El despertar (El Legado del Dragón 1)

Nora Roberts

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Valle de las Hadas

La bruma, con sus relucientes dedos de plata, se alzaba por encima de las pálidas aguas verdes del lago. Al frío del alba, Keegan O’Broin se encontraba junto al lago contemplando el nacimiento del día. Un día que sabía cargado de cambios y elecciones, de esperanza y poder. Aguardaba, cual aliento contenido, a que llegara el momento de cumplir su deber y albergaba la esperanza de regresar a la granja antes del mediodía. Tenía tareas de las que encargarse, además del entrenamiento, por supuesto. Pero en casa. A la señal, se quitó las botas y la túnica. Su hermano, Harken, hizo lo mismo, igual que los demás, casi seiscientos de ellos. Los jóvenes y los no tan jóvenes no solo procedían del valle, sino de todos los rincones de Talamh. Venían del sur, donde los píos rezaban sus plegarias secretas; del norte, donde los más bravos guerreros protegían el Mar de las Tormentas; de la capital, al este; y de allí mismo, en el oeste.

Porque su jefe, su taoiseach, había muerto; había dado la vida por salvar el mundo. Y, tal como estaba escrito, tal como se había contado y cantado, un nuevo jefe se alzaría, como aquellas brumas, aquel día, en aquel lugar, de aquel modo.

Tenía tan pocas ganas de ser taoiseach como Harken. Harken, un alegre niño de doce años (el más joven de entre los que tenían permiso para participar en el ritual), llevaba la granja en la sangre. Keegan sabía que, para su hermano pequeño, aquel día, la multitud y el salto al lago no eran más que pura diversión.

Para Keegan, era el día de ser fiel a su promesa a un moribundo, a un hombre que se había portado como un padre cuando el suyo partió con los dioses, a un hombre que había conducido a Talamh a la victoria sobre los que querían esclavizarlos y que había pagado por ello con su vida. No deseaba recoger el bastón de taoiseach ni empuñar la espada del líder del clann. Sin embargo, había dado su palabra, así que se sumergiría en el agua con todos los demás chicos, chicas, hombres y mujeres.

—¡Vamos, Keegan! —exclamó Harken, sonriente, con su mata de pelo, negra como ala de cuervo, ondeando con la brisa primaveral—. Piensa en lo que nos vamos a divertir. Si encuentro yo la espada, proclamaré una semana de banquetes y bailes.

—Si tú encuentras la espada, ¿quién se encargará de las ovejas y de ordeñar las vacas?

—Si me nombran taoiseach, haré todo eso y más. La batalla está luchada y ganada, hermano. Yo también lamento su pérdida. —Y, con su bondad innata, Harken echó un brazo sobre los hombros de Keegan—. Era un héroe y nunca lo olvidaremos. Y hoy, como él quería y como debe hacerse, se alzará un nuevo líder.

Harken, que tenía unos ojos azules relucientes como el día, recorrió con la mirada la multitud reunida a las orillas del lago.

—Lo honramos a él, a todos los que vinieron antes que él y a todos los que vendrán después. —Le dio un codazo a Keegan—. Deja de hacer pucheros, que seguro que ninguno de los dos salimos del agua con Cosantoir en la mano. Lo más probable es que sea Cara, que en el agua es tan lista como una sirena, o Cullen, que lleva dos semanas practicando cómo contener la respiración bajo el agua.

—No me extraña —masculló Keegan.

Cullen, buen soldado donde los hubiera, no sería el jefe más apropiado. Prefería luchar a pensar. Keegan, también soldado a sus catorce años, uno que había visto sangre y la había derramado, que conocía el poder y lo había sentido, comprendía que el cerebro era tan importante como la espada, la lanza y los poderes. Más, si cabe. ¿No era eso lo que le habían enseñado tanto su padre como el que lo había tratado como a un hijo?

Mientras esperaba al lado de Harken, con tantos otros, todos charlando como cotorras, su madre se abrió paso entre la multitud. A Keegan le habría gustado que se zambullera con ellos. No conocía a nadie capaz de solucionar una disputa tan fácilmente y de encargarse de una docena de tareas a la vez. Harken había heredado su bondad; su hermana, Aisling, su belleza; y a él le gustaba pensar que había heredado, como mínimo, parte de su astucia.

Tarryn se detuvo junto a Aisling, que había decidido colocarse junto a sus amigos en vez de al lado de sus hermanos, a los que, como era propio de la edad, trataba con desdén. Keegan vio a su madre levantar la barbilla de Aisling, darle un beso en cada mejilla y decirle algo que la hizo sonreír antes de acercarse a sus hijos.

—Y aquí tengo un ceño fruncido y una sonrisa.

Alborotó el pelo de Harken y le dio un tironcito a la trenza de guerrero que recorría el lado izquierdo de la cabeza de Keegan.

—Recordad la razón de ser de este día que nos une y define quiénes somos y lo que somos. Lo que estáis haciendo hoy también lo hicieron los que os precedieron hasta remontarnos mil años atrás, o incluso más. Y los nombres de los que sacaron la espada del lago estaban escritos incluso antes de que nacieran.

—Si el destino elige al sucesor, ¿por qué no lo vemos? ¿Por qué no lo ves tú, que conoces tanto lo pasado como lo que está por venir? —insistió Keegan.

—Si tú, yo o cualquier otro pudiéramos verlo, desaparecería la posibilidad de elegir.

Como hacen las madres, Tarryn rodeó con un brazo los hombros de Keegan, aunque sus ojos, que eran azules y relucientes como los de Harken, estaban fijos en el lago y atravesaban la niebla.

—Es decisión tuya sumergirte en el agua, ¿no es cierto? Y la persona que encuentre la espada debe decidir si desea o no salir con ella.

—¿Por qué iba a decidir no salir con ella? —preguntó Harken—. ¡Si se convertiría en taoiseach!

—Honramos a la persona que nos lidera, pero es ella la que carga con todas las responsabilidades. Así que, al elegir la espada, también se debe elegir eso. Y, ahora, silencio. —Besó a sus dos hijos—. Aquí está Mairghread.

Mairghread O’Ceallaigh, que también había sido taoiseach y era la madre del que acababan de enterrar, se había desprendido de su ropa negra de luto. Vestía de blanco, una túnica sencilla sin más adornos que un colgante con una piedra tan roja como su cabello. Tanto la piedra como el pelo parecían consumir la niebla como el fuego a su paso. Llevaba el pelo tan corto como las hadas que la seguían. La multitud se dividió para abrirle camino; la cháchara cesó y tornó en un silencio que evidenciaba respeto y fascinación.

Keegan la conocía como Marg, la mujer que vivía en la casita del bosque, no muy lejos de la granja. La mujer que solía regalar un pastelito de miel y una historia a los niños hambrientos. Una mujer poseedora de gran poder y valor, que había luchado por Talamh y había pagado un alto precio por conseguir la paz.

Él la había abrazado mientras lloraba por su hijo, puesto que en esa ocasión también había cumplido con su palabra y le había

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