Un escocés despistado para la chica de al lado (Adonis tours 4)

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

Vengo de Inverness, en Escocia. Bueno, más bien de un sitio muy cercano que ni siquiera aparece en los mapas. De hecho, el señor Google, cuando le pregunto mi dirección —porque sí, lo he hecho en alguna ocasión, me gusta charlar con Google y a veces hasta discutimos— me dice que no existe.

Me llamo Sean McArthur, y en otro tiempo mi clan fue muy poderoso. «Los guardianes de Escocia». En cambio, ahora estamos todos muy desperdigados. Tanto que no sé ni dónde viven más de la mitad de mis parientes. ¡Pero para el caso que nos hacemos…! Tenemos un grupo de WhatsApp —¿qué familia no lo tiene?— y ahí cada uno ve los mensajes cuando le sale de la gaita. Y hablando de gaitas, ahora que he sacado el tema, soy fan, muy fan de tocarla.

Si hay algo que tengo muy claro en esta vida, es que la mujer que me quiera a mí debe de querer a mi gaita. ¿Por qué digo esto? Pues porque a la última que le dije —me había enamorado de verdad— que la amaba tanto como a mi gaita, se enfadó y no volvió a hablarme nunca más. Supongo que se puso celosa y por eso no quiso saber nada más de mí.

Reconozco que lo pasé muy muy muy mal cuando se marchó. Fueron un par de horas bastantes jodidas. Pero, como dice mi abuelo, el laird de los McArthur —título que le otorgamos los nietos para hacerle ver que es un dictador—, «cuanto más tarde encuentres a una mujer que de verdad te aguante, más disfrutarás de la vida de soltero». No es que sea una frase de grandes y poderosos sabios, pero hay que admitir que tiene su verdad.

Tras mi desengaño amoroso, decidí que tenía que salir de mi fortaleza —que quede claro que no exagero. Vivo en un castillo que necesita más reparaciones que la ciudad de Nueva York después de ser atacada por los alienígenas de la película de Independence Day—. Mi abuelo y mis padres están empeñados en restaurarlo para convertirlo en algo parecido a un museo. De momento han permitido que rodasen allí algunas escenas de películas.

Por casualidad cayó en mis manos una oferta de trabajo en España. Cumplía con los dos requisitos más importantes: hablar perfectamente el castellano y medir más de 1,80. Mido 1,93 y el idioma lo domino fenomenal. Siempre me ha llamado mucho la atención ese país, que encima presumía de sus mujeres morenas de ojos oscuros y cuerpos de guitarra. Unas verdaderas bellezas.

La agencia Adonis Tours me aceptó y, aunque no sabía muy bien de qué iba aquel trabajo, con mi maleta en una mano y mi gaita colgada del hombro, salí de Escocia.

El viaje no se me hizo muy largo. Fue vuelo directo a Madrid. Sin embargo, reunirme con mi jefe, Anthony —un tío que, sin exagerar, su cabeza me llegaba por el torso— y con los otros Adonis que, como yo, llegaban en diferentes vuelos, fue una completa odisea. Todo gracias a mi gran facilidad para perderme, porque hay dos cosas que me definen muy bien: mi sentido de orientación funciona como el culo, y tengo pánico a todas las cosas que sean paranormales. Si alguien quisiera torturarme, no tendría más que hacerme ver una película de terror con espíritus o regalarme una güija.

Durante un buen rato estuve deambulando por la terminal, hasta que escuché por los altavoces que me llamaban y me daban un punto de encuentro. Sin embargo, yo no encontré ni punto de encuentro ni nada. De hecho, casi estuve a punto de embarcarme otra vez —por error.

Se me ocurrió que, si me escuchaban tocar la gaita, ellos me encontrarían a mí. Y no solo me encontraron, sino que la gente, muy amable, me regaló dinero por haberlos deleitado con tan bonitas canciones regionales.

Ese día conocí a los Adonis.

Éramos un grupo de lo más variopinto y, por qué no decirlo, de lo más sorprendente. La gente nos miraba con curiosidad, y no era para menos. Los cinco teníamos una altura considerable. De los que no necesitamos subir a una escalera para cambiar una bombilla. Aunque obvio, en mi fortaleza usábamos andamios para hacerlo, por eso dejábamos que se fundiesen unas cuantas antes de reponerlas.

De los cinco Adonis, se encontraba Dase, un etíope tan negro como el ébano y, aunque esté mal admitirlo por eso de ser tío y esas cosas, tengo que reconocer que era un joven muy atractivo, de boca ancha y expresivos ojos negros. Vestía de manera muy elegante y costosa. Después estaba Erik, el noruego, un tipo que me recordaba a algún dios nórdico, todo rubio de melena larga y que llevaba ropas de leñadores —en las películas suelen vestir así—: camisa de franela de cuadros y jeans con botas altas, de esas que tienen un doblez superior y se ven forradas de lana de cordero. Y luego Tane, el surfero maorí, una mole de tío que medía al menos dos metros, con un cuerpo capaz de ocupar tres plazas en un autobús. Por último estaba Stefano, el italiano. Era de Verona. Al principio pensé de él que era un hombre con mala memoria. Apuntaba en una libreta todo cuanto ocurría a nuestro alrededor, sin embargo, luego supe que era escritor de novela romántica, conocido en el gremio por Steve Norton, su seudónimo.

Desde el aeropuerto, nos trasladamos todos juntos en la furgoneta de la empresa hacia nuestra residencia, situada en el barrio de La Latina. Durante el viaje me había hecho a la idea —supongo que al igual que mis compañeros— de que se trataría de un sitio chulo y luminoso, con ventanales enormes en el dormitorio y baño tipo spa. Con piscina y solárium, eso venía escrito en el contrato ¿O era en el mismo folleto?

El caso es que, cuando llegamos, todo fue muy diferente. El lujo y el glamour que había esperado eran inexistentes. De hecho, la piscina era de esas desmontables situada en la terraza, y antes de entrar en ella debíamos ducharnos con una manguera verde, que también servía para regar las macetas.

Luego estaba el tema de la lavandería. Ahora me atrevo a entrar con un poco más de seguridad, pero los primeros meses era capaz de dar dinero para que me hicieran la colada. Es más, alguna vez se la había dado a Dase para que la llevase a la lavandería a la que él solía acudir. Y es que Dase era un poco especial con la ropa —ya lo he dicho antes—, siempre va que parece un maniquí de escaparate. O como se dice aquí en España, como un pincel. La lavandería o, para no andarme por las ramas, el lugar donde se encuentra la lavadora, es un sótano lúgubre y húmedo que me recordaba a un depósito de cadáveres. La luz del techo parpadeaba cada vez que la encendíamos, y la lavadora, cuando centrifugaba, se desplazaba unos metros hacia cualquier lado. Por si eso fuera poco, el ascensor subía y bajaba cuando le daba la gana.

Mi dormitorio estaba en frente del de Tane —en realidad su nombre es Tangaroa Evaristo Waititi López. Desde luego, sus padres se vengaron de él al nacer—. Ambos éramos los únicos que teníamos balcones al exterior. A mí porque me tocó, en cambio, Tane lo pidió porque es un poco… curioso. Se siente más cerca de la gente asomado a la calle con los brazos cruzados sobre la balaustrada. Y es que le encanta estar al aire libre y, cómo no, oler el aroma a queso que ascendía del local que había abajo. Una tienda donde se podía encontrar cualquier clase de queso, desde un cabrales, pasando por la burrata, hasta un buen roquefort. Y Tane perdía el sentido por este alimento y por la dueña de la boutique, por supuesto. Su novia Olivia.

Stefano, por eso de que necesitaba escribir en silencio, se había quedado con la alcoba que estaba más cerca de la escalera y cuya ventana daba a un cochambroso patio interior. Dase y Erik se habían pillado los que quedaban en medio.

A pesar de que la residencia no era lo esperado, muy pronto los cinco nos adaptamos a ella. Y de ser simples compañeros de trabajo, nos convertimos en grandes amigos —ahora no me refiero a nuestra altura.

Me daba cosilla pensar qué era lo que iba a pasar una vez que se nos acabara el contrato, aunque aún quedaba tiempo, y quizá, solo quizá, algunos querríamos prorrogar.

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Capítulo 1

Finales de octubre

Siempre me despertaba antes de que sonase el despertador. Me gustaba levantarme temprano y ser uno de los primeros en meterme debajo de la ducha, aunque la goma que la sostenía soltaba más chorros que la propia alcachofa.

También me levantaba pronto porque, al dormir en una habitación exterior, escuchaba todas las mañanas cómo subían los cierres de los negocios y los saludos exagerados de los porteros que limpiaban sus portales. Eran tan escandalosos como los Celtic de Glasgow cuando el equipo ganaba.

Ahora ya estaba acostumbrado a estas cosas pero, al principio, me daba la sensación de que subían hasta mi dormitorio para dar voces. Por otro lado, es que yo tengo un oído muy fino. El laird decía que yo dormía con un ojo cerrado y otro abierto como los conejos, y debía de ser verdad, porque gracias a ese oído portentoso había ayudado a descubrir que, en la residencia, entre nosotros, había un okupa. Y cuando digo okupa, ni me equivoco ni exagero. En varias ocasiones he tenido que sacarlo de mi cama cuando alguna noche he llegado algo tarde.

Se trata de un antiguo Adonis llamado Arnold que, en más de una ocasión, nos robó la comida. Aunque eso había sido lo de menos, lo importante es que me tenía acojonado. Había pensado que una presencia extraña y sobrenatural convivía entre nosotros; abría y cerraba grifos, el ascensor se movía solo, se zampaba nuestra comida, dejaba fría el agua de la ducha, movía cosas de un lado a otro… Fruto de esa obsesión había llegado a colgar una ristra de ajos junto a la puerta. Stefano decía que los ajos eran para ahuyentar a los vampiros pero, por si acaso, no pensaba quitarlos. El caso es que ahuyentaran a algo.

De todas maneras, ya le había advertido al tipo en cuestión que, como volviese a coger algo sin permiso, le iba a arrancar la piel a tiras. De momento no había vuelto a meter sus zarpas en mis natillas de chocolate. Ni sus pudorosas partes en mi cama.

Abrí la persiana y me asomé al balcón. Estuve a punto de tragarme a un sujeto que estaba enganchando las luces de Navidad en la fachada del edificio. El hombre tuvo la suerte de reaccionar con rapidez, cual Spiderman, y de la impresión se aferró a la barandilla de hierro. Se quedó colgando en el vacío, con los pies en el aire. Observé que llevaba unos guantes de lana, de esos que si coges nieve —que no había todavía— se empapan, o si se agarran a una barandilla de hierro, resbalan.

—Buenos días —le dije, amable. Él alzó la vista hasta la mía. Era la misma mirada que la de mi primo cuando necesitaba pasar al baño e iba diciendo que tenía la tortuguita fuera del caparazón—. ¿Necesita ayuda?

Él sacudió la cabeza. Bueno, en realidad sacudió todo su cuerpo. ¡Era increíble la fuerza que hacía el hombre para sostenerse sin caer en el abismo!

—¿Y qué? ¿Están poniendo las luces de Navidad? —pregunté para entablar conversación. Uno no se encontraba todos los días a alguien dentro de su casa.

—¿Qué pasa? Buenos días. —La voz de Tane llegó desde su balcón. Con seguridad había escuchado ruidos también y había salido a ver que estaba ocurriendo—. ¿Has visto que tienes a un tío colgando de la barandilla?

—Sí, están adornando las calles. Espero que estas luces no vengan acompañadas de esa musiquilla que entonan villancicos a todas horas. —Le enseñé el brazo—. Mira, tengo los pelos como escarpias. Estoy emocionado, van a ser mis primeras Navidades en España.

—Oye —Tane señaló al operario—, creo que te está diciendo algo.

Era verdad, el tipo me miraba fijo y susurraba. Agitaba las piernas y el tronco de un modo convulso.

—No le escucho bien —le dije acercándome un poco más e inclinándome hacia él.

Leí en sus labios que formaba la palabra «ayuda».

—¡Por todos los demonios del infierno! ¡Se está electrocutando! —miré a Tane—. ¿Qué hago? ¿Lo suelto para que caiga abajo?

—¡No! ¡Si lo tocas a ti también te dará un tabardillo! —me gritó haciéndome dar un ligero brinco.

No sabía que era un tabardillo, pero me sonaba a mosquito gigante. Me puse nervioso. El hombre era capaz de morirse delante de mis narices. ¿Y si lo empujaba con el pie? Era probable que se rompiese las piernas, las costillas, los brazos… pero quizá le salvaba la vida.

Por suerte para ese pobre hombre, se fue de repente la luz de todo el distrito. Por suerte para él y para mí, que ya había llevado el pie hasta los dedos de su mano. Esa situación era menos graciosa que estornudar con cagalera.

En ese momento, Tane llegó corriendo para ayudarme a subirlo y meterlo en mi dormitorio. Lo tumbamos sobre mi cama. Yo di un paso atrás cuando vi que el operario tenía todo el pelo revolucionado y, aunque me parecía increíble —porque creí que solo pasaba en los dibujos animados—, su cara estaba manchada de negro como si le hubiese explotado una bombilla en la cara.

—¿Estás viendo eso, Tane?

—Creo que voy a llamar a una ambulancia —dijo sacando su móvil.

Mientras él llamaba a emergencias, yo palmeé el rostro del hombre. Tenía los ojos abiertos y me miraba como si yo hubiese tenido la culpa de aquello.

—Me quiero marchar de aquí —dijo con voz ronca.

—Tranquilo, no pasa nada —lo veía tan asustado que me hice el gracioso—, nadie te obliga a estar aquí conmigo. Si te quieres ir, ahí tienes la puerta, rompe el candado, saca las cadenas, cruza la fosa con cocodrilos, salta la reja eléctrica y…

—¡Sean! —Tane frunció el ceño—. Eléctrica no, macho.

El hombre gimió. De repente, mi dormitorio se empezó a llenar de gente. Entraron los compañeros de luces del afectado; Marisa, encargada de la oficina de los Adonis; Duscha, una rusa que se dedicaba a la limpieza y el mantenimiento de la residencia; Dase, que miraba a todos con una toalla colocada en sus hombros, y por fin, los del Suma.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Dase.

Tane se encogió de hombros.

—Que se ha ido la luz.

—Pero ¿usted lleva mucho tiempo trabajando en esto? —le preguntó uno del Suma al paciente.

—Unos meses —susurró con voz temblorosa.

—Ay, ya lo dice el laird —solté sin pensar—: «doctor liendre, de nada sabe y de todo entiende».

—Salgan de la habitación todos —ordenó un enfermero.

Todos le hicieron caso y yo me sentí muy aliviado, con tanta gente en mi espacio vital empezaba agobiarme.

—Usted también —me señaló con el dedo.

Sacudí la cabeza. Soy escocés, pero no gilipollas.

—Este es mi dormitorio y aquí están todas mis cosas, no les voy a dejar solos. —Para demostrarles que hablaba en serio, me crucé de brazos con las piernas ligeramente abiertas, a ver si tenían lo que debían tener para sacarme de allí. Era como el juego aquel del rey de la montaña, en el que, si me querían desterrar, debía ser empujándome a la fuerza.

Ellos se lo pensaron mejor y dijeron:

—De acuerdo, puede quedarse, pero guarde silencio.

—No van a saber que estoy aquí.

Vi que colocaban al operario una vía en el brazo, mientras otro le tomaba la tensión. Recé para que no le pasase nada, sobre todo para que no muriese en mi dormitorio. Había oído decir que las almas se adherían al lugar donde el individuo fallecía, y no estaba dispuesto a compartir cama con un fantasma.

***

Carolina cruzó los brazos sobre el pecho. Suspiró con disimulo, cansada de escuchar a sus amigas que no dejaban de hablar de hombres de ciencia ficción. Tal vez ellas no se daban cuenta, pero según los describían, parecía que se trataba de superhombres con poderes.

Que sí. Que Carolina comprendía que les pudiesen gustar las novelas románticas y, sobre todo, eso que ellas decían, los highlanders. Al principio tardó en descubrir que esos hombres eran escoceses. El nombre highlander le sonaba a marca de robot de cocina. Pero, obviando ese hecho, los escoceses que ella había visto en televisión eran tipos normales y corrientes, puede que más blanquitos de piel de lo acostumbrado y que abundasen sus cabelleras color zanahoria —aquí, en España, los hombres tenían fama de morenos, bajitos y regordetes—. Y luego los cuerpos, pues eso, había de todas clases: altos, bajos, gordos y delgados. Pero highlander como tal, como ellas los describían, eran todos musculados, duros, altos, atractivos, fuertes, de piel bronceada que daba ganas de lamer, chupar, morder y succionar. ¡Vamos, que no! Que Carolina no tenía ningún interés en ver a un tipo con falda por muy buenas piernas que tuviese. De hecho, nunca se había fijado en las piernas de un tío. Prefería un buen torso y un culo firme.

Marta la observó frunciendo el ceño.

—¿Te estamos aburriendo, Carol?

—Más que ver una carrera de berberechos. —Sacudió la cabeza arrepentida—. Quiero decir, no, repasaba en mi cabeza la lista de la compra.

Beatriz sonrió, divertida

—Yo creo que, para que nos entiendas, deberías leerte un libro de highlanders. Vas a fliparlo.

Los labios de Carolina compusieron un gesto hastiado. Leer no era uno de sus hobbies favoritos.

—O puedes ver una película —añadió Marta.

—Ya vi una hace tiempo. Braveheart, y lo que más recuerdo de todo es que los hombres se ponen a enseñar culos, además, que Mel Gibson puede que fuese un galán en su época, pero a mí… —Carolina chasqueó la lengua— no me va mucho.

—Intenta leerte un libro —le suplicó Beatriz buscando algo dentro de su bolso. Carolina tenía que haber imaginado que aquellas dos forofas de la lectura llevaban siempre libros consigo—. Ten. Es Tierra audaz. Si esta novela no te engancha, no lo hará ninguna otra.

Carolina cogió el libro y le echó un vistazo por encima.

—¡¿Trescientas treinta y ocho páginas?!

—Se leen en nada —insistió Beatriz—. Lo intentas, y si ves que no puedes, me lo devuelves.

Carolina se rindió.

—De acuerdo.

Beatriz sacó una libreta pequeña, buscó el bolígrafo y, a medida que anotaba, iba diciéndolo en alto.

—Dejo la novela de Jude Deveraux, serie de Los Audaces, a Carol.

—¿Por qué hace eso? —le preguntó Carolina a Marta.

—Yo también lo hago. La gente tiende a devolver cualquier cosa que pide, excepto libros. No sé por qué, pero a mí me han desaparecido unos cuantos, y me duelen no por el gasto que conlleva, sino por lo hermosa que es la historia.

—¿No me digas que te lees los libros más de una vez?

—¡Hombre, claro que sí!

Carolina deslizó los ojos sobre la portada de la novela. Un hombre rubio sobre un caballo blanco estaba inclinado para besar a una mujer de larga capa roja que parecía que le agarraba la pierna con desesperación. Leyó: «Un amor violento y salvaje, que arderá en llamas eternas». Volvió a suspirar, esta vez de forma audible.

—Inténtalo, Carol, por fa, quiero que seas de nuestro clan. —Beatriz cerró la cremallera de su bolso.

—Lo del clan no es ninguna secta, ¿no?

—¡Anda, no seas boba! Me apuesto contigo a que vendrás a pedirnos más libros de estos.

Carolina lo dudaba, pero fingió una sonrisa, que ni llegó a sus ojos, ni le hizo la cara bonita. Tragó saliva porque de repente tenía la boca seca. ¡Ja! ¡Ella pidiendo novelas! ¡Ni harta de droga!

—Se me ocurre otra cosa. —Beatriz enganchó a sus dos amigas del brazo, una a cada lado, y echaron andar por la calle—. He oído que hacen tertulias y conferencias sobre Escocia. Si averiguo dónde es, vamos a una. ¿Os parece?

Los ojos de Marta brillaron emocionados.

—¡Sí!

La cara de Carolina se había congelado con su anterior sonrisa fingida. Era una de esas que no enseñaba los dientes y en la que los labios apenas quedaban superpuestos. Sintió que ambas la miraban con atención. Podía sentir las pupilas taladrándole las mejillas. Terminó asintiendo.

—Por supuesto, parece muy, muy divertido.

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Capítulo 2

Carolina llegó a casa y, lo primero que hizo, fue descalzarse y dejar las botas colocadas en la entrada. Su apartamento estaba en Lavapiés, uno de los barrios más multiculturales de Madrid. De hecho, era un lugar en el que, a ciertas horas, se podía conseguir cualquier cosa. Siempre había un chaval muy agradable que, nada más salir de casa a partir de las ocho de la tarde, le susurraba en el oído: «tengo chocolate».

El edificio, una antigua corrala, había sido remodelada de arriba abajo, aunque se seguía entrando por una gran puerta de doble hoja. El vestíbulo era una especie de plaza con suelos de baldosines rojos, llenos de macetas, adonde miraban los corredores de las cuatro plantas. Sus barandillas, antes oxidadas, se habían sustituido por barrotes de forja que lo hacían más elegante. También se habían cambiado las ventanas y las puertas de toda la casa y se había añadido un ascensor.

Dejó el bolso sobre el aparador y la novela encima de la mesa de café, para tenerla más a mano y obligarse a leerlo. Iba a intentarlo por todos los medios, ya que no quería ser la rarita del grupo.

Carolina Swan, hija de padre inglés y madre extremeña, era diseñadora de interiores. Siempre había tenido muy claro que quería dedicarse a eso. Mil veces había soñado, siendo niña, en todas las mejoras que iba hacer en la casa familiar. Recordaba

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