Solo quiéreme como soy (Serie Jefes 3)

Girl-Chick

Fragmento

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Una noche

Nath miró fijamente a la mujer que se contoneaba agarrándose al tubo fijo, en medio de la pequeña tarima circular, donde él era el único espectador. No perdió de vista ninguno de los movimientos de la esbelta rubia con exuberantes senos al descubierto, una tanguita (cuyo triángulo de tela solo le cubría lo necesario para no parecer del todo desnuda) —asunto del que estaba seguro de que para nada le importaba— y unas piernas muy largas y flexibles, con las que se aferraba de forma sutil y magistral alrededor del tubo de acero.

La mujer llevaba un ritmo increíble; dominaba la barra circular como si hubiera nacido sobre esta. Él sabía de antemano que era una profesional en el baile de tubo; por eso, ella era de su preferencia. No le importaba su nombre; le daba igual cuál llevara porque solo buscaba una cosa de ella, y eso le bastaba: entretenerse. Y, entre giro y giro, sobre la larga barra, la rubia se daba sus momentos para mirarlo, para lanzarle miradas pícaras y sugestivas llenas de ansias por tocarle la entrepierna y meter en su boca lo que ella sabía muy bien que tenía allí. Eso lo excitaba, aunque siempre se daba el lujo de no demostrarlo. Siempre atento, pero con su mirada impenetrablemente fría, que no daba muestras de ningún deseo de nada.

Por lo general, era así, y él tenía claros sus objetivos. No iba allí preferiblemente por buscar sexo desenfrenado; iba allí, solo para ver. Pagaba el precio necesario a la chica de su preferencia solo por verla bailar y, luego de eso, verla gemir (algo que estaba a punto de pasar). Sin embargo, él no sería el causante de ello. A él solo le gustaba observar lo que le harían para que eso ocurriera.

El lugar en el que se daba esa cita cada viernes después de la medianoche se llamaba L’extase. Recordó que había llegado allí por pura casualidad una tormentosa noche después de tanto haber vagado como un demente luego de haberle ocurrido su peor decepción como hombre. Esa noche cargaba con la desilusión de un matrimonio roto y con el repudio de su familia por no ser más hombre y mantenerlo como dictaban las palabras del sacerdote: «Hasta la muerte». Lo cruel era que ellos no sabían nada. Ni siquiera imaginaron cómo se sentía él; no obstante, su familia no era como esas con la que puedes ir a quejarte. A ellos solo les importaba que todo marchara bien. La reputación era importante. Él no era el importante. Y, desde ese momento, ese sitio se convirtió en su oscuro y pecaminoso secreto para desahogar su pena.

Sus pensamientos volaron cuando fue sorprendido por la chica. Esta dejó de contonearse en el tubo de acero para caminar como una felina en celo hacia él. Ella sabía que perdía el tiempo incitándolo. Era una lección ya aprendida; sin embargo, también sabía que no se daba por vencida. No era fea: era hermosa. La joya más cara del lugar. Completa en todas sus proporciones y digna de ser llevada a la cama o, en su defecto, sobre la tarima que estaba a su disposición; no obstante, esto no le importaba. No, después de Alicia Crownwell, quien fue su caprichosa esposa por dos semanas y, en ese momento, su ex.

—¿Cuándo me dejarás tocarte? —ronroneó la chica mirándolo directamente allí, a su bragueta.

—¿Quieres hacerlo? —le preguntó con indiferencia, sin moverse un ápice de su cómoda postura.

Él nunca desnudaba sus pensamientos como sí desnudaban sus cuerpos las chicas por las que pagaba. Y, por lo general, nunca les respondía: le daba igual. No iba allí en busca de una conversación: solo pagaba por entretenerse observando piel. Un fetiche bastante voyerista que no le importaba desvelar allí. El sitio ofrecía anonimato aunque, después de su fallido matrimonio y el escarnio público que conllevó eso, poco le importaba si su familia se enteraba de que frecuentaba ese sitio u otros de la misma índole cuando se le daba por deambular. Seguramente, lo tratarían de sucio y bajo, y nuevamente sería objeto del escándalo familiar.

—Siempre muero por hacerlo; pero nunca me dejas —se quejó caprichosa.

—Y, si te dejara, ¿qué harías? —le propuso, tentándola. Esa noche estaba de buen humor.

—No alcanzarías a imaginar lo que te haría —respondió la chica empezando a emocionarse, irguiéndose apoyada en sus rodillas, dejándose ver, dejándose admirar como si por primera vez sintiera que iba a lograr aquello que anhelaba cada vez que era convocada por él a un baile sensual y privado.

Nath la miró sopesando su astucia y las ganas rebosantes que tenía. Vio la lujuria en sus ojos; pese a ello, se sintió altivo y arrogante. Habría deseado que Alicia lo hubiera visto así, deseosa de complacerlo. Por lo menos una vez; pero nunca lo hizo, aunque él siempre pretendiera cumplir con todos sus caprichos. Ese pensamiento le hizo ablandar ciertas partes y endurecer otra: su corazón. Las ganas de ver gemir a la chica se esfumaron por esa noche, y se levantó del sillón donde se hallaba sentado, tan rápido que la chica se asustó.

—¿Dije algo malo? ¿Por qué te vas? Aún no entra...

Nath hizo un gesto cargado de una inusitada gelidez que la hizo callar y enviarle un claro mensaje de que era mejor que se quedara así. La chica enmudeció de inmediato y se hizo a un lado en el piso enmoquetado donde se hallaba arrodillada para dejarlo pasar. Él no la miró en ningún momento; ni siquiera se inmutó cuando salió del reservado y fue directo al pasillo, convencido de que no era la chica la del problema. Apretó sus puños y caminó por el pasillo solitario sin mirar atrás. Otros no desaprovecharían la oportunidad de follarse a una mujer como ella, porque pagaba bien caro solo por verla, pero a él, simplemente, no le importaba. No mientras el fantasma de su exmujer rondara su mente.

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Entrevista

Lianna suspiró hondo por tercera vez observando la hora en su teléfono desde que le habían dicho que entrara en esa oficina, tomara asiento y esperara paciente al jefe de personal. Arrugó el ceño, constatando que de eso ya había pasado más de media hora. Supuso de antemano que la espera iba a ser en vano, desde el momento en que corroboraran que coeficiente intelectual y apariencia no iban de la mano con ella. Eso la hizo asegurarse de que el primer botón de su camisa de cuello largo estuviera en su lugar y no mostrara una de las causas por las que la habían estado rechazando de los trabajos a los que había aplicado sin mucho éxito, en el último mes.

En medio de todo, era una chica muy optimista y, desde que había obtenido su diploma en Economía, se había decidido a buscar trabajo en ese campo, y no en lo que dictaría la norma basada en el estereotipo. No le era extraño que la miraran como un bicho raro, un experimento social, o un fenómeno. Ya se había acostumbrado a ello desde que había entrado a la prestigiosa universidad donde su padre había querido que estudiara para que, según él, se diera cuenta de sus errores al mirarse en el espejo de los demás. Lo consideró absurdo y, muy contrariamente a sus deseos, hizo notar

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