En manos de un highlander

Encarna Magín

Fragmento

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Capítulo 1

Año 1105 en las Highlands

Greig MacNeil miraba a su hermana Isobel subir a su yegua. Su cabellera de rizos menudos, pelirroja como un atardecer, caía esplendorosa sobre sus hombros. Era tan hermosa que su corazón se contrajo de felicidad. Tenía dieciocho años, y sabía que pronto llegaría el momento de buscarle un marido. Pero mientras tanto, él disfrutaría de su compañía, como en ese momento, que habían salido a pescar truchas al lago Glen Affric esa tarde radiante de primavera.

Isobel era la única mujer que le importaba en el mundo, la única por la que daría la vida sin pensárselo. Se quedaron sin padres demasiado pronto, su madre murió cuando nació ella. Aún se acordaba del parto, que duró un día con su noche; los gritos, las caras largas; las prisas, en los pasillos, de gente que entraba y salía de la habitación de sus padres. Por aquel entonces, él contaba con once años, los suficientes para darse cuenta de lo que pasaba, y a pesar de su corta edad, no pudo evitar preocuparse. Nunca antes había rezado tanto, se pasó horas con las rodillas hincadas en el suelo frío, pero sus súplicas no fueron del todo escuchadas. Su hermana se salvó, no así su madre, que se desangró y murió sin poder abrazar a su recién nacida. Y al cabo de un año, falleció su padre en una batalla. Por eso, cuando Isobel tuvo edad suficiente, le enseñó a cazar, a pescar, a montar como un hombre y a luchar, con intención de que ella pudiera subsistir en un mundo gobernado por varones y protegerse, en caso necesario, si él moría joven.

—¿Nos vamos? —preguntó risueña, observando cómo su hermano subía a su semental Ax—. Quiero preparar las truchas para cenar —dijo satisfecha, palmeando el fardo que colgaba del cuerno de su silla.

—¡Pero nada de carreras, ehhh! —señaló él, conocía su afán por llegar primera al castillo.

Mas su hermana era demasiado traviesa, y no hubo terminado de pronunciar la frase que salió a galope por entre los árboles. Greig se colocó a la par de ella, la censuró con su mirada verde y le cogió las riendas, obligando a la yegua a que se detuviera.

—Nunca me haces caso —la reprendió el hermano entre dientes, reconocía que ella se estaba buscando un buen regaño, incluso un par de tundas en el trasero serían más efectivas que las palabras. Pero su debilidad por Isobel siempre ganaba la partida y ella solía aprovecharse de ello. No le quedó más remedio que claudicar cuando le suplicó con su dulce mirada—. Te vas a hacer daño, y no sería la primera vez —mencionó en un tono más suave.

—Ya soy mayor, tú me enseñaste, y he aprendido a montar muy bien —argumentó Isobel con sus ojos verdes chispeantes, le divertía salirse con la suya.

—Has aprendido solo lo suficiente para defenderte a lomos de un équido —amonestó, le entregó las riendas—. Sin embargo, la pericia te la dan los años de experiencia, y aún te queda mucho para montar como yo, jovencita —la sermoneó.

—¿Podré invitar a Archie a cenar?

Greig sonrió, siempre cambiaba de tema cuando intuía que él se estaba enfadando de verdad. En eso su hermanita era una buena estratega.

—Claro, estará contento. Muy contento —manifestó con retintín.

Ella ordenó a su montura que fuera al trote, su hermano hizo lo mismo y se colocó a la par de ella. Greig cabeceó al tiempo que observaba las mejillas rojas, salpicadas por pecas, de su hermana. Archie, su primer comandante, solía causarle ese efecto.

—Sé que te gusta Archie —se atrevió a decir Greig.

Ella lo miró.

—¿Le permitirías que me cortejara? —preguntó, su sonrisa se ensanchó en un intento de que le dijera que sí.

—Sabes que tengo otros planes, Isobel. Ya hemos hablado de ello.

Ella no ocultó su decepción, pero no le increpó como solía hacer. Greig era consciente de que estaba enamorada de su primer comandante. Aun así, su hermana sabía los planes que tenía para ella; y a pesar de ser una rebelde, no dudaba que cumpliría con su deber, o al menos eso creía. Quería casarla con el hijo heredero de algún clan importante, para crear una alianza que lo hiciera más fuerte. No era que lo necesitara, pues bajo sus órdenes tenía a casi un millar de soldados, pero no estaba de más poder contar con otro tanto, por si algún día los requería. Estaba seguro de que abundarían los candidatos; eran muchos los jefes de otros clanes que querían aliarse con él. De hecho, ya había varios pretendientes que habían mostrado interés por su hermana.

No obstante, se aseguraría de escoger un buen esposo para su adorable hermana. Deseaba un hombre capaz de mantener a su Isobel protegida y, al mismo tiempo, controlada. Si de una cosa no se sentía orgulloso era de que había sido demasiado tolerante con ella, y, con el pasar de los años, su rebeldía había causado más de un problema en el clan. Su abuela paterna Rossalina (la mujer que les hizo de madre cuando la verdadera murió) siempre le había advertido que regañar a su hermana no era un signo de no quererla, pero no la escuchó y siguió malcriándola. Y se estaba dando cuenta de su error, desde luego.

Los hermanos iban charlando cuando Ax se puso nervioso y, en consecuencia, Greig tiró de las riendas. Su montura se detuvo y pidió a Isobel, con un gesto de mano, que hiciera lo mismo. Prestó atención a su alrededor; quizá se trataba de un ciervo, un jabalí o un corzo, pero su semental no dejaba de estar inquieto, incluso estaba piafando con cierta violencia. Llegó a la conclusión de que no se trataba de un animal, pues estos hubieran huido asustados ante su presencia, por miedo a que los cazase —y Ax se hubiera tranquilizado al instante—. De modo que no tuvo ninguna duda.

—Creo que Ax me está avisando de que nos están vigilando —informó palmeando el cuello del animal cuando vio sus ollares dilatarse.

Ax, tal como decía su nombre, era un hacha. Greig estuvo presente en su nacimiento; y cuando sus miradas se cruzaron nada más salió del vientre de su madre, con su pelaje marrón oscuro y su crin negra untada de grasa, supo que sería especial. Y no se había equivocado. El équido poseía un sexto sentido para advertir el peligro, su olfato nunca le fallaba. Se había convertido en uno de sus mejores guerreros y más de una vez le había salvado la vida.

El hombre miró a un lado y a otro, buscando algún movimiento o alguna señal que delatara la ubicación del desconocido. Todo pasó muy deprisa, Ax se encabritó sin previo aviso, obligando a Greig a cambiar de posición. El siseo de una flecha resonó cerca de sus oídos, y él supo que alguien quería matarlo. Miró a su hermana y vio que estaba bien, el alivio fue enorme. Ella estaba instando a su montura a moverse en círculo buscando a sus atacantes. Se sacó la daga que llevaba en la cintura, la apretó en su puño y apuntó al aire de una manera muy amenazante. Su hermano le había enseñado a utilizarla y estaba más que dispuesta a hacerlo si alguien se atrevía a lastimarlos.

—¿Qué sucede? —preguntó Isobel con una expresión expectante, no podía dejar de mirar a derecha e izquierda.

Él no contestó, tenía todos sus sentidos concentrados en buscar al asesino. Oyó un ruido, que parecían los cascos de un caballo, y no tardó en divisa

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