Para siempre en tus brazos

Ruth M. Lerga

Fragmento

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Prólogo

Primavera de 1836

La casa estaba sumida en un silencio enfermizo. Amalia llevaba días encerrada en su dormitorio por orden de su padre, el conde de Saavedra. Le dejaban la comida en la puerta y, cuando terminaba, depositaba la bandeja en el mismo lugar para que alguien la recogiera. Lo mismo ocurría con el agua para asearse, pues no le permitían bañarse, era un lujo y, en aquellos días, nada ostentoso estaba bien visto. Se vestía sin ayuda y trenzaba su larga melena con mucha torpeza y la cubría con una cofia. Y rezaba.

Pasaba el día rezando a la Virgen para que su hermana sobreviviese. Nunca había tenido una gran relación con María Luisa, pero era una buena cristiana y debía pedir al Señor la sanación de los enfermos, así que pasaba gran parte de su tiempo con la Biblia en la mano y las rodillas hincadas en el suelo.

Era una lectora voraz, y tampoco le estaba permitido bajar a la biblioteca ni pedir que le trajesen nada.

Llamaron a la puerta y se asustó. Se puso en pie y la abrió, temerosa de encontrar allí fuera al fantasma de su hermana. Era el ama de llaves, vestida de negro y cariacontecida:

—Es la hora, señorita.

«¿La hora?», se preguntó, antes de percatarse de que se refería a que había llegado el momento de despedirse de su hermana.

Siguió a la señora Fernanda por los pasillos y escaleras hasta llegar a la zona donde su hermana había sido aislada. Todas las cortinas estaban corridas, y la luz, abundante en su hogar, había sido sustituida por una lúgubre oscuridad.

Entró en el dormitorio y la vio tumbada y sudorosa. Quizá lo que más la impactara fuera su quietud. María Luisa había sido siempre inquieta. Parloteaba sin cesar y caminaba siempre que tenía ocasión. Lo que la dejó paralizada, en cambio, fue su palidez extrema. Su hermana brillaba, con sus cabellos rubios, sus ojos claros y sus mejillas sonrosadas —fruto de un discreto maquillaje de actrices—. En aquel momento, parecía apagada.

Un escalofrío la recorrió al tiempo que un extraño olor a muerte la envolvía.

—Acércate, Amalia —le pidió con amabilidad el párroco del pueblo.

Junto a él, en el cabezal de la cama, otro párroco más joven leía sin parar pasajes del libro sagrado sobre la resurrección y la vida eterna.

En el otro extremo se hallaba su padre, el conde, que sollozaba en silencio.

Todo lo que ocurrió minutos después le fue ajeno. Se acercó hasta ella, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído palabras misericordes. Se apartó y se quedó a los pies del camastro, sin saber qué más hacer o decir. El doctor la sustituyó al lado del párroco y, no supo cuántos segundos, minutos u horas después, el doctor negó con la cabeza y el ama de llaves rompió a llorar, siguiéndole la doncella personal de María Luisa.

Su padre pidió a todos que salieran. Fuera, el servicio plañía cual coro y elogiaba a la señorita María Luisa con grandilocuentes palabras, cuando la realidad era que siempre la habían aborrecido por sus caprichos y su crueldad.

Aquel día aprendió que no se hablaba mal de los difuntos.

Al día siguiente, que los difuntos podían seguir siendo crueles después de muertos.

***

—Te casarás con él en dos meses.

Eso fue todo lo que su padre le dijo después del entierro. No necesitó preguntar a quién se refería, era obvio que se trataba del prometido de su hermana quien, con tan poco tiempo, no había podido llegar a la misa.

—Pero padre…

—Doña María Cristina, la madre de la joven reina Isabel y regente de España, deseaba con fervor que este enlace se celebrase. Hay cuestiones políticas detrás. Ya me advirtió Mendizábal de que solo mantendría la dote regalada si las familias se unían por el sagrado vínculo del matrimonio…

Estupefacta, creyó entender.

—Padre, ¿somos pobres? ¿Acaso no tenemos otra dote que ofrecer?

Este se levantó con violencia y temió que la golpease. Respiró hondo el conde antes de volverse a sentar, buscando serenarse.

—No, Amalia, no es una cuestión de dinero, aunque el marqués de Montesclaros es uno de los aristócratas más ricos del reino, quizá más que los Medina Sidonia.

—¿Tanto como los Alba? —preguntó con inocencia.

—Ni la casa de Osuna puede compararse al duque de Alba, niña. —La trató como si fuera boba—. Debimos haberte enviado con tu hermana a la corte el año pasado, pero eras demasiado joven.

¿Y no era demasiado joven, en cambio, para casarse? No respondería así a su padre, pues se ganaría una bofetada. Probó otra táctica.

—¿Qué hay del duelo? Celebrar una boda solo dos meses después de…

—Será algo discreto, en la corte; María Cristina estará presente y será la madrina, según me escribió.

Si la regente así lo había decidido antes incluso de la muerte de su hermana, nada la salvaría.

Pidió retirarse de la mesa antes de tiempo y se marchó a su alcoba a pensar.

Durante las siguientes semanas fue adiestrada lo mejor posible para ser una buena esposa, para comportarse con dignidad en la corte, y fue instruida sobre su futura familia.

También durante las siguientes semanas lo intentó todo: pidió ingresar en un convento diciendo que había escuchado la llamada del Señor, intentó escaparse, escribió a la reina una carta que, desde luego, no llegó a destino —ni siquiera salió de la casa…—, pero llegó el día en que fue a Madrid, al Palacio Real, fue presentada la reina y se desposó con un desconocido que ni siquiera acudió a la ceremonia, enviando en su nombre a un leguleyo de su confianza para que lo representase.

Y al día siguiente partió hacia el norte, cerca de Gijón, a su nuevo hogar, a estrenar una nueva vida que no había elegido y que, se temía, iba a ser una condena.

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