Por siempre tú (Una aventura en el amor 3)

A.S. Lefebre

Fragmento

por_siempre_tu-1

Prólogo

Londres, abril 1818

Alexandra sabía que era una muy mala idea.

Se suponía que una dama no debía estar en el jardín a esas horas de la noche, en medio de un baile, teniendo en cuenta que cientos de invitados se encontraban en el salón y que podría afectar su reputación si era descubierta. Sin embargo, se dejó convencer por Henry.

Su hermano estaba locamente enamorado de una dama, cuyo padre no le permitía que bailaran o cruzaran palabra con ella y, para su desgracia —o suerte—, la muchacha no le era indiferente. Alexandra aún no lograba comprender cómo se habían convertido en amantes secretos que solían reunirse a escondidas en los distintos eventos. De cierta manera, ella era su alcahueta y les servía de tapadera de la forma en que lo estaba haciendo en aquel momento, para que la enamorada de él se escapara en su compañía con la excusa de que ambas tomarían un poco de aire, solo para que ellos pudiesen verse unos minutos.

Alexandra se preguntaba si había sido la barba de Henry o su aspecto despreocupado lo que la había cautivado, o las palabras que le había brindado al conocerla. Lo que hubiera sido los había unido y, en ese instante, estaban a pocos metros, teniendo una cita prohibida entre las sombras mientras ella hacía de guardiana, rogando al cielo para que el padre de lady Isabella no se dispusiera a buscarla y la encontrara. Se suponía que ese era el motivo por el que ella estaba ahí; para avisarles. Aunque no se le ocurría por nada del mundo interrumpir a los enamorados, no, si eso implicaba hacerlo en medio de una escena... bueno, haciendo lo que no debían.

Si era sincera, se alegraba de que por fin su hermano hubiera encontrado una mujer que lograra conquistar su corazón y tenía la sospecha de que en cualquier momento terminarían fugándose a Gretna Green. Así se ganarían como enemigo al marqués, el padre de la muchacha, debido a que las expectativas del hombre por casar a su hija eran muy altas. Podía asegurar que Henry huiría hasta el fin del mundo solo por estar con ella.

Un escalofrío recorrió su cuerpo al escuchar el crujir de las hojas al ser pisadas, lo que puso todos sus sentidos en alerta. Agudizó los oídos al notar que se acercaba más y percibió que no era otra pareja de escapada furtiva: era solo uno. Permaneció inmóvil temiendo que se tratara del padre de lady Isabella. Tenían algunos minutos fuera y era casi seguro que ya habían notado su ausencia en el baile, aunque uno de los amigos de su hermano se iba a encargar de distraer al marqués. Temerosa, caminó para aproximarse donde se encontraba Henry. No avanzó ni dos pasos. Chocó con un pecho fornido que la hizo trastabillar; pronto se vio envuelta en unos gruesos y cálidos brazos que la hicieron estremecer. Dudosa de lo que pudiera encontrar al descubrir a su captor, se embriagó de su aroma. Despacio subió la mirada, visualizando un varonil rostro y un par de brillantes ojos, que destellaban con la poca luz que llegaba de las farolas del jardín. Supo que eran claros, pese a que no distinguía bien su color. Lo que sí notó fue la intensidad con que la miraban, y una sensación extraña se le clavó en el estómago.

Se lamió los labios y percibió cómo él dibujaba una ligera sonrisa de medio lado. Sabía quién era el caballero; sin embargo, su cerebro había dejado de funcionar al sentirse tan cerca de ese majestuoso adonis. Suspiró perdiéndose en su mirada.

Lo vio inclinar el rostro y se estremeció cuando los labios del él rozaron los suyos; cerró los ojos, deleitándose por la caricia, y se dejó llevar por las mil sensaciones que recorrieron su cuerpo. Él la besó despacio, persuadiéndola con lentitud, buscando con cada roce la entrada en su boca. Ella no demoró en complacerlo y él se permitió saborearla, lo que provocó que sus piernas se volvieran gelatina. Entrelazó los brazos a su cuello al sentir que iba a caer y él aprovechó para acercarla más. Alexandra subió al cielo en ese momento y no quería bajar de ahí, pese a que la conciencia le gritaba que eso estaba mal.

Un ruido la llevó de vuelta a la realidad y dejó de besar al extraño. Se separó de él bruscamente y estuvo a punto de caer si no la hubiese sostenido. Fue entonces cuando miró en detalle su rostro y su cerebro funcionó. El caballero que la besó era lord Francisco Hemsley, conde de Berwick, uno de los caballeros más apuestos de Londres; también un libertino con no muy buena reputación y el hombre por el que había suspirado desde que había hecho su debut en la temporada.

—No debió besarme —protestó ella fingiendo indignación.

Francisco arqueó una ceja.

—Y usted no debió responderme, ¿o pensaba que era su cita? —replicó con sarcasmo.

Su voz era tan varonil... Hasta el momento no había tenido la oportunidad de escucharla; de hecho, era la primera vez que estaba tan cerca de él.

—Yo... yo no tenía ninguna cita —contestó molesta.

Alexandra cerró la boca al escuchar nuevamente el ruido y abrió los ojos, muy sorprendida. Era un gemido. ¡Por todos los demonios!, ¡mataría a su hermano!

—Veo que alguien si se la está pasando... —El conde guardó silencio al escucharla mascullar una serie de improperios y dibujó una sonrisa. No era común que las damas hablaran de esa forma, al menos no las debutantes que conocía, y todo indicaba que lo era.

No tenía ni idea de qué lo había impulsado a besarla (quizás, su belleza: ella era toda una deidad). O podría haber sido la forma como lo había mirado. Fuera lo que fuere, la besó y lo disfrutó como jamás lo había hecho con sus muchas amantes.

—Supongo que está aquí encubriendo a alguien —comentó atrayendo su atención—. ¿Su amiga, quizás?

Alexandra lo observó con el ceño fruncido. Estaba furiosa.

—Mi hermano, y voy a matar a ese truhan.

Francisco soltó una carcajada, que fue interrumpida por los susurros que se escuchaban cerca; ambas se percataron de que alguien se aproximaba, y debía actuar.

—Creo que es momento de interrumpir a la feliz pareja —sentenció él.

Alexandra asintió.

—Sí, solo espero que ya hayan terminado —siseó entre dientes.

—Iré hacia ellos y les daré la advertencia como lo haría cualquier buen samaritano: usted puede regresar.

Alexandra lo miró sorprendida.

—No puedo hacerlo sin ella, o su padre sospechará.

—En ese caso, espere aquí; solo no deje que alguien la vea, y con eso compenso lo del beso —concluyó con picardía.

Por un segundo, Alexandra olvidó que el conde la había besado; aquel fue su primer beso y había sido con el hombre que siempre había soñado y quien, hasta el momento, no era consciente de que ella existía, ¿o sí?, tampoco es que fuera necesario; por su reputación, lo mejor era que se mantuviera alejada de él.

—Dudo que eso tenga compensación, milord. —Y, sin decir más se alejó, sintiendo que el corazón se saldría de su pecho en cualquier momento. Tras haber dado la vuelta y haber avanzado, una radiante sonrisa se dibujó en su rostro. Quizás no fuera el hombre con el que se casaría; sin embargo, había besado al príncipe de sus sueños.

Francisco la miró marcharse y sonrió. Esa mujer era la más hermosa que había visto en su vida y que había despertado su curiosidad por saber quién era. Podía ser que no creyera en dioses ni en ángeles; no obstante, podía asegurar que tendrían esa apariencia si tuviese uno frente a él. Se giró y empezó a caminar hacia donde se encontraba la pareja, haciendo todo el ruido necesario para alertarlos. Se acercó a los arbustos y les advirtió, sin detenerse, que buscaban a alguien. Se quedó muy cerca de la puerta y vio entrar a la misteriosa dama en compañía de otra joven, que llevaba el peinado un poco suelto y las mejillas y los labios colorados. Ambas se dirigieron al tocador. Fue entonces cuando el conde se dirigió al salón de juegos; observó el lugar y vio a su amigo con un puro en la mano, charlando con el que sería su cuñado —si es que lograba conquistar a los padres de la muchacha, debido a su reputación— y se aproximó a él.

—Berwick, pensé que no regresarías —comentó su amigo cuando se situó junto a él.

El conde tomó la copa que le ofreció uno de los meseros y bebió un sorbo antes de contestar.

—Te dije que solo saldría a tomar un poco de aire.

—Usualmente, eso significa que te verás con una dama y casi nunca regresas porque te marchas con ella.

Francisco sonrió con picardía. Era verdad; sin embargo, esa noche fue diferente. Hacía una semana que había regresado a Inglaterra de uno de sus tantos viajes y, por insistencia de su madre, hizo acto de presencia en los salones londinenses, lo que para él representaba un completo fastidio. No se quejaba del todo: siempre lograba llevarse a cuanta mujer quisiera a la cama, pero el acoso de las madres y de las debutantes que buscaban casarse bien lo hastiaba. Fue por eso que había decidido salir al jardín. No tenía ni cinco minutos de haberse presentado en la fiesta cuando las damas lo interceptaron y, por cortesía, bailó con algunas. Estaba de más decir que eran cabezas huecas y no hacían más que asegurarle que serían perfectas duquesas. Apenas terminó el baile, se excusó; le comentó a su amigo que iría por un poco de aire y salió. Lo que no imaginó es que ahí afuera iba a encontrarse con una hermosa muchacha que, por cierto, aún no sabía quién era.

Francisco escuchaba a medias lo que le decían los caballeros y despejó la mente para ponerles atención cuando sintió el codazo de Joshua en sus costillas.

—Disculpa, ¿qué me decían?

—Preguntaba sobre su último viaje; según dicen, usted viaja mucho y por muchos lugares.

—Así es. Me gusta viajar, aunque la mayoría del tiempo los destinos son los mismos; ya ve que son los barcos de mi padre.

—Que algún día serán suyos —replicó uno de ellos.

—Y de mi hermano; aun así, no viajo del todo por placer, pero trato de disfrutar.

—Puedo imaginar la de mujeres que suele conocer.

El conde hizo una mueca; no le gustaba alardear de sus aventuras, a pesar de que siempre era tema de conversación.

Tras una breve conversación, se despidieron del otro caballero, a quien buscaba su esposa, y ambos salieron del cuarto de juegos. El conde supo que era una mala idea cuando las damas no demoraron en acosarlo. Por suerte, su amigo se deshizo muy rápido de ellas. Se quedaron en un rincón del salón admirando el lugar y los presentes (él con la esperanza de observar otra vez a la misteriosa muchacha que le había robado el corazón, para invitarla a bailar).

—¿Has logrado algo? —preguntó a su amigo con curiosidad.

—No mucho; me ha dicho que el conde solo me dará la mano de Emma si ella así lo quiere, por lo que va a tocar seguir conquistándola.

—Pensé que ya lo habías logrado.

—Sí, bueno, no... —Se llevó la mano a la nuca y la frotó—. Cometí un pequeño error y ella está algo molesta conmigo.

—Estoy seguro de que pronto lo solucionarás; tú siempre has salido librado de todo y, si ella te ama, no demorará en perdonarte.

—Eso espero...

Francisco dejó de escuchar a su amigo cuando una beldad de cabello oscuro se situó en su visión. Desde que habían salido al salón, no hizo más que barrerlo con la mirada en su búsqueda; seguía intrigado, deseando verla y hablarle de nuevo. Ella se encontraba cerca de unas amplias columnas, acompañada por una muchacha. Era de esos lugares en donde solían esconderse las damas que no eran sobresalientes y sospechó que por ese motivo no la hubiese visto antes. Tampoco era que hubiera prestado mucha atención a la debutante. La observó dirigirse a la mesa de bebidas en compañía de la dama, sin perder ningún detalle; estaba tan concentrado en sus movimientos, en su sonrisa... ¡Ay!

—¿Qué demonios te sucede? —protestó, fulminándolo, por el golpe que le clavó en las costillas; era el segundo de la noche que, si bien no fue fuerte, lo tomó desprevenido.

—Llevo rato hablando como estúpido y tú ni enterado.

El conde lo ignoró y volvió a dirigir la mirada a su misteriosa dama.

—Estoy un poco distraído —se disculpó.

—Créeme, no me he dado cuenta —replicó con sarcasmo.

—¿Conoces a esa dama? —indagó, omitiendo el tono que había usado su amigo.

Joshua supuso de quién se trataba.

—Hablas de la morena de vestido azul...

Francisco asintió sin quitarle los ojos de encima y su amigo lo miró levantando una ceja con curiosidad.

—Es lady Alexandra Blackford, una belleza sin duda, y es una dama inalcanzable —recalcó.

El conde frunció el ceño y miró interrogante a su amigo.

—¿Está comprometida?

—No, nada de eso. Ya desearán muchos. —Al percibir el gesto de su amigo, se apuró a aclarar—. Hizo su debut la temporada anterior; los hombres le caían como abejas a la miel y los rechazó a todos. Se dice que tuvo veinte ofertas de matrimonio, algo que nunca había visto. Diría que me incluyo, pero, cuando bailamos, me dejó muy claro que de momento no pretendía casarse, y no insistí. Tampoco es que buscara casarme, ya sabes...

El conde, al percatarse de que iba a divagar en su explicación, lo interrumpió.

—¿Su segunda temporada? No entiendo por qué no la había visto.

—Recuerda que huiste a la semana que inició la pasada y ella no se presentó desde el comienzo, o la notamos tarde. —Se encogió de hombros y dio un sorbo a su copa.

Francisco se quedó pensativo; su amigo tenía razón. Había huido de la temporada anterior al verse acosado por las damas que pretendían cazarlo; quizás por eso no la había notado antes.

—Así que lady Alexandra Blackford...

—Sí y, si eres inteligente, no te acercarías a ella. Bien sabes que el padre es algo... ogro, y su hermano te despellejaría vivo si le tocas un pelo.

El conde soltó una carcajada.

—Créeme, mi buen amigo; si me acerco a ella es porque tengo buenas intenciones y, como de momento no me interesa el matrimonio —bebió un sorbo de su copa—, solo me limitaré a mirarla.

Y eso hizo las últimas semanas en las distintas fiestas a las que asistió y donde ella estaba presente: admirarla.

Como le había comentado su amigo, todos sabían que era inalcanzable y eran pocos los que se atrevían a solicitarle un baile, porque la mayoría del tiempo los rechazaba. Era común encontrarla escondida de los demás, acompañada de la misma dama, de la cual suponía que era su amiga. Francisco decidió olvidarla. No tenía intenciones de casarse, por lo que no iba a acercarse.

Pensó en viajar nuevamente y desaparecer una buena temporada de Inglaterra; sin embargo, al verla bailando en ese momento, sonreírle a su acompañante, algo se apoderó de él. Quizá era lo que llamaban el demonio de los celos, o un poco de envidia por la complicidad y confianza que se veía entre ellos. Lo que fuera lo hizo cambiar de opinión y decidirse a acercarse a ella para conocerla y conquistarla. Quería que le sonriera de la misma forma. Un instinto de posesión se apoderó de él y decidió que Alexandra Blackford iba a ser suya.

***

Tras el incidente con el conde, semanas atrás, Alexandra se había sentido en las nubes. Nunca imaginó que la besara el hombre por el que suspiraba y que para ella era inalcanzable. Por casualidad o por error; no le importaban los motivos. Solo que había sucedido.

Las miradas, acompañadas de suspiros, se dirigieron a la entrada del salón y Alexandra supo quién era el recién llegado. Se trataba de él, de su príncipe. Lord Francisco era un hombre muy apuesto, de ojos azul zafiro, con cabello castaño claro, que llevaba atado con una cinta en la nuca. Poseía un físico envidiable: de un metro ochenta, espalda ancha. Y podía jurar que no tenía ni una gota de grasa, porque era tan duro como un roble; lo sabía desde que había chocado con él y sus musculosos y fuertes brazos la habían envuelto. Siguió observando al conde, quien iba acompañado de su mejor amigo, y arrugó la nariz al observar a algunas damas prácticamente correr a ellos. Aquella reacción siempre era frecuente cuando ambos caballeros entraban en alguna estancia llena.

—Cierra la boca, que harás un gran charco en el suelo, y mira que está pulcramente encerado y brillante.

Alexandra observó a su amiga y rio.

—En ese caso, dudo que no se arruine —comentó señalando a varias damas.

Su amiga chasqueó los dientes.

—Todas ellas mueren por él, al igual que tú.

—Deja de decir sandeces —replicó Alexandra.

—Sé que jamás lo aceptarás; bueno, algún día lo harás. —Sonrió con malicia—. Y te recuerdo que, aquí escondida, él no sabrá que existes.

Alexandra aún no le había contado a su amiga que lord Francisco y ella se habían besado.

—¿De qué me puede servir que lo sepa, si nunca se casara conmigo? Conoces los rumores, y no es un hombre que se quiera casar y además...

—Puede ser que tú seas esa mujer que le robe el corazón y hagas que quiera sentar cabeza. Nunca se sabe, Alex.

—Oh, Amanda, quisiera tener tu mismo optimismo, pero que eso haya sucedido con tu prometido no quiere decir que también me suceda a mí.

El prometido de su amiga no tenía mala fama de libertino; sin embargo, no era un secreto que años atrás había anunciado que nunca se casaría, hasta que la vio. El conde no demoró mucho en cortejarla y pedir su mano. Estaban a semanas de la boda.

—Quizás sea cierto lo que dices. —Tuvo que apartar la mirada del conde, cuando su amiga la tomó del brazo y la arrastró hacia la mesa de los bocadillos, en donde fueron abordadas apenas llegaron.

—Lady Amanda, ¿ya han puesto una fecha para la boda? Estoy ansiosa por asistir.

Tanto Alexandra como su amiga le brindaron una sonrisa fingida a la dama —mejor dicho, víbora— que se había acercado a ellas. Lady Emery era una belleza, sin duda, y estaba etiquetada de faldas ligeras. Según se rumoreaba, no solo se había acostado con la mayoría de los caballeros presentes, sino también con sus empleados. Al parecer, tenía un gusto muy peculiar por los de la clase obrera.

—En cuanto mi prometido regrese, se anunciará la fecha de la boda.

La mujer sonrió perversa, gesto que, de cierta forma, no le gustó a ninguna de las dos.

—Espero mi invitación con ansias. —Y, sin decir más, se dirigió hacia el caballero que estaba atrayendo su atención.

—No la soporto —comentó Amanda.

—Te entiendo, tampoco es de mi agrado.

A Alexandra no le caía del todo mal: simplemente, no le simpatizaba, en especial, porque siempre estaba cerca de lord Francisco.

Un carraspeo las hizo girarse para observar al caballero que se encontraba a sus espaldas.

—Lamento si las he asustado, miladies.

—Oh, no se preocupe, milord —se apuró a responder Amanda. Alexandra se había quedado congelada—. Solo estábamos un poco distraídas.

—Puedo verlo —observó a la morena—, milady. Estaba pensando si sería tan amable de bailar conmigo la siguiente pieza.

Alexandra lo miró con un ligero sonrojo; se lamió el labio superior y apenas asomó una sonrisa.

—Lo sie

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