La hacker

Nunila de Mendoza

Fragmento

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Capítulo 1

—¡La encontró! —exclamó Sebastián Taylor, dando una palmada a su escritorio. Había esperado esa llamada por seis meses, durante los cuales imaginó el momento preciso cuando algunos de los múltiples detectives que había contratado dieran con ella. Había gastado una pequeña fortuna, pero lo consiguió. Por fin tenía la dirección, sabía dónde vivía. Se sorprendió de pensar que todo ese tiempo había estado tan cerca. Sí que era hábil para ocultarse. Hasta los sabuesos más experimentados habían caído rendidos ante su habilidad. Era, ¿cómo la habían llamado?, un fantasma. Y en ese momento él podría saldar cuentas con ese fantasma.

Seis meses antes…

—No existe Heather Santana —le decía uno de los jefes de seguridad informática de la compañía—. Si usted no afirmara que la vio, diríamos que en verdad es producto de su imaginación.

—Sebastián, repasemos esto de nuevo. —Michael, su amigo y socio, hablaba agitado, sudando copiosamente, se pasaba otra vez un pañuelo arrugado en la frente y el cuello—. Y, por favor, esta vez trata de contar la historia a detalle, sin obviar ninguna información

—¿Otra vez? —contestó Sebastián incómodo ante el interrogatorio—, ya les conté todo lo que pasó.

—Mira, Sebastián —le dijo, a su turno, David, su otro socio y amigo, que recorría nervioso la oficina de un lado a otro—, y piensa lo que te voy a decir. Te estás jugando la compañía, tu nombre y nuestro futuro. Haz un esfuerzo, repasa todo lo que pasó esa noche

Sebastián dio un suspiro de cansancio, ajustó los labios y empezó de nuevo su relato.

—Salí de la reunión de Navidad, fui al bar de siempre para ver el partido de los Yankees. Había discutido con mi padre por teléfono, para variar, y sí, quizás bebí una cerveza de más. Se acercó una hermosa mujer. De estatura media, joven, bonito rostro, unos bellos ojos algo rasgados.

—¿Tipo asiática?

—No lo sé, me pareció más latina. Joven, ojos cafés, cabello muy negro. Tropezó conmigo cuando regresaba de los servicios, llevaba una bebida que derramó en mi saco. A modo de disculpa, me invitó una cerveza. Acepté. Bebimos por un rato. Era encantadora, graciosa, muy simpática y… —Hizo una pausa y, algo ruborizado, exclamó—: ¡A la mierda! La mujer más sensual que he visto en mi vida. A media noche le ofrecí, o ella me lo propuso, no recuerdo. La cosa es que terminamos en mi casa. Sí, tuvimos sexo. Cuando desperté en la mañana, no había señales de ella.

—¿Algo se perdió en tu casa? —preguntó David al otro lado de la mesa.

—No, nada —contestó Sebastián—. Pensé también que podía ser una ladrona cuando no la vi en mi departamento al despertar. Revisé mis cosas, no había desaparecido nada, estaba todo completo. Los objetos más valiosos: el Monet, mis Rolex, la colección de pistolas antiguas. Las miniaturas de porcelana de mi madre. Todo estaba en su sitio

—Los detectives —agregó Michael, quien seguía sudando copiosamente— no encontraron ninguna huella en todo el departamento. Borró por donde pasó. Y tú —dijo señalando a Sebastián— tuviste la genial idea de lavar las sábanas. Adiós ADN.

—No quería importunar al servicio —murmuró Sebastián avergonzado—. Debió drogarme para no despertar hasta el día siguiente. ¡Qué se yo! ¿Cuánto tiempo le llevó vaciar los datos desde mi computadora? —preguntó eso mirando a los ingenieros informáticos.

—De su computadora lo hizo en dos minutos y treinta y tres segundos —contestó el ingeniero leyendo los informes—. Tomó los accesos, las claves de seguridad del edificio. Luego se acercó físicamente a las oficinas, a un radio de tres metros por lo menos. Hemos visto por las cámaras un automóvil sospechoso manejado por una mujer, a la hora estimada. Pero no se distinguen los rasgos de la persona como para hacer una identificación por el sistema. El coche era alquilado y no hay nada en el registros de quién lo rentó.

—Fue muy lista. —En ese momento, habló por primera vez el detective informático que habían contratado cuando descubrieron el robo de sus sistemas—. Quería el sistema de seguridad del edificio para cortar la electricidad. Para entrar al sistema por la red wifi. Primero, cortó la luz a distancia y luego entró. El sistema de firewall es el último en cargar cuando se vuelve a prender el circuito eléctrico, en ese intervalo de segundos creó una conexión paralela, una segunda red con el mismo nombre. Lo que llamamos una «gemela malvada». —Aunque su voz era seria, Sebastián pudo detectar un brillo de malicia en su mirada, parecía estar entusiasmado con la habilidad de la hacker—. Una vez en la red, entró con facilidad a los servidores. Es muy hábil.

—Es una experta en informática, o el equipo que trabaja con ella —agregó otro ingeniero informático presente, algo apenado. De los tres socios que eran dueños de la compañía MDS, Sebastián Taylor era al que más estima le tenían él y la mayoría de los trabajadores. Por lo correcto y amable. Le apenaba que justo a él le hubiera ocurrido esa emboscada—. Revisé las cámaras del bar y de la entrada de su casa. Nunca dio la cara, no hay manera de poder identificarla. Hasta el sitio donde se sentó en el bar era estratégico, no se puede ver su rostro.

—Es decir —intervino David—, sabía de antemano dónde estaban las cámaras. Sabía la hora que llegabas al bar, dónde sueles sentarte, dónde está tu departamento. Esto fue planificado con mucho tiempo de anticipación. Sabía que los socios teníamos esas claves de seguridad. Lo planearon muy bien.

—Aún no puedo creerlo. —Suspiró Sebastián

Despertó adolorido, pero sonriente. Volteó para abrazar a la hermosa mujer que lo había hecho pasar una de las mejores noches de su vida. Pero ella no estaba. Se levantó y la buscó por todo el departamento, lo cual fue en vano. Entonces recordó que no sabía nada de ella salvo su nombre. Un frío corrió por su cuello. Inmediatamente fue a su saco a buscar la tarjeta de presentación que le había dado en el bar. No estaba. Comenzó a buscar sus objetos más preciados. Todo estaba completo. Se sintió fastidiado de que se hubiera ido sin avisarle. Pero al menos no era una ladrona. Fue a tomar un baño, luego se sentó a beber un café, preguntándose cuántas veces tendría que ir a ese bar para encontrarla de nuevo, cuando una llamada de la compañía lo hizo salir de su casa como un rayo.

—¿Estás seguro? —preguntó, incrédulo, cuando escuchó la noticia.

—La alerta sonó a las tres de la mañana —le explicó David—. Alguien se metió a nuestro sistema. Toda nuestra información: nuestros softwares, cuentas de los bancos, proyectos, próximos lanzamientos, clientes, personal, códigos internos. Todo.

Sebastián quedó en schock cuando a la hora siguiente el experto en informática de la compañía informó que el corte de electricidad lo habían hecho con su clave de seguridad. Es decir, la fuga provenía de su computadora personal.

—No es posible —dijo él asustado—. Yo no me puedo robar a mí mismo.

—Es cierto, es tu IP, es tu máquina —exclamó Michael—. ¿Cómo fue posible? ¿Alguien entró a tu casa ayer en la noche?

Fue el principio de la pesadilla. Del trabajo de tantos años, el nombre ganado, la sati

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