Un amor tras la tormenta

Maritza G.

Fragmento

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Capítulo 1

Lucía se dirigía a casa cuando una tormenta los tomó de improviso. Su esposo se encontraba frente al volante, mientras que su único hijo estaba en la parte trasera de la Chevy Tahoe; aunque era un vehículo alto, Lucía tenía temor de toparse con calles inundadas.

No era ningún secreto que en Houston aquello sucedía en época de lluvias, sobre todo después del huracán que había azotado la ciudad un año atrás. Cada vez que se pronosticaba una tormenta, la gente temía lo peor. A cada milla que avanzaban, la lluvia se intensificaba y, si eso no fuera poco, la oscuridad de la noche no ayudaba a calmar los nervios de Lucía.

La visibilidad era nula; la carretera, prácticamente, se encontraba vacía. Eran las dos de la madrugada cuando regresaban de una fiesta. Lucía le había suplicado a Carlos volver antes pero, las tres veces que ella se lo había pedido, él se había negado alegando que la estaba pasando muy bien en compañía de sus amigos.

Había estado bebiendo desde que habían llegado a la fiesta, alrededor de las ocho de la noche. Al momento de irse a casa, él insistió en manejar diciendo que se encontraba en perfecto estado. Lucía trató de disuadirlo, pero fue inútil; una vez que él tomaba, se portaba intransigente.

Sumida en sus pensamientos no era consciente de lo que pasaba en la carretera; la relación entre ellos ya no era la misma de siempre. Se habían casado muy jóvenes, después de que ella se había quedado embarazada. Querían darle un hogar a su hijo; por lo tanto, habían decidido hacer más formal su relación. De eso ya habían pasado ocho largos años.

Su hijo Sebastián era el amor de su vida. Un niño muy tranquilo, noble, cariñoso e inteligente. Tenía siete años, cursaba el segundo año de primaria. Las maestras que tenía en el colegio estaban encantadas con él, pues era muy aplicado y siempre prestaba ayuda a los demás.

Era muy querido por muchos y Lucía estaba orgullosa de ser su mamá. Algunas veces Sebas, como lo llamaba de cariño, le había pedido un hermanito, diciendo que se sentía solo en esa gran mansión. Su madre hubiera querido concederle ese deseo, pero eso era imposible.

El día que él había nacido, el parto se había complicado y se había prolongado más horas de las deseadas. Al final, no había podido tenerlo de manera natural; por lo que los médicos habían decidido que debía ser sometida a una cesárea de emergencia, consecuencia de una hemorragia interna.

Por precaución y —sobre todo— pensando en su bienestar, le habían tenido que realizar una histerectomía total, lo cual la imposibilitaba de concebir en el futuro. En medio del caos del quirófano, su único pensamiento era que su hijo estuviera bien; por eso, la noticia de que jamás volvería a ser madre la había asimilado horas después. Lucía había llorado desconsoladamente, pero al mismo tiempo había agradecido a Dios por su bebé, y había prometido cuidarlo y llenarlo de mucho amor.

Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. De repente, Carlos perdió el control del vehículo. Lucía y Sebas gritaron asustados; el auto comenzó a dar vueltas sobre su eje, para al final terminar con las llantas hacia arriba.

Lucía se golpeó la cabeza y sangraba profusamente; la cara se le cubrió de sangre en apenas segundos, tanto que no podía distinguir a Carlos. Quiso voltear hacia atrás para ver cómo se encontraba Sebas, pero un terrible dolor de cuello se lo impidió.

***

Horas después despertaba en la cama de un hospital. Un apósito le cubría la cabeza, en su brazo tenía una intravenosa y le habían inmovilizado el cuello. Se sentía aturdida; por un momento olvidó lo que había pasado, hasta que un flas cruzó por su mente y le hizo recordar el accidente. En ese instante surgió, desde las entrañas, un grito desgarrador que llamaba a su hijo.

Una enfermera entró a la habitación. Era una mujer de unos cuarenta años, de cabello castaño y de ojos verdes, los cuales miraban con infinita ternura a la paciente del cuarto 307. Se presentó como Neyda. Lucía estaba histérica y trataba de quitarse la intravenosa sin éxito alguno, ya que se encontraba débil, pues había perdido mucha sangre.

—Señora, cálmese, por favor. Deje de hacer eso o se hará daño.

La enfermera le habló con cariño. Le daba lástima la situación de esa paciente. Los habían llevado en la madrugada, víctimas de un accidente de auto. Tenía entendido que la paciente viajaba al lado de su hijo y su esposo. Por desgracia, el hijo no había llegado con vida. Su esposo sí; aunque, al igual que ella, se encontraba con golpes en todo su cuerpo.

—Mi hijo. —Su voz apenas fue un susurro—. ¿Dónde está mi hijo?

La enfermera se la quedó mirando, pero parecía que no tenía el valor de decirle la verdad.

—Su hijo está bien, se encuentra en otra habitación, al igual que su esposo.

Se trató de levantar y le dijo a la enfermera:

—Lléveme con mi hijo. Se lo suplico.

—Eso no puede ser posible. Usted necesita descansar. Ha perdido mucha sangre, está débil y tiene que reposar. Órdenes del médico —respondió la enfermera firmemente.

Lucía, muy enojada, le contestó:

—¡A mí me importan muy poco las órdenes del médico!, ¡yo quiero ver a mi hijo! —Lucía estaba al borde de la histeria, pero un presentimiento dentro de ella le hacía sentir que algo no estaba bien.

La enfermera, viendo que la paciente se estaba exaltando, no tuvo más remedio que inyectarle un calmante en el suero. Poco a poco, los párpados de Lucía comenzaron a cerrarse. En cuestión de minutos, cayó en un profundo sueño y percibió una impotencia enorme al ver como su cuerpo empezaba a ceder al tranquilizante.

***

Lucía despertó cuando sintió que alguien acariciaba su mejilla. Al abrir los ojos, vio a su hermana al lado de ella. Se llevaban diez años de diferencia.

Tita era de estatura baja, de cabello castaño, de ojos color miel y de unas curvas de infarto. A pesar de tener cuarenta años, se conservaba muy bien, tenía un cutis suave y terso. Casi no tenía arrugas de expresión, pues se la pasaba comprándose cremas y mascarillas, además de visitar con regularidad un spa de belleza.

Estaba casada con Javier Peñaverde, el dueño de un concesionario de autos. No podía quejarse: le iba muy bien y la trataba como a una reina. Tenían dos hijos, Javier y Kimberly. Ambos ya casados, pero sin descendencia. Tita vivía diciéndoles a ellos que era muy joven para ser abuela y se horrorizaba solo de pensarlo. Por suerte, ellos le respondían que no se preocupara, ya que ninguno de los dos tenía planes de momento.

—¿Cómo te sientes, pequeña? ¿Te duele algo? —Lucía asintió—. ¿Quieres que lo mande hablar al doctor? —Lucía negó con la cabeza.

—Quiero ver a mi hijo. Diles que me lleven con él, por favor. —Una lágrima rodó por su rostro y su hermana, tiernamente, la secó con el dorso de su mano.

—Ahora no se puede, pero pronto lo verás. —Lucía tenía un presentimiento, sabía que algo no iba bien. El corazón de una madre jamás se equivoca.

—Por favor, Tita, dime la verdad. ¿Qué me están ocultando? ¿Por qué no puedo ver a mi Sebas? —Más lágrimas rodaron por su cara. Su hermana le tomó la mano. Sabía que lo peor e

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