Lady Jane

Charlotte Grey

Fragmento

Capítulo 1

Londres, primavera de 1814

Todo el mundo sabe que a una joven soltera que posea cierta fortuna le hace falta un esposo.

Oliver Milford, conde de Crampton, lo sabía también. Sin duda ese era el motivo por el que esa noche de entre todas las noches había abandonado el confort de su estudio en la planta baja para acompañar a su hija Jane al baile de debutantes.

Toda la casa había sido un revuelo constante desde primera hora de la tarde, como si peinarse y ponerse un vestido requiriesen de algún tipo de estrategia que le era absolutamente desconocida. Clementine hubiera sabido qué hacer. Clementine siempre sabía qué hacer.

El conde observó a su hijo mayor, Lucien, vizconde Danforth, título de cortesía que le había cedido unos años atrás. Estaba cómodamente apoltronado en una butaca, con una pierna cruzada sobre la otra y con cierto aire indolente, casi aburrido. En ese instante se observaba las uñas, cortadas con pulcritud. Oliver Milford aprovechó para mirarse las suyas, mucho menos cuidadas que las de su primogénito. Había sido incapaz de hacer desaparecer del todo los restos de tinta de sus dedos, uñas incluidas, a pesar de que Cedric, el mayordomo, había probado todo tipo de remedios. Por suerte, pensó, no sería necesario que se quitase los guantes durante la velada.

El alboroto en el piso de arriba arreció, por lo que el conde decidió subir a echar un vistazo. Lucien ni siquiera había cambiado de posición, como si aquello no fuese con él. Oliver Milford abandonó la estancia sin que el joven le dedicase ni una sola mirada y ascendió las escaleras con paso firme, pero sin prisas. Al llegar a la planta superior, a punto estuvo de chocar con Alice, la doncella de Jane, que corría por el pasillo en dirección al cuarto de su hija con un par de guantes entre las manos.

La habitación se encontraba a la izquierda, y la puerta estaba abierta. Hacía años que el conde no entraba en los aposentos de Jane, no habría sido correcto que lo hiciera. Ya no era una niña, hacía pocos días que había cumplido los veinte años. Sin embargo, recordaba a la perfección cada detalle de aquella estancia, como si no hubiera transcurrido más de una década desde que le leyó su último cuento antes de irse a dormir. La joven situada de pie frente al gran espejo apenas se parecía a aquella pequeña de cabello revuelto que se escondía bajo las sábanas cuando él imitaba la voz del villano de turno. Llevaba un vestido de color hueso, confeccionado en seda y gasa, con un lazo ocre bajo el busto, y un pronunciado escote cuadrado adornado con un volante. Este hacía juego con el borde de las mangas, que dejaban parte del brazo al descubierto. Jane se había convertido en una preciosa mujer, en alguien que muy pronto abandonaría aquella casa para siempre, llevándose con ella otro pedazo de Clementine.

—¡Papá! —exclamó ella, al verlo en el reflejo del espejo—. ¡Tienes que decirle a Emma que deje de molestar!

—¡Yo no estoy molestando! —se defendió su hermana, tendida sobre la cama, con el codo flexionado y la cabeza apoyada sobre la palma. Su cabello castaño caía en ondas alrededor de su rostro.

—¿Cómo que no? —insistió Jane—. ¡Has manchado mis guantes nuevos! Alice ha tenido que ir a lavarlos y ahora me los tendré que poner mojados.

—¡Ha sido un accidente!

—Uno de esos accidentes tuyos, supongo —dijo Oliver Milford, que sonrió sin querer. Después de todo, constató, sus hijas no habían crecido tanto.

El conde observó a la doncella de Emma, que también se encontraba allí, subida a una silla y añadiendo más alfileres a aquella preciosa cabecita mientras Alice ayudaba a su hija a colocarse los guantes.

—Los he planchado un poco —le decía—, pero siguen estando húmedos.

—Ufff —se quejó Jane, que lanzó una mirada furibunda en dirección a su hermana—. Eres incorregible, Emma. Siempre tienes que llamar la atención.

—No soy yo la que se está disfrazando para acudir a ese estúpido baile.

—Pronto cumplirás los dieciocho —señaló el padre—. El año que viene, como mucho el siguiente, tendrás que hacer lo mismo.

—Bueno, ya lo veremos.

—¡¡¡Por Dios, Kenneth!!! —exclamó entonces Jane—. ¡¿Qué estás haciendo?!

Oliver dirigió la vista hacia el tocador, donde su hijo de ocho años parecía muy ocupado con los utensilios de belleza de su hermana mayor.

—Preparándome para la fiesta —aseguró el pequeño.

El conde ahogó una exclamación en cuanto el niño se volvió hacia ellos con un pequeño pompón en la mano derecha. Resultaba evidente que había estado aplicándose aquellos polvos blancos en una cantidad tan generosa que parecía haberse caído dentro de un saco de harina.

—¡Oh, por Dios! —Jane parecía al borde de las lágrimas—. ¿Dónde está Molly?

La niñera surgió del interior del vestidor con una fina capa de satén en la mano izquierda y un cepillo en la derecha.

—Estoy aquí, milady. Casi he terminado.

El pequeño se había levantado y ahora se encontraba junto a su hermana, a la que cogió del vestido, dejando sobre él un manchurrón de color beige. A saber con qué más había estado trasteando en el tocador.

—¡¡¡Kenneth!!! —chilló Jane, apartándose. Eso hizo reír a Emma, que se incorporó de un salto y se quedó sentada sobre la cama, observando la escena.

El labio inferior de Jane había comenzado a temblar y Oliver conocía aquel gesto muy bien. Su hija estaba a punto de echarse a llorar. No a dejar escapar unas lágrimas, no. A llorar de verdad, con sollozos, mocos e hipidos. Cuando hubiera terminado, sus preciosos ojos castaños estarían hinchados y enrojecidos, y aquel exquisito peinado sería historia.

—¡Todo el mundo fuera de la habitación! —sonó de repente una voz autoritaria justo sobre su hombro, antes de que hubiera tenido tiempo de intervenir.

Oliver no necesitó darse la vuelta para saber quién había pronunciado esas palabras. Lady Ophelia Drummond entró en la estancia seguida de su dama de compañía, la honorable señorita Cicely Shepherd.

—¡Tía Ophelia! —exclamó Jane, arrojándose en sus brazos.

—Tranquila, niña, todo va a salir bien —la calmó la mujer—. Y ahora, todos fuera —repitió— excepto tú, Alice.

—Sí, milady. —La doncella hizo una pequeña reverencia.

No fue necesario repetir la orden. Tanto Emma y su doncella como Kenneth y la niñera salieron del cuarto sin rechistar. Oliver siempre había admirado el carácter enérgico de la prima de su difunta esposa y su facilidad para hacerse cargo de cualquier situación.

—Tú también, Oliver —le dijo entonces, con una sonrisa—. Yo me ocupo de todo.

—Gracias, Ophelia —le susurró—. Estaré abajo si me necesitas.

E

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos