Un amante de ensueño (Cazadores Oscuros 1)

Sherrilyn Kenyon

Fragmento

1

—Cielo, tú lo que necesitas es que te echen un buen polvo.

Grace Alexander se encogió al escuchar el grito de Selena en mitad del pequeño café de Nueva Orleans, donde se encontraban apurando los restos de un almuerzo consistente en judías rojas con arroz. Por desgracia para ella, la voz de su amiga poseía un encantador timbre agudo que podía hacerse oír incluso en mitad de un huracán.

Y que en esa ocasión fue seguido de un repentino silencio en el atestado local.

Al echar un vistazo a las mesas cercanas, Grace percibió que los hombres dejaban de hablar y se giraban para observarlas con mucho más interés del que a ella le habría gustado.

¡Por el amor de Dios! ¿Es que Selena nunca va a aprender a hablar en voz baja? Y lo que es peor, ¿qué va a hacer ahora, quitarse la ropa y bailar desnuda sobre las mesas?, pensó.

Otra vez.

Por enésima vez desde que se conocieran, Grace deseó que Selena fuera capaz de sentir vergüenza. Pero su vistosa y a menudo extravagante amiga no conocía el significado de dicha palabra.

Grace se cubrió la cara con las manos e intentó no hacer caso a los curiosos mirones. Se sentía consumida por un deseo irrefrenable de deslizarse bajo la mesa, acompañado de una urgencia aún mayor de darle una buena patada a Selena.

—¿Por qué no hablas un poquito más alto, Lanie? —murmuró—. Supongo que los hombres de Canadá no habrán podido escucharte.

—Bueno, yo no estoy tan seguro —dijo el guapísimo camarero moreno al detenerse junto a su mesa—. Lo más probable es que se dirijan hacia aquí mientras hablamos.

Un calor abrasador tomó por asalto las mejillas de Grace al contemplar la diabólica sonrisa que le dedicó el camarero, que a todas luces estaba en edad de acudir a la universidad.

—¿Puedo ofrecerles algo más, señoras? —preguntó antes de volver a mirar a Grace—. O para ser más exactos, ¿hay algo que pueda hacer por usted, señora?

¿Qué tal si me traes una bolsa con la que taparme la cabeza y un garrote para atizar a Lanie?, pensó Grace.

Creo que ya hemos acabado —respondió con la cara como un tomate. Mataría a Selena por aquello, sin lugar a dudas—. Solo necesitamos la cuenta.

—Muy bien —dijo antes de sacar la nota para escribir algo en la parte superior del papel. La colocó justo delante de Grace—. Puede hacerme una llamadita si necesita cualquier otra cosa.

Una vez que el camarero se hubo marchado, Grace se dio cuenta de que el chico había anotado su nombre y su teléfono en la parte superior del recibo.

Selena le echó un vistazo y soltó una carcajada. —Espera y verás —le dijo Grace, reprimiendo una sonrisa mientras calculaba el importe de la mitad de la cuenta con su Palm Pilot—. Me las pagarás por esto.

Selena pasó por alto la amenaza y se dedicó a buscar el dinero en su bolso adornado con cuentas.

—Ya, ya, eso lo dices ahora; pero si yo estuviese en tu lugar, marcaría el número. Ese chico es monísimo.

—Jovencísimo, querrás decir —corrigió Grace—. Y creo que voy a pasar. Lo último que necesito es que me encierren por corrupción de menores.

Selena echó un vistazo hacia el lugar donde el camarero esperaba con una cadera apoyada en la barra.

—Sí, pero ese don «Soy Igualito a Brad Pitt» que está ahí enfrente bien vale la pena. Me pregunto si tendrá algún hermano mayor…

—Y yo me pregunto cuánto estaría dispuesto a pagar Bill por saber que su mujer se ha pasado todo el almuerzo comiéndose con los ojos a un chaval.

Selena resopló mientras dejaba el dinero sobre la mesa.

—No me lo estoy comiendo con los ojos en propio beneficio. Lo hago en el tuyo. Después de todo, era de tu vida sexual de lo que hablábamos.

—Vale, pues mi vida sexual funciona a las mil maravillas y no le interesa a la gente de este restaurante. —Y tras soltar el dinero en la mesa, cogió el último trozo de queso y se encaminó hacia la puerta.

—No te cabrees —le dijo Selena mientras salía tras ella a la calle para incorporarse a la multitud de turistas y lugareños que atestaban Jackson Square.

Las notas de jazz de un solitario saxofón se escucharon por encima de la cacofonía de voces, caballos y motores de automóviles al mismo tiempo que una oleada del típico calor de Louisiana las recibía al salir a la calle.

Haciendo todo lo posible para pasar por alto el bochorno que hacía el aire casi irrespirable, Grace se abrió camino entre la multitud y los tenderetes ambulantes dispuestos a lo largo de la valla de hierro que rodeaba Jackson Square.

—Sabes que es cierto —le dijo Selena en cuanto estuvo a su lado—. Lo que quiero decir es que, por el amor de Dios, Grace, ¿cuánto hace desde la última vez? ¿Dos años?

—Cuatro —contestó ella con aire ausente—. Pero ¿a quién le interesa llevar la cuenta?

—¿Cuatro años sin sexo? —repitió Selena con incredulidad y a voz en grito.

Varios mirones se detuvieron para observar con curiosidad a Selena y a Grace.

Ajena como de costumbre a la atención que despertaban, Selena siguió con su diatriba.

—No me irás a decir que has olvidado que estamos en plena Era de la Electrónica, ¿verdad? O sea, vamos a ver: ¿alguno de tus pacientes sabe que llevas tanto tiempo sin sexo?

Grace acabó de tragarse el trozo de queso y miró a Selena con cara de pocos amigos. ¿Es que tenía la intención de pregonarlo para que toda persona o caballo que pasara por la zona pudiera enterarse?

—Baja la voz —le dijo antes de añadir con sequedad—: No creo que sea de la incumbencia de mis pacientes si soy o no la reencarnación de la Virgen. Y con respecto a la Era de la Electrónica, no quiero tener una relación con algo que funciona a pilas y viene acompañado de una etiqueta con advertencias.

Selena soltó un bufido.
—Ya, bueno, pues déjame decirte una cosa: la mayoría de los hombres tendrían que venir acompañados de una etiqueta con advertencias. —Alzó las manos para enmarcar la siguiente afirmación—: «Atención, por favor, Alerta Psicótica. Yo, macho-man, soy propenso a sufrir horribles cambios de humor y a poner caras largas; además, poseo la habilidad de decir la verdad a una mujer sobre su peso sin previo aviso».

Grace soltó una carcajada. Había soltado de carrerilla en innumerables ocasiones ese discursito sobre las etiquetas que deberían llevar los hombres.

—Vaya, ya lo entiendo, Doctora Amor —dijo Selena, imitando la voz de la doctora Ruth, la conocida sexóloga que aparecía tanto en la radio como en la televisión—. Usted se limita a sentarse y a escuchar cómo sus pacientes le largan todos los detalles íntimos de sus encuentros sexuales, mientras que en lo personal vive como un miembro vitalicio del Club de las Bragas de Teflón. —Dejó de forzar el falso acento y añadió—: No puedo creer que después de todo lo que has escuchado en tus sesiones no haya nada que consiga revolucionarte las hormonas.

Grace la miró con una chispa de humor en los ojos. —Mira, soy sexóloga. No me beneficiaría mucho que mis pacientes se dedicaran a hacerme experimentar la petite mort mientras echan fuera todos sus problemas. En serio, Lanie, perdería el título.

—Vale, pero no entiendo cómo puedes aconsejarles en algo cuando ni siquiera te acercas a un hombre.

Grace hizo una mueca y se encaminó hacia el lado opuesto de la plaza, dejando atrás el Centro de Información Turística para llegar hasta el lugar donde Selena había instalado el puestecillo en el que echaba las cartas del tarot y leía las líneas de la mano.

Suspiró al llegar al tend

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