Capítulo 1
Paula miró el reloj: las cuatro y media. Aún le daba tiempo a bajar a tomarse un café rápido en el Starbucks antes de salir hacia el puente de las Flores a disfrutar de la tarde. Era, seguramente, la cafetería con menos encanto de la ciudad, pero estaba en el bajo de El Corte Inglés, donde había comido en la zona de restaurante para evitar hacer cola, y era también una especie de escaparate desde el que se podía ver a los transeúntes de la calle Colón —su oficina estaba ubicada una manzana más abajo— con bolsas de las tiendas de la vía más conocida de la ciudad, mientras degustaba un buen café en taza de porcelana.
Era como espiar sin ser visto, pudiendo anotar, si le apeteciera, los hábitos sociales de cada cual. Mas su cabeza no quería saber qué compraban, sino más bien qué tipo de estructuras urbanas preferían: parques, puentes, rascacielos… El cerebro de Paula, arquitecta de profesión, estaba concentrado en su trabajo: presentar un proyecto de construcción de una ciudad universitaria atractiva para la Generalitat Valenciana, que sacaría a licitación en unos meses tan titánico proyecto y en el que ella participaría como integrante del equipo de Calatrava. Había sido contratada, de hecho, a tal efecto, así que, en aquel momento, poco más desviaba su atención.
El baile, tal vez, y los nuevos amigos que había hecho al llegar a la ciudad, dos o tres meses antes desde Madrid, donde había nacido y se había criado, a quienes había conocido a través de su prima Aitana y que la había acogido como a una más.
Pidió un caramel machiatto y acercó a su butaca —había tenido la suerte de encontrar una vacía, a pesar de que la mesa estuviera ocupada por una joven concentrada en su libro electrónico— su enorme maletín que contenía un bloc A3, lápices de carboncillo, regla, escuadra y cartabón, medidor láser y goma de borrar, aunque rara la vez la utilizase.
Se diría que, más que tomar medidas, fuera a hacer un dibujo artístico para la facultad de Arquitectura, cuando hacía… contó… ¡trece años que había terminado la carrera! Treinta y seis primaveras y estaba estupenda, se dijo animándose, mientras se acababa el café y se prometía una buena carrera al día siguiente, quizá un fartlek por la orilla del mar con los pies hasta los tobillos dentro del agua, aprovechando que vivía en el paseo marítimo de la Malvarrosa, la playa de Valencia.
Le gustaba cuidar su cuerpo y mantener una figura joven y atractiva, así como mimar su piel con cremas y mascarillas. Sí, era presumida, qué se le iba a hacer. Mejor ser vanidosa que antipática o una psicópata, ¿no?
Apuró su bebida, recogió la cartera negra de piel de Montblanc —le gustaban las cosas de calidad, diseño y con estilo y, maldita fuera su suerte, todas solían ser caras—, salió al ajetreo de la calle y detuvo al primer taxi con la luz verde que pasó por delante de ella.
—Al puente de las Flores, por favor —le dijo al conductor.
Este se volvió y la observó con detenimiento. Paula estaba acostumbrada a que la mirasen: era una mujer de uno setenta, con una larga melena rubia y lisa, natural, y unos enormes ojos azules. Sus labios llenos y sus orejas pequeñas hacían de ella una mujer muy bonita. Su madre siempre dijo que debió ser modelo, como si fuese más divertido subirse a una pasarela que construir edificios. En todo caso, la cuestión era que aquel taxista no la evaluaba con apreciación, sino como si quisiera diagnosticar si estaba loca o solo perdida.
—¿Está usted segura, señorita?
—¿Hay un puente más bonito en la ciudad? —le respondió con una sonrisa, aunque hubiera preferido mandarlo a tomar viento por dudar de su capacidad de decisión.
—¿Es usted de aquí? —insistió el conductor.
Eso sí, tenía que concederle que no hubiera puesto el taxímetro antes de comenzar a interrogarla.
—Soy de Madrid, pero llevo ya un tiempo viviendo en esta ciudad. Y sí, quiero ir al puente de las Flores. ¿Me haría el favor de llevarme?
En momentos como aquel odiaba a su progenitora por hacerla demasiado correcta. «¿Se puede ser demasiado educada?», solía preguntarle su madre cuando Paula se lo recriminaba. Ella sonreía y le contestaba: «Debe de poderse, cuando yo nunca te he mandado a la mierda, mamá».
Quizá fuera cobarde o quizá prudente, pero lo decía desde la puerta e iba a refugiarse en el sofá con su padre, que la mimaba demasiado y para quien su hija nunca hacía nada malo.
Provenía de una familia que no solo la quería, sino que tenía, además, mucho dinero y la consentían. Si podía permitirse todas las cosas preciosas que tenía, además de su heredada residencia, no era gracias a su sueldo, que no estaba nada mal, sino porque su tarjeta de crédito iba directa a la cuenta corriente de su padre, quien nunca preguntaba.
Era, eso sí, discreta en sus gastos, sin excederse ni abusar. Vivía como lo había hecho mientras estaba bajo su tutela: ropa de calidad, algún viaje, casa magnífica y un buen coche. Le encantaban los coches, como a Ricardo de Castro y, si no tenía moto, era porque su madre se lo prohibió, a ambos, padre e hija, por miedo a que un accidente… Pero le encantaban aquellos caballos metálicos y, por qué no reconocerlo, sus aguerridos jinetes le atraían más de lo normal. Eso sí, no los macarras llenos de tatuajes.
—De acuerdo, pero no se quede demasiado tiempo —le advirtió el taxista, devolviéndola a la realidad, antes de arrancar el motor y adentrarse en el tráfico de la enorme avenida.
Prefirió no responderle que, si quisiera que la mangoneasen, tendría un marido. A fin de cuentas, no podía dudar de las buenas intenciones de aquel señor.
En ese momento le vino a la cabeza su compañero de baile, que era subinspector de la Policía Nacional y que, en cuanto había conocido sus planes, le había prohibido tajantemente acudir a dibujar ese día. ¿Acaso iban a disparar una mascletá allí, o qué? Porque, si bien Juanjo no le prohibiría ir solo porque sí, tampoco le había dado una razón de peso para que le obedeciera ciegamente.
Tal vez, especuló Paula, su actitud despótica se debiera a Natalia Miralles, su VIP. Juanjo trabajaba en la brigada de escoltas, y la mujer a la que vigilaba, la tal Natalia, lo llevaba por el camino de la amargura; Paula estaba segura de que estaba pagando su frustración con ella, de ahí que estuviese tan mandón.
Además, se repitió, aún no había nacido el hombre que pudiera decirle qué hacer y qué no, ya fuera un subinspector de policía con muy buenas intenciones o un taxista metomentodo.
Sabía que era, más que feminista, una malcriada, una que, por suerte, con el tiempo había madurado y rebajado su carácter hasta convertirse en alguien agradable. Así que, digamos que ya no era caprichosa ni tozuda, sino que se había convertido en una mujer decidida. Sí, eso mismo le diría a Juanjo cuando supiera que había estado allí. Porque cuando acabase de tomar las medidas le enviaría un selfie rodeada de geranios rojos y con una sonrisa enorme para que no diera por sentado que obedecía cada orden suya.
Llegada a su destino, pagó al conductor con su móvil, le agradeció la carrera deseándole una buena tarde y se bajó con su cartera de mano, que pesaba un muerto con tanto aparejo. Había prescindido del bolso y metido su documentación, su móvil y un billete de cincuenta euros en el bolsillo interior. También había dejado en la oficina los tacones, cambiándose el calzado por unas botas mosqueteras lisas que le permitirían moverse con más comodidad. Llevaba, incluso, vaqueros, con el pretexto de que al día siguiente era festivo.
Miró con ojo crítico la estructura, olvidada toda belleza, y decidió comenzar la tarea por la base, es decir, desde abajo, así que buscó unas escaleras que la llevaran al cauce del río y se puso a lo suyo. En cuanto cogía un lápiz, el resto del mundo solía desaparecer.
Debió de pasar más de una hora cuando levantó la cabeza por primera vez, molesta ante tanto ruido. No, no era ruido, se percató, sino demasiadas conversaciones a la vez. Miró hacia arriba, a la plataforma, y frunció el ceño: había bastante gente, demasiada para sus intenciones. Podía coincidir en que era un lugar magnífico, pero si uno quería charlar a gusto, ¿no era mejor bajar al río, que estaba habilitado y era un jardín enorme y precioso donde las voces se difuminaban? ¿A qué santo estar todos ahí arriba? A ese ritmo serían una multitud y colapsarían la acera.
Depositó en el suelo con sumo cuidado el bloc y los lápices, así como el láser, y sacó del maletín los auriculares inalámbricos… a grandes males, grandes remedios. Eligió una lista de arias de ópera, subió un poco el volumen y volvió a lo suyo: estribos, plataforma, subestructura, vigas y apoyos… Iba moviéndose, tomando perspectivas. Sabía que lo que pretendía ser un dibujo rápido, a mano alzada, anotando medidas o incluso dictándolas en la grabadora del iPhone, se estaba convirtiendo en un ejercicio de capacidad y calidad en toda regla, pero ¿a quién le importaba? Era jueves, víspera de festivo, no había quedado con nadie, no había kizomba esa noche —el baile que más le gustaba y que solía ir a practicar a la discoteca de Asúcar cada jueves después de cenar— y no quería regresar tan pronto a casa. En breve cambiarían el horario y atardecería demasiado temprano. Además, así disfrutaría del sol mientras pudiera.
A saber cuánto tiempo después, quiso detallar los apoyos, que los geranios cubrían por completo. Cuando llegó arriba le costó hacerse un hueco, la acera estaba a rebosar. Tuvo que pedir permiso para pasar e, incluso, dar pequeños empujones, para ir asomándose, en la medida de lo posible, a los martillos, respetando las plantas, dictando en la grabadora sus impresiones, con todo el material guardado porque era imposible trazar una sola línea entre tanta gente.
Y, entonces sí, notó la tensión alrededor subir de voltios y escuchó gritos, cánticos más bien. Se quitó los auriculares y los devolvió a la cartera, atenta a las pancartas que empezaban a alzar algunos. Segundos más tarde escuchó las sirenas y la gente empezó a correr en dirección al casco antiguo. ¿Una manifestación? ¿En serio? Joder, joder y joder.
No supo bien cómo reaccionar, así que optó por parapetarse a un lado, y a hacer puñetas las flores, y esperar a que todos pasasen, que a la velocidad que corrían, sería rápido. Poco después vio a la Policía Nacional, con cascos y porras —defensa reglamentaria, según Juanjo se llamaban defensas reglamentarias, no porras— marchando también hacia ella. Le vino a la mente la estúpida imagen de los sanfermines, como si los que gritaban fueran los mozos, y los de uniforme, los astados.
—¡Corre! —le gritó uno de los últimos que pasaban dándole un empujón, quiso pensar que impulsándola a la carrera.
El peso del maletín, la sorpresa y a saber qué más la lanzaron hacia adelante y fue a dar con la mejilla en una farola. El golpe fue tan fuerte que entendió la frase de «ver las estrellas», tanto le dolió que, por un momento, todo se volvió oscuro y solo había centellas antes sus ojos. Para cuando recuperó la visión había una mano tendida frente a ella, ayudándola a levantarse.
«Vaya», pensó, «para que luego digan que la policía es borde o que ya no quedan caballeros».
—Gracias —murmuró, cogiéndose a la palma extendida.
Se vio levantada de un brusco tirón y el agente desapareció corriendo, gritando a alguien «tuya» mientras la lanzaba hacia atrás como si fuera una pelota.
¿Suya? Ella no era de nadie, se rebeló, al tiempo que recogía el maletín. En ese momento un hombre… no, rectificó, un armario empotrado, la tomó por las manos y le dio la vuelta, queriendo inmovilizarla. Se resistió, claro, pensando que podría romper el contenido de su cartera dada la fuerza que estaba empleando. Fue un intento inútil, en un momento tenía un molesto plástico entre las muñecas, atadas estas a la espalda, pero afortunadamente con sus cosas también enganchadas.
Resignada, se dejó llevar con el maletín rebotándole contra las pantorrillas en dirección a un furgón —o una lechera, como las llamaban en Madrid— lleno de gente de lo más variopinta: jóvenes con rastas y ropa rota, hombres de la edad de su padre, muchachos que parecían estudiantes… y ella, que no pintaba nada en aquel lugar. A punto estuvo de preguntar por qué los habían detenido, pero prefirió mantenerse en silencio. Le dolía demasiado la mandíbula para intentar hablar.
Y, a qué negarlo, también estaba asustada.
Recordó que su amigo iba de mañanas esa semana y que, además, tenía puente, así que se tranquilizó: cuando bajara pediría llamar al subinspector Ríos. Le iba a costar una bronca de órdago por su parte, pero estaba bien: Juanjo la sacaría de allí.
***
El inspector jefe Beltrán era valenciano.