También llueve en verano

Sara Ballarín

Fragmento

1. La llamada

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La llamada

Tengo un secreto que confesar. Bueno, en realidad son dos. El primero, odio a Hello Kitty por encima de todas las cosas. Nunca entenderé cómo esa rata-gata con un lazo hortera en la oreja se puso de moda en los ochenta, en los noventa, en... Qué pesadilla, por Dios; ¡que solo es una rata-gata! El segundo es que me han despedido. Sí. Debería poner una canción tristona de fondo para crear atmósfera y generar drama, porque me han des-pe-di-do. Así que estoy sin trabajo por primera vez en diez años. En mi defensa diré que no ha sido por ser poco productiva o por alguna razón que encienda mi sentimiento de culpa. El tema es que la empresa europea de aviación y aeronáutica donde trabajo en Hamburgo decidió hacer un recorte masivo de plantilla para así reajustar pérdidas, por lo que sin comerlo ni beberlo, Auf Wiedersehen! Vamos, que adiós muy buenas, maja. Y cierra la puerta al salir, gracias.

Se venía venir. El despido masivo, digo. Llevábamos semanas de negociaciones y conversaciones con la cúpula directiva y hasta salimos en prensa. Lo intentamos todo para frenar la debacle, pero no ha sido posible. Desde hoy, 30 de abril, muchos de los ingenieros aeronáuticos que llevábamos años trabajando ahí tenemos un enorme moratón en el culo debido a la patada que nos han dado. De nada ha servido el enorme esfuerzo que me costó mi preparación al elegir una de las carreras más exigentes que existen ni estar durante años dejándome la piel en el diseño de piezas de aeronaves. Tampoco la lucha con uñas y dientes para hacerme un hueco en un sector complicado. Ni siquiera el decir adiós a mi familia y a mi país en pos de labrarme un futuro más prometedor en Alemania... Porque, toma castaña, menudo futuro prometedor: al paro.

¿Y ahora qué hago? Es obvio que tengo que buscar otro trabajo, pero me refiero a qué hago con mi vida. La idea de volver a España me ronda desde que se avistaba el despido, porque lo cierto es que aquí ya no me ata nada y regresar es algo que me tira, y más desde que mi madre está como está. Pero no quiero pensar las cosas a lo loco, así que me lo tomaré con calma. Porque lo bueno es que a nivel económico tengo las espaldas cubiertas por un tiempo. Sin tirar cohetes, eso sí, pero da cierta tranquilidad. Así que puedo permitirme respirar un poco y pensar con sensatez qué quiero hacer y dónde quiero vivir.

No ha sido un gran drama, al menos por ahora. Quizá porque ya estaba bastante agobiada de tanto trabajo, tantas horas extra, tanta presión acumulada. Muy desmotivada. Por eso, cuando he recogido mis cosas, he salido a tomar algo con unos colegas para despejarme un poco del día denso. Después, una vez en casa, me he servido una última copa de tinto para interiorizar a solas toda la carga de hoy. Bueno, vale, lo confesaré: me he encendido un cigarrillo también. Es que dejé de fumar hace años y soy superantitabaco; de las que gritan si alguien fuma a su lado; de las que alaban las virtudes de no tener ese asqueroso y repulsivo vicio; de las que critican sin piedad a los fumadores, y también de las que se fuman un pitillo a escondidas cuando les sale del moño. Llamadme hipócrita y todo lo que queráis, que mientras tanto yo exhalo el humo de mi última calada y contemplo por la ventana un precioso Hamburgo nocturno, con mi copita de buen vino semivacía y con los neones estridentes del cartel luminoso de Hello Kitty en el comercio de enfrente.

Ya, ya, todo muy ideal, pero que no se me olvide que me han despedido.

Doy un último sorbo cuando mi teléfono suena y, de forma inconsciente, miro el reloj: son las doce de la noche. «Qué raro», pienso. Y más al ver que es mi hermana.

—¿Gala? —respondo con miedo.

—Hola, Alicia —balbucea entre sollozos.

—¿Es mamá? —y lo pregunto llevándome una mano al pecho.

—No, no, tranquila. Mamá está bien. —Suspiro con alivio—. Perdona que te llame a estas horas.

—No pasa nada. Pero ¿ocurre algo?

—Sí. —Inspira. Resopla—. Bueno, lo que ya te comenté. Esta tarde Ernesto se ha marchado a su nueva casa, en otra ciudad, con su nueva novia y lejos de su pronto exmujer y de su hijo. Íbamos a esperar a que Tito terminara el colegio, pero anoche tuvimos una muy gorda y decidió que no podía aguantar más. —Calla y la oigo sollozar—. Así que, en cuanto me he tranquilizado y he acostado a Tito, me he tomado unas horas para digerirlo todo, por eso te llamo tan tarde.

Me quedo unos segundos en shock. Reconozco que me sorprende mucho que mi hermana haya tenido la necesidad de contarme algo tan doloroso. Y más a estas horas. Pero me recompongo rápido de mi asombro y trato de estar a la altura.

—Lo siento, Gala. ¿Cómo estás? ¿Cómo está Tito?

—Tito no lo acaba de entender. Se lo explicamos en su momento, pero creo que todavía no comprende muy bien qué significa que papá y mamá se separen. Solo tiene seis años. —Llora—. No sé cómo le va a afectar todo esto. No lo sé. ¿Y si le crea un trauma? ¿Y si nos odia? Dios, cómo voy a hacerlo, cómo voy a hacerlo...

Mi hermana rompe a llorar y a mí se me pone un nudo en la garganta porque jamás la había escuchado así. Le intento decir las típicas frases para consolarla, pero me da tanta pena notarla tan rota que, en lugar de ayudar, lo dramatizo todo mucho más.

A ver, lo explico rápido: mi hermana y Ernesto se conocieron en un bar de nuestro pueblo hace nueve años. Comenzaron una relación llena de altibajos en la que, además, lo dejaron una o dos veces. El caso es que, llegado el momento, a mi hermana le hizo tictac el reloj biológico y se empeñó en que quería casarse y ser madre, que era lo que siempre había querido, que ya tenía treinta y tres primaveras, que no quería esperar más. Ernesto también quiso ser padre y así nació Ernestito. Todo queda en casa. Por el nombre, digo. En lo de casarse, en cambio, no estuvieron tan de acuerdo y casi rompen la relación de nuevo por las discusiones que tenían. Mi hermana quería boda por todo lo alto. Ernesto no quería ni oír hablar de matrimonio. Al final los casó el juez de paz al poco de quedarse embarazada. Ni vestidos, ni alianzas, ni banquete, ni invitados. Solo los respectivos padres. Nada de hermanos, amigos o vecinos. Es la condición que puso Ernesto para casarse, así que me ahorré el viaje y la rabia de ver como Gala se casaba con un imbécil que ni la quería ni era querido por la familia. El tiempo nos dio la razón y, tras seis años más de tormentas, de relación complicada, de expectativas frustradas, de discusiones, de lágrimas, de rencores y de pésima convivencia, Ernesto se enamoró de una compañera de trabajo y puso punto final a su matrimonio. Un punto final que todos, menos mi hermana, vimos desde que se conocieron, por cierto. Sin embargo, no oséis poner dosis de realidad a quien no la quiere ver, que os tildará de entrometidos y se enfadará con vosotros.

—Calma, Gala. Hoy en día es de lo más normal. No le va a crear trauma de nada. Además, os

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