Más allá del deseo

Lorena Grande

Fragmento

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Capítulo 1

21 de junio. El verano acababa de entrar oficialmente en Los Ángeles. Un reguero constante de turistas y nativos se mezclaban en el Paseo de la Fama, fundiéndose con el constante rugido de los coches y autobuses que atravesaban la ciudad de una punta a otra. Ese día se daba el pistoletazo de salida a las vacaciones de verano y miles de estudiantes se reunían en diversos puntos de la ciudad para ir a dar una vuelta por Venice Beach, el Ocean Front Walk o la playa de Santa Mónica.

Excepto Elizabeth.

—Venga ya, Lizzy —protestaba Allyson, su mejor amiga—. Todos van a ir. Si tú no vas, yo no lo haré tampoco.

Elizabeth Evans hizo gala de su vena asiática y puso cara de póker. Allyson sabía perfectamente que ella odiaba las acumulaciones de personas.

—No voy a ir —le repitió, por enésima, vez Elizabeth, alzando una mano y señalándole el camino más directo para ir a la zona de la catedral.

Allyson puso los ojos en blanco. Era consciente de que tenía la batalla perdida si la expresión de su mejor amiga no variaba un ápice.

—Está bien, aguafiestas, pero a cambio tienes que acompañarme al Black Wings.

Elizabeth dejó de caminar de inmediato por uno de los muchos caminos del Palisades Park. Algunos corredores se tropezaron con ella y soltaron improperios, pero Elizabeth los ignoró. Estaba acostumbrada a oír cosas por el estilo.

—Ni en broma —dijo, convencida al mil por mil de no acompañar a su amiga—. Es un antro. Sabes que odio ir.

—Me lo debes —insistió Allyson, la agarró del brazo y tiró de ella hacia el exterior del parque—. Es el pago por no acompañarme a Santa Mónica. Aunque no esperes que lo deje pasar. Este año haré que te montes conmigo en la noria.

«Claro, igual que no lo conseguiste el año pasado», apuntó Elizabeth en su cabeza, aunque prefirió morderse la lengua. No le quedaba otro remedio que ceder. Además, Allyson sabía que Elizabeth prefería ir al Black Wings a pasar el día entre cientos de turistas y nativos.

El Black Wings era un local esotérico. Allyson estaba obsesionada con todo lo que tuviese que ver con los astros, la magia blanca y oscura, los amuletos y todo tipo de objetos. Una vez al mes, arrastraba a Elizabeth al negocio para conocer las últimas novedades. Por eso, Amélie, la dependienta perenne del local, saludó a las chicas con una sonrisa enorme de sus labios pintados de negro en cuanto atravesaron el umbral de la puerta y sonó el repiqueteo de la campanita colgada del techo.

Elizabeth se soltó entonces de Allyson y dejó que avanzase un poco más rápido. Enseguida, el olor de las velas aromáticas y del incienso que no dejaba de quemarse en el pequeño mostrador de madera hizo que empezase a dolerle la cabeza. No obstante, lo aguantaba con entereza, tal y como sus padres le habían enseñado a hacer cuando no se sentía cómoda en algún sitio. Además, a su mejor amiga la hacía feliz que la acompañase a ese sitio y, siendo justos, prefería ir con ella al Black Wings todos los días que quedarse sola.

Porque sí, Elizabeth era una de esas chicas que no conseguía congeniar con mucha gente; no porque fuese antisocial o tuviese algún problema para relacionarse con las personas, sino precisamente porque acaparaba demasiada atención y el resto de las chicas la veían como una rival. De modo que Elizabeth había tenido que adoptar una actitud que no iba para nada con ella, reservada y poco amigable. Ella siempre le echaba la culpa a sus genes. Su madre fue modelo y su padre, actor secundario en varias series, aunque ahora trabajaba como médico en uno de los hospitales más prestigiosos de Los Ángeles. Elizabeth tenía que sacar algo de su belleza, y tanto que lo hizo.

Allyson siempre tenía alguna buena palabra para ella. Los ojos de Elizabeth, de un intenso azul cielo, destacaban en medio de su pelo negro y liso, que le llegaba un dedo por encima de los hombros. Había sacado las curvas de su madre, descendiente de ricas familias chinas, mientras que de su padre había heredado el carisma y el humor americanos. Elizabeth, con su piel pálida, creaba un contraste de colores que abrumaba a la mayoría de las personas. Imponía a la par que atraía, lo cual le había valido numerosas críticas envidiosas por parte de sus compañeras de clase desde que era muy pequeña.

Únicamente, Allyson se había mantenido a su lado desde los quince años. De alguna forma, Elizabeth sentía que, acompañándola en sus extrañas aficiones, le pagaba por la compañía, el cariño y el apoyo que Allyson llevaba brindándole ya seis años.

—¡Mira, Lizzy! —exclamó entonces Allyson, atrayendo toda su atención.

Elizabeth caminó hasta una mesa recubierta por una tela de fondo rojo con rayas de varios colores y un tapete blanco, donde había todo tipo de objetos. La mayoría de ellos eran brujitas de la suerte para la salud, el amor y esas cosas. A su lado, había unss figuras con forma de árbol que, según rezaba en el cartelito bajo ellos, eran Árboles de la Vida. A su derecha, Elizabeth atinó a ver pulseritas de charms con diferentes amuletos de la suerte de plata: tréboles de cuatro hojas, herraduras, patas de conejo… Y, a la izquierda, había un libro que parecía como otro cualquiera. Allyson tenía los ojos fijos en una de las pulseritas de charms.

—Es genial, ¿no? Tener todos estos amuletos es garantía de buenas noticias —comentó, claramente emocionada.

Elizabeth sonrió, pero no dijo nada. Ella nunca se había tragado las leyendas esas de que la constelación que había en el cielo cuando nacías dictaminaba tu forma de ser, tu color favorito y tu piedra. Tampoco creía en los cuentos de la buena o la mala suerte, los conjuros para limpiar el aura, las velas que ahuyentaban demonios y los espíritus benévolos que vagaban por la tierra vigilando a sus seres queridos. Elizabeth era atea en todos los sentidos de la palabra. Sin embargo, sus ojos viajaron hasta el extraño libro.

Alargó una mano y lo cogió con cuidado de no tirar las cosas que tenía al lado. Lo estudió y descubrió que en el lomo rezaba el título con letras doradas.

El Libro de los Deseos

Elizabeth frunció el ceño, más por extrañeza que por otra cosa. En todos los años que llevaba entrando en aquella tienda, jamás había visto algo que indicara que podía hacer realidad los deseos de nadie. De modo que, después de asegurarse de que Allyson estaba demasiado entretenida con sus charms como para prestarle atención, Elizabeth abrió el libro, dispuesta a leer lo que tuviera escrito. No obstante, solo la primera página del libro estaba escrita.

Si un deseo quieres realizar,

su precio has de pagar.

Elizabeth reprimió un bufido. «¿En serio?».

—Tienes buen gusto, Lizzy —dijo entonces una voz a su espalda, que la hizo sobresaltar y que el libro se le escapara de las manos hacia el suelo.

La dependienta se agachó a recogerlo y Elizabeth musitó una tímida disculpa.

—¿Te gusta? —preguntó la mujer, de manera que Allyson se giró de inmediato para ver qué había atraído la atención de su amiga la escéptica.

Elizabeth se encogió de hombros, quitándole importancia. Solo lo había cogido porque le había llamado la atención. Precisamente, aquel libro parecía la cosa más normal del mundo, comparado con todos lo

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