Un escritor veronés para la profe de francés (Adonis tours 1)

Ana Álvarez

Fragmento

un_escritor_verones_para_la_profe_de_frances-2

Prólogo serie Adonis Tours

Mes de Abril

Me bajé del avión en la terminal cuatro del aeropuerto de Madrid Barajas, renombrado recientemente como Adolfo Suarez, con paso ligero. Iba dispuesto a vivir una especie de aventura durante la siguiente etapa de mi vida en la capital española y lejos de mi Verona natal.

Soy de natural tranquilo y poco dado a cometer actos impulsivos, pero un mes atrás llegó a mis manos el anuncio de un touroperador español que, de entrada, me pareció divertido y original, y después de sopesarlo con calma, una solución a mis problemas. O al menos, un aplazamiento. En él se solicitaban hombres de más de metro ochenta de estatura y que hablasen castellano fluido, para realizar circuitos, visitas guiadas, talleres, y una serie de actividades que aún no tenía muy claras, en el sector turístico. También ofrecían alojamiento gratuito en lo que parecía una especie de hotel o residencia provista de lujos y comodidades a las que no estaba acostumbrado. Según el folleto que me enviaron, aunque carente de fotografías, dispondría de habitación individual con baño y acceso ilimitado a zonas comunes de estar y comedor, cocina, gimnasio, solárium con piscina, lavandería… Todo un lujo para quien, como yo, vivía en la casa familiar de Verona, anticuada y con pocas comodidades modernas. Para ser más explícito, ocupaba la buhardilla de la misma con el fin de tener un poco más de intimidad, pues escribía hasta altas horas de la noche en un ordenador cuyo contenido estaba celosamente protegido por contraseña.

De modo que no me lo pensé dos veces y decidí probar suerte, aunque sabía que la decisión, si mi currículo resultaba aceptado, supondría una conmoción en mi familia. Porque en mi familia, llena de varones, nadie se iba lejos, porque todos somos, o eso dicen, unos mammoni. Y no, no pensemos mal, porque la palabreja no es lo que parece en castellano, sino que tiene el significado de «madrero» en este idioma. Muchos de los hombres italianos lo son. En mi familia todos, menos yo, que estaba deseando irme lejos una temporada… o para siempre.

Stefano Conte es mi verdadero nombre, el que mi familia me impuso en la pila bautismal, pues pertenezco a una familia italiana tradicional, católica y practicante. De las de ir a misa cada semana, ver la oración dominical del Papa en la tele y mencionar a Dios a menudo. También machista, muy machista. Mi madre era la primera que no toleraba que ni mi padre ni ninguno de sus cuatro hijos, entre los que me incluyo, realizara la más mínima tarea doméstica. En mi familia había cosas de hombres y cosas de mujeres y, por desgracia para ellos, yo nací con una sensibilidad que molestaba al resto de varones Conte: padre, hermanos y dos primos que se consideraban recios mozos italianos, cuya primera prueba de hombría, recién estrenada la pubertad, consistía en acercarse a la Casa de Julieta y pellizcar hasta lastimarse los dedos el famoso seno de la estatua con la esperanza de dejar mella en el bronce. Yo lo llamaba seno; ellos teta y, por supuesto, jamás lo pellizqué. Ahí estaba la primera diferencia entre nosotros. La segunda era la sensibilidad. Ellos dejaron los estudios muy jóvenes para trabajar en el hotel familiar situado en una céntrica calle de Verona, y aprovechar cualquier ocasión para ligar con las huéspedes que se prestaran a ello. Sin embargo, yo continué estudiando, sobre todo idiomas: inglés y español. Nadie se opuso a ello, puesto que sería beneficioso para el negocio familiar. Desde niño me gustó escribir, afición que mi padre tildó de cursilada impropia de un hombre y trató de «corregir» a base de trabajos duros que me dejaban agotado. La oveja negra de la familia; ese era yo, Stefano Conte.

Luego estaba mi otro nombre, Steve Norton, por el que me conocía el resto del mundo con excepción de parientes y personas cercanas, porque amigos no tengo. Con este segundo firmaba las novelas románticas que empezaban a hacerse notorias en plataformas digitales de todo el mundo. Era mi personalidad secreta, puesto que solo yo gestionaba mis escritos directamente con una editorial a nivel internacional con la que tuve la suerte de publicar desde el principio.

Mi familia jamás entendería que me ganase la vida escribiendo historias de amor, ni siquiera que creyera en el amor. Opinaban que las parejas debían formarse por afinidad o por conveniencia, y Cupido no tenía nada que hacer a la hora de generar un matrimonio feliz. Yo pensaba otra cosa, por supuesto, pero, por mi carácter tranquilo y poco dado a broncas y discusiones, mantendría la doble identidad mientras pudiese. Algo que cada vez resultaba más difícil al hacerme más y más conocido; no obstante, el dinero que había heredado de mi abuelo años atrás y del que, en teoría, vivía aún —pues no trabajaba en el hotel familiar a tiempo completo, sino en contadas ocasiones como traductor o guía para turistas ingleses o españoles—, terminaría por acabarse y debería confesar la verdad. Por muy buen administrador que fuera, que lo soy, nadie se tragaría que viviese eternamente de la modesta cantidad recibida. Pagaba a mi madre por techo y comida una cantidad mensual no muy elevada pero, aun así, tarde o temprano se descubriría que contaba con otra fuente de ingresos.

El enfado de mi padre no tendría parangón y las burlas de mis hermanos y primos serían apoteósicas. No es que a mis treinta y cuatro años no tenga el valor de enfrentar a mi familia, sino que prefería evitar los desafíos en la medida de lo posible. Por eso, cuando cayó en mis manos el anuncio de Adonis Tours, vi la posibilidad de pasar una temporada en España y seguir manteniendo la farsa un poco más.

***

Una vez recuperada mi maleta de la cinta trasportadora y con mi portátil al hombro, en cuyo maletín incluía la agenda donde anotaba cualquier cosa —y no exagero al decir cualquier cosa— que me pudiera servir para alguna de mis historias. Crucé el eterno recorrido de la terminal cuatro en busca de quien hubiera venido a recogernos pues, según me habían informado, no sería el único chico Adonis en llegar aquella tarde, y el transporte hasta nuestra residencia corría a cargo del touroperador.

Los vi nada más cruzar la puerta de salida, porque dos hombres cuyas cabezas sobresalían por encima del resto no eran difíciles de localizar. Casi podía decir que yo, con mi metro ochenta y seis, era el más bajo de ellos. Aunque bajito bajito era el señor calvo que sostenía en sus manos el cartel con el nombre de Adonis Tours. Su cabeza sobrepasaba en muy poco la hebilla del cinturón de un gigante rubio de espesa melena que le caía sobre los hombros con descuidado desorden. Su aspecto contrastaba con el hombre que tenía al lado, altísimo también, pero negro como el ébano, de pelo corto y ensortijado y facciones agradables. Parecían el día y la noche, y el calvo en medio… tratando con desesperación de alzar la cabeza para no mirarlos al lugar a cuya altura quedaban sus ojos, un lugar bastante incómodo de contemplar.

Me acerqué a ellos dispuesto a presentarme.

—Buenas tardes —saludé en castellano, puesto que supuse que, si un requisito indispensable era el dominio de este idioma, todos debían entenderme—. Soy Stefano Conte.

—El italiano —dijo el calvo—. Sí. Yo soy Antonio Grande, el dueño de Adonis Tours. Bienvenido a nuestra pequ

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos