Vidas enredadas

María Heredia

Fragmento

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Capítulo 1

Elisa

Lista de cosas que hacer antes de los 26:

1. Encontrar un buen trabajo

2. Encontrar al amor de mi vida

3. Tener mi propio apartamento

4. Haber visitado al menos 10 países

5. Ser una persona sofisticada

Suspiré y me vi tentada a romper aquella lista. Mi yo de 12 años era rematadamente estúpida. ¿Cómo se suponía que iba a logar todo eso antes de los 26? ¿Y por qué 26? Lo lógico habría sido hacer una lista de cosas que hacer antes de los 25 o los 30, pero supongo que no se puede pedir mucho más a una mocosa de 12 años.

La verdad, por triste que pareciera, era que cumplía 26 en dos meses y me encontraba muy lejos de cumplir aquella lista. Muy muy lejos.

Primero, no había encontrado un buen trabajo. A ver, trabajaba, pero cuando terminé mi segundo máster no me imaginaba que acabaría llevando bebidas a mesas y friendo patatas fritas.

Segundo, el amor de mi vida ni estaba ni se le esperaba. Y las apps de ligue no estaban hechas para mí.

Tercero, seguía durmiendo en el que fue mi dormitorio de la infancia y la adolescencia. Un cuarto rosa con muebles también rosas que mis padres, en un arrebato de lo que yo considero insensatez, me dejaron elegir con 16 años y que ya no me representaba en absoluto.

Cuarto, había viajado un poco, pero no había visitado 10 países ni de broma. Pongamos 5. Más bien 4. Creo que ir a Gibraltar no cuenta como ir a Reino Unido.

Y, por último, la sofisticación. Me consideraba una persona medianamente decente y elegante, pero sabía que estaba muy lejos de lo que mi yo de 12 años consideraba «sofisticado»: alguien con tacones altos, trajes elegantes, el pelo perfecto y el maquillaje impecable.

Definitivamente aquella lista era una sucesión de metas que no llegaría a cumplir jamás. No quería ser pesimista, pero había días en los que creía que nunca saldría de casa de mis padres ni podría ser independiente. El sueldo del bar no daba para tanto.

Mi móvil vibró, sacándome de mis pensamientos, y yo dejé la lista y empecé a buscarlo a tientas. Mi madre había tenido la maravillosa idea de hacer limpieza aquel fin de semana y no tenía ni idea de dónde había dejado mi teléfono entre tantas cajas y papeles antiguos. Empezaba a creer que tenía algún tipo de síndrome de Diógenes emocional, porque no entendía por qué diablos guardaba tantos trastos. Sí, era bonito encontrar una nota que Teresa me había mandado en clase cuando teníamos 10 años, pero el trastero no era demasiado grande y apenas quedaba sitio. Y mis cuadros ocupaban muchísimo espacio.

Después de seguir buscando a tientas e incluso levantarme, por fin encontré el móvil sobre el escritorio. Desbloqueé la pantalla para poder leer la notificación. Teresa había escrito en el grupo y nos preguntaba si podíamos salir a almorzar o teníamos ya algún plan. Al parecer tenía algo importante que contarnos. 

Miré el reloj y puse los ojos en blanco. Ya era casi la una y los domingos todo estaba lleno, así que tendríamos que quedar a las y media como muy tarde. Y yo estaba cubierta de polvo, con el pelo sucio y el pijama aún puesto. Pero si decía que era importante...

—Te voy a matar —le dije por mensaje de voz, intentando en vano aguantar la risa—, pero iré. Más te vale que esto sea bueno, ¿eh?

Cogí el albornoz y el neceser de maquillaje y me asomé al salón, donde mi madre estaba también rodeada de cajas.

—Me voy a la ducha, ¿necesitas entrar al baño?

—¿Ya has terminado con tus cosas? —me preguntó, enarcando las cejas por encima de las gafas.

—No, pero voy a salir a comer con las niñas. Teresa quiere contarnos algo que no puede esperar —le expliqué. Me apoyé en la pared y sonreí—. Terminaré cuando vuelva, te lo prometo. 

No la dejé ni contestar. Me di media vuelta y me encerré en el baño. El tiempo se me estaba echando encima y no quería retrasarme. Sobre todo porque Lucía se ponía insoportable cuando la hacíamos esperar y no tenía ganas de escuchar uno de sus interminables sermones sobre la puntualidad.

Puse una playlist movidita, me metí bajo el chorro de agua y dejé que se llevara el polvo que mi piel había estado acumulando durante la mañana. A pesar de todo, conseguí ducharme y lavarme el pelo en tiempo récord y pude hasta recrearme un par de minutos y dejar que el calor relajara mis músculos. Pues sí que cansaba eso de hacer limpieza general.

Me maquillé en cinco minutos, aún envuelta en el albornoz, y me sequé el pelo para no coger un resfriado. Todavía hacía algo de frío, así que lo mejor sería no tentar a la suerte. Nadie quiere que la camarera le estornude en sus patatas bravas.

Volví a mi dormitorio y abrí el armario de par en par. No me sentía especialmente creativa, por lo que cogí unos vaqueros negros entallados y una blusa rosa de flores que podía combinar fácilmente con mis botines negros desgastados y mi chaqueta de cuero. Me vestí, guardé la cartera y el pintalabios en un bolso y salí, todavía poniéndome los zapatos.

Mi madre rio al verme, pero me deseó que lo pasáramos bien y me despidió con un beso mientras me ponía la chaqueta.

—No volveré tarde —le dije, ya en la puerta—. Entro al bar a las siete y media.

Guardé las llaves y cerré con un ligero portazo. Le mandé un mensaje a Lucía para que supiera que ya estaba de camino antes de echar a correr escaleras abajo. A ver con qué nos sorprendía Teresa.

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Capítulo 2

Teresa

No podía creerme que aquello fuera verdad. Todavía me costaba aceptar que no era un sueño o un chiste. No era la primera vez que Toni me pedía matrimonio, pero sí que era la primera vez que lo hacía en serio y con un anillo que había acabado adornando mi dedo. Las chicas se iban a morir cuando se lo contara.

—¿De verdad no te lo esperabas?

Toni se acercó a mi espalda y me dio un beso en la mejilla mientras yo me ponía los pendientes. Deslizó las manos por mis caderas hasta abrazarme por la cintura. Yo sonreí sin poder evitarlo.

—Llevamos 9 años juntos, así que mentiría si dijera que no sabía que acabaríamos casándonos, pero cuando empezaste esta mañana con el discurso creía que estabas otra vez de broma —confesé. Me giré y le pasé las manos por los hombros—. Sigo flipando.

Toni y yo habíamos empezado a salir en el instituto, a los 17 años. Nos conocíamos de vista y nos habíamos saludado alguna que otra vez en los pasillos, pero no empezamos a hablar de verdad hasta que nos encontramos una noche en un botellón. Me tiró descaradamente la caña, me hizo reír con un par de piropos algo cutres y acabé dándole mi número. Desde entonces charlábamos casi a diario hasta que coincidimos en un cumpleaños y me pidió que lo acompañara fuera «para poder hablar con tranquilidad». Pasó lo que tenía que pasar, y no nos hemos separado desde entonces. Supongo que siempre supe que sería el amor de mi vida.

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