Seguramente, lo que sus jefes habían hecho sin dudarlo un instante: empaquetar sus cosas e irse a Galicia, para estar más cerca de sus hijos y de sus nietos.

Su madre estaba encantada de tenerla de nuevo en casa, pero a Nuria esas paredes —en otro tiempo, amadas— se le caían encima. El verano no lo había llevado mal, puesto que formaba parte de su rutina pasar la época estival en Mérida y hacer un viaje de una semana, con su prima Angélica, a la costa para bañarse en el mar y tomar el sol.

El otoño, con sus reducidas horas de luz, y sin saber qué hacer con tanto tiempo libre, estaba siendo más agobiante para ella. No se adaptaba a la rutina de sus padres ni a tener que dar cuentas de sus entradas y salidas como cuando era una niña.

Tras la enésima discusión por no haber avisado de que no iba a ir a cenar, decidió que tenía que buscar su propio nido.

«Eres una desconsiderada. ¿Tanto te cuesta llamarnos? Así sé si debo tener la sopa caliente para las nueve o para las diez», se quejó su madre. ¡Las diez! ¿Tenía toque de queda de nuevo?

Cerca del Arco de Trajano, en un edificio de cinco plantas, una mañana había visto un cartel que avisaba que se vendía un piso. No se había podido resistir y había llamado al teléfono que figuraba en el anuncio.

Era de una pareja que se estaba divorciando y deseaba deshacerse de las ataduras que tenían en común. El marido había recibido la casa como parte de una herencia familiar, y solo habían vivido dos años allí, después de haberse convertido en sus legítimos propietarios. El precio era mucho más barato que ningún otro en el mercado. No lo había dudado.

Había empleado parte de sus ahorros en adquirirlo, salvo unos miles de euros que se llevaría la reforma, y sus padres habían corrido con los gastos de notario y del registro.

Tendría que subsistir con los guisos de su madre, con las clases particulares que daba y con su esporádico trabajo como traductora de prospectos de fármacos. Era una ocupación que había encontrado en internet, gracias a una amiga del colegio.

«No te sacará de pobre, pero sí te dará para mantenerte sin grandes lujos. Pagan bien y es un trabajo cómodo para hacerlo desde casa».

Era escéptica pero, cuando había llegado el primer ingreso a su cuenta, había dejado de serlo. Se manejaba con el inglés y tenía conocimientos básicos en francés y alemán. Resultaba ser suficiente. Los primeros le habían costado pero, al cabo de un tiempo, los términos se repetían y le había cogido el tranquillo.

Era un piso antiguo que no había visto un obrero en décadas. La cocina estaba amarillenta por la grasa acumulada durante años, con armarios de formica en tono verde. El baño parecía digno de una casa victoriana, con sus pequeños azulejos blancos y con su bañera de patas en forma de garra, resquebrajada. Estaba segura de que, si se metía en ella, tendría pesadillas toda la noche.

—Quizás, con una buena limpieza —le sugirió su prima Angélica, que era su mejor amiga.

—Ni con dos litros de quitagrasa y un paquete de estropajos lograríamos eliminar la suciedad acumulada.

—¡¿Lograríamos?! Te quiero, primita, pero yo te espero sentada en esa cafetería de enfrente, tomando un trozo de tarta de chocolate.

Nuria la miró con envidia. Era puro huesos y piel. Era profesora de yoga y daba clases en un centro al que ella estaba apuntada dos días a la semana. Angélica enseñaba allí desde las diez de la mañana hasta las ocho y media de la tarde. Eso explicaba su constitución de goma y su vitalidad.

—Voy a mirar tiendas de cocina y baños y a pedir presupuesto.

Y justo eso fue lo que había estado haciendo hasta que dio con una encantadora pareja de interioristas —Jorge y Marta— que habían plasmado en sus diseños, por ordenador, lo que ella quería.

Una cocina moderna, con muebles blancos canto

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