La hermana perdida (Las Siete Hermanas 7)

Lucinda Riley

Fragmento

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Recuerdo con exactitud dónde me encontraba y qué estaba haciendo cuando vi morir a mi padre. Estaba más o menos donde ahora, acodada en la barandilla del porche de madera que rodea nuestra casa, viendo a los vendimiadores avanzar por las cuidadas hileras de vides colmadas con los frutos del año. Me disponía a bajar por la escalera para sumarme a ellos cuando, con el rabillo del ojo, vi que, de pronto, mi padre, que era grande como una torre, desaparecía de mi vista. Al principio pensé que se había arrodillado para recoger un racimo de uvas descarriado —detestaba el desperdicio, fuera del tipo que fuese, rasgo que él atribuía a la mentalidad presbiteriana de sus padres escoceses—, hasta que los vendimiadores de las hileras vecinas salieron disparados hacia él. Desde el porche salvé a la carrera los cien metros que me separaban de mi padre. Para cuando llegué, uno de ellos le había abierto la camisa e intentaba reanimarlo con compresiones en el pecho y el boca a boca y otro había llamado a urgencias. La ambulancia tardó veinte minutos en llegar.

Incluso cuando lo subían a la camilla, yo ya sabía, por el aspecto céreo de su tez, que no volvería a escuchar esa voz potente y profunda que contenía tanta gravedad y que, sin embargo, podía transformarse en un segundo en una risa ronca. Con las mejillas bañadas en lágrimas, besé suavemente las suyas, curtidas y rubicundas, le susurré que lo quería y le dije adiós. En retrospectiva, esa terrible experiencia fue surrealista: la transición de estar tan lleno de vida a, en fin…, nada salvo un cuerpo vacío, exánime, era imposible de asimilar.

Después de meses padeciendo dolores en el pecho que papá fingía que eran indigestiones, por fin había aceptado ir al médico. Le dijeron que tenía el colesterol alto y que debía ceñirse a una dieta. Mi madre y yo nos desesperábamos porque él seguía comiendo lo que le apetecía y bebiendo una botella de tinto con la cena de cada noche. Así pues, la conmoción no debería haber sido tan grande cuando, finalmente, sucedió lo peor. Supongo que lo creíamos indestructible, su fuerte personalidad y su afabilidad alimentaban esa ilusión, pero, tal como mi madre señaló con pesimismo, a fin de cuentas no somos más que carne y huesos. Por lo menos había vivido como había deseado hasta el final de sus días. Tenía setenta y tres años, un hecho que a mí nunca me cuadró con su fortaleza física y su pasión por la vida.

El resultado era que me sentía timada. Al fin y al cabo, yo solo tenía veintidós años, y aunque siempre había sabido que había llegado tarde a la vida de mis padres, no caí en la importancia de ese detalle hasta que papá murió. Durante los primeros meses después de su pérdida sentí rabia ante aquella injusticia; ¿por qué no había llegado antes a su vida? Mi hermano mayor, Jack, que tenía treinta y dos, había disfrutado de papá diez años más que yo.

Mamá percibía mi enfado, aunque yo nunca comentaba nada. Y entonces se me comían los remordimientos, porque ella no tenía ninguna culpa. La quería tanto…, siempre habíamos estado muy unidas, y era evidente que ella también sufría. Nos esforzamos por consolarnos mutuamente y, de alguna manera, conseguimos superarlo juntas.

Jack también se portó de maravilla, dedicó la mayor parte de su tiempo a revisar las tremendas repercusiones burocráticas de la muerte. Además, tuvo que ponerse al frente de The Vinery, el negocio que mamá y papá habían levantado de cero; por suerte, papá se había encargado de formarlo bien.

Desde que Jack era poco más que un bebé, papá se lo llevaba cuando emprendía el ciclo anual de cuidar de las preciadas vides que entre febrero y abril, dependiendo del clima, producirían las uvas que más tarde se recogerían y con el tiempo resultarían en las deliciosas —y recientemente premiadas— botellas de pinot noir que se apilaban en el almacén, listas para exportarlas a toda Nueva Zelanda y Australia. Papá había guiado a Jack en cada paso del proceso, y para cuando cumplió doce años tal vez hubiera podido dirigir al personal, tales eran los conocimientos que le había transmitido.

A los dieciséis, Jack anunció que quería unirse a papá y dirigir The Vinery algún día, lo que satisfizo muchísimo a nuestro padre. Estudió gestión empresarial en la universidad y luego empezó a trabajar a tiempo completo en el viñedo.

—No hay nada como dejar un legado próspero —exclamó papá alzando la copa después de que Jack pasara seis meses en un viñedo de la región australiana de Adelaide Hills y lo declarara preparado—. Puede que algún día también tú te unas a nosotros, Mary-Kate. ¡Por la presencia de viticultores McDougal en estas tierras durante los siglos venideros!

Jack se había sumado al sueño de papá, pero a mí me había sucedido lo contrario. A mi hermano le fascinaba de verdad elaborar vinos espléndidos, pero además tenía una nariz capaz de detectar una uva solitaria a un kilómetro de distancia y era excelente como empresario. Yo había pasado mi infancia y adolescencia viendo a papá y a Jack patrullar las vides y trabajar en lo que llamábamos con afecto «el laboratorio» (en realidad, poco más que un cobertizo con tejado de hojalata), pero otras cosas habían captado mi interés. Ahora veía The Vinery como una entidad separada de mí y de mi futuro. Eso no me había impedido trabajar en nuestra pequeña tienda durante el colegio y las vacaciones universitarias, o ayudar siempre que se me necesitaba, pero el vino no era mi pasión. Aunque papá pareció decepcionado cuando le dije que quería estudiar música, tuvo la gentileza de entenderlo.

—Me alegro por ti —dijo abrazándome—. La música es un dominio muy amplio, Mary-Kate. ¿Qué parte de ella ves como tu futura carrera?

Le conté con timidez que algún día me gustaría ser cantante y componer mis propias canciones.

—Ese es un sueño magnífico, y solo puedo desearte suerte y decirte que tu madre y yo te apoyaremos siempre.

—Me parece maravilloso, Mary-Kate, en serio —dijo mamá—. Expresarte a través de las canciones es algo mágico.

De modo que música fue lo que estudié; me decanté por la Universidad de Wellington, que ofrecía una titulación de primer orden, y disfruté de cada segundo. Disponer de un estudio de última generación donde grabar mis canciones, así como estar rodeada de otros estudiantes que vivían para esa misma pasión, era increíble. Formé un dúo con Fletch, un buen amigo que tocaba la guitarra rítmica y cuya voz armonizaba con la mía. Conmigo en el teclado, conseguimos algún que otro bolo en Wellington, y el año pasado actuamos en el concierto de graduación; fue la primera vez que mi familia me veía cantar y tocar en directo.

«Estoy muy orgulloso de ti, MK», había dicho papá antes de envolverme en un abrazo. Fue uno de los mejores momentos de mi vida.

—Y aquí estoy un año más tarde, con mi título bajo el brazo y todavía rodeada de viñas —farfullé—. En serio, MK, ¿de verdad creías que So

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