Un noruego valiente para una bailaora ardiente (Adonis tours 3)

Ana E. Guevara

Fragmento

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Capítulo 1

Adonis Tours, así se llamaba la empresa para la que iba a trabajar en el mejor lugar sobre la tierra, o así me lo parecía a mí. Nos ofrecían alojamiento, venir a buscarnos al aeropuerto, y todo eso «en un entorno laboral agradable donde la fraternidad forma parte de nuestra cultura de empresa», como rezaba el e-mail de confirmación que había recibido una vez que aceptaron mi candidatura.

Así que metí mis pantalones de pana, mis camisetas térmicas, mi plumífero, todos mis gorros de lana y unas cuantas camisas de franela en una maleta y me embarqué en un vuelo rumbo a Madrid. Os diré una cosa por si no lo sabéis: en Madrid hace mucho calor. Mucho mucho calor. O eso me pareció a mí cuando aterricé en abril y el termómetro marcaba veintidós grados. Cuando yo me subí al avión en Noruega había cuatro grados, así que la diferencia de temperatura fue lo primero que me llamó la atención. Empecé a sudar como un pollo y tuve que quitarme capas de ropa en medio del aeropuerto.

Lo segundo que me sorprendió fue el ruido. Estoy acostumbrado a vivir en plena naturaleza y la jungla de asfalto de Madrid fue toda una sorpresa para mí. El aeropuerto en el que aterricé seguramente contenía más personas que todas las que había en mi provincia, y la mayoría hablando muy alto. Eso hizo que mi primera interacción con una española fuera un desastre tirando a catastrófica.

Nada más bajar del avión, vi a una chica hablando a voces con un joven, yo supuse que se estaban peleando y fui a defender el honor de la muchacha, como haría en mi pueblo.

—¡Déjala en paz, tunante! —le dije al que yo pensaba que era el presunto agresor, usando una de mis palabras favoritas desde que la leí en un libro de Francisco de Quevedo.

—¿Este de qué va? —le preguntó él a la chica mientras la cogía del brazo.

En Noruega no somos especialmente tocones, nos gusta mantener las distancias y ni con la familia nos mostramos abiertos a tocarnos el brazo o dar muestras de cariño en público. Por eso, ese simple gesto, tan común para los españoles, a mí me pareció una agresión y, cogiendo al chaval por las solapas de la camisa, lo levanté dos palmos del suelo.

—Déjala, bellaco. —Esta la saqué de El capitán Alatriste.

—Pero ¿qué le haces a mi novio? —preguntó la muchacha con gesto de terror.

Lo que vino a continuación pasó muy deprisa: la chica se puso a gritar, vino gente a rodearnos, oí que alguien hablaba de llamar a seguridad, y algo de «un gigante loco que nos ha atacado mientras estábamos hablando tranquilamente». Dejé al joven en el suelo tras pedirle disculpas y salí de ahí por patas para reunirme con mis compañeros, que esperaba hubieran tenido una llegada al país más tranquila que la mía.

Una vez que estuvimos todos, algo que se demoró una barbaridad porque el escocés al que esperábamos estaba en otro sitio tocando la gaita, nos pusimos rumbo al lujoso alojamiento prometido en la publicidad.

Ahí íbamos en la furgoneta un maorí más grande que un armario, un italiano de ademanes refinados, un etíope que debía ser hijo de un príncipe africano por el traje que llevaba, el escocés de la gaita y yo. Parecían majos, me dije mientras veía cómo nos alejábamos del aeropuerto para acercarnos al centro de la ciudad. Yo iba con la nariz pegada al cristal como un perro al que sacaban de paseo en coche. Ni la nube de contaminación que flotaba sobre la capital pudo empañar el buen humor que yo traía por cumplir al fin mi sueño.

***

Yo soñaba con llegar a nuestra nueva casa, echarme un rato en la mullida cama y luego tomarme una fabada acompañada de un Ribera del Duero. No sabía lo que eran ninguna de esas dos cosas pero, por lo que había leído, tenían pinta de ser trocitos de cielo. Llevaba soñando con degustar los platos típicos españoles desde que salí de Oslo en una especie de lata con alas.

El alojamiento no era exactamente como nos lo habían pintado, la chica de recepción no era nada amable, el solárium con piscina en verdad era una piscina de plástico puesta en la terraza y se me salían los pies de la cama, pues era de uno noventa y yo mido uno noventa y tres, así que empezábamos mal. La recepcionista nos recordó una docena de veces que ella acababa su turno a las seis y que se estaba quedando más tiempo del necesario por nosotros. No parecía muy amistosa, ni ardiente, como supuse que serían todas las mujeres españolas. También me sorprendió no verla vestida con el traje de volantes rojo con puntos blancos, pero supuse que solo se lo pondrían para ocasiones especiales como bodas o entierros.

Lo bueno de haberme criado en los fiordos es que estoy acostumbrado a sobrevivir con poco, me gustaba la acampada, pescar o cazar mi propia comida y no me importaba dormir al raso. Así que no lo llevé tan mal como alguno de mis compañeros. Parecía que Stefano y Dase se iban a desmayar en cualquier momento mientras este último pasaba un dedo por las superficies para comprobar el estado de limpieza del sitio. Al único que no pareció importarle la situación fue a Tane, que estaba encantado con todo lo que veía. Nuestro maorí particular había viajado mucho a lo largo de su vida y se adaptaba fácilmente a cualquier circunstancia. No le importaba dormir en el suelo o llevar la ropa algo desgastada, al contrario que Dase, que parecía a punto de darle una apoplejía.

Esa primera noche salimos a cenar fuera, a festejar que habíamos llegado por fin al país donde todos nuestros sueños se iban a hacer realidad. Aunque no de la forma en la que teníamos previsto.

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Capítulo 2

Desde aquel lejano momento en el que los cinco nos encontramos en el aeropuerto habían pasado ya varios meses y, poco a poco, habíamos encontrado nuestro ritmo. No siempre estábamos los cinco juntos, pues Stefano y Dase hacían tours guiados por sus respectivos países. Tane enseñaba surf a los clientes en el complejo Ola y Adiós, mientras que Sean les enseñaba cultura escocesa y nos martirizaba cada mañana con su gaita. Yo, por mi parte, preparaba talleres de supervivencia, primero de forma teórica en Madrid y luego llevándome a los clientes varios días a la sierra de Guadarrama.

Ya llevaba suficiente tiempo en el país como para entender que las mujeres no se ponían casi nunca el traje de volantes, que no todos los hombres son toreros y que si dices «pardiez» la gente te mira raro. A veces me sentía un poco como Alonso de Entrerríos de El Ministerio del Tiempo, serie de televisión a la que me aficioné nada más llegar. También había visto Fortunata y Jacinta, El Quijote y Curro Jiménez, que estaban disponibles en internet de forma gratuita. ¡No me iba a la cama sin verme algún capítulo! El problema es que a mis amigos les gustaban más cosas como La casa de papel o Aquí no hay quien viva, y muy a menudo teníamos disputas por el control del mando de la tele. Aunque se solucionaron

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