Porque tú eres mi crush

Sandra Bree

Fragmento

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Prólogo

En ese momento, a Cristina lo único que le importaba era la mano firme que le guiaba hacia la salida del pub. El calor que desprendía sobre la suya, la presión que ejercía y que hacía que se olvidara de todo lo que la rodeaba, era algo tan inesperado que sentía que debía asegurarse de no estar soñando.

Sonrió, agradecida de que la noche se le estuviera dando tan bien. Había pensado irse a casa, ver algo en la televisión y marcharse a dormir pero, en menos de un minuto, ya tenía nuevos planes. Y mejores.

No era la primera vez que salía con un hombre. Pero él no era como el resto de los mortales. Él era Mario, conocido también por ser un picaflor, un calavera y un mujeriego. Sin embargo, ella, aunque asumía sus fatídicas cualidades, prefería pensar en él como en el hombre del que llevaba enamorada toda su vida. Su crush.

Cristina lo conocía bien. Era el primo de Paula, su mejor amiga desde que iban juntas a primaria. Le sacaba diez años. Ella iba a cumplir los veinte y él los treinta. Pero nada de eso importaba desde el momento en el que él había comenzado a seducirla. Todo lo esencial desapareció de su mente, y los gritos de advertencia que hacía tan solo unos segundos inundaban su cabeza con fastidio, diciéndole que saliera corriendo de aquel lugar sin mirar atrás, desaparecieron de repente.

Si Paula, esa noche, no se hubiera marchado dejándola colgada para irse con uno de sus ligues, ella jamás habría tenido la oportunidad de estar con Mario.

Lo miró por el rabillo del ojo. Era tan guapo como un actor de cine.

Tenía claro que se quería acostar con él sin importar el día de después. Ya sufría lo indecible al verlo a diario pasear con unas y otras de la mano, y seguiría sufriendo igual al día siguiente. Pero, al menos, le iba a quedar el consuelo de saber que lo había besado, lo había tocado y había sentido su amor por un efímero instante.

Todas las mujeres lo superaban, ¿por qué ella iba a ser diferente?

Comprendía que él no tenía la culpa de ser tan guapo. Además, no engañaba a nadie con sus artes de seducción ni ocultaba como era en realidad.

Cristina tenía la esperanza, en un pequeño rincón de su mente, de que ella podría ser la mujer que de verdad lograra conquistarle. Aunque imaginaba que el resto de las féminas que habían pasado por su vida, y por su cama, albergaban la misma idea que ella en esos momentos. Era inevitable hacerse ilusiones. Por otro lado, no tenía que envidiar a la belleza de nadie. Desde pequeña había sido una niña hermosa, y su atractivo había aumentado con los años. Era alta, con piernas largas y torneadas, cintura estrecha y pechos turgentes. Una melena rubio ceniza caía por sus hombros y espalda en suaves ondas. Sus ojos, claros y grandes, estaban rodeados de tupidas pestañas, y su boca era de labios generosos, más el inferior que el superior.

Nunca había pasado inadvertida entre sus compañeros de la escuela. Los hombres sentían la necesidad de protegerla y pululaban en torno a ella como las moscas a la miel. E incluso en secundaria tuvo dos profesores que la agasajaron y la halagaron sin descanso. Uno de ellos, Juan Antonio, encargado de la asignatura de Educación Física, consiguió salir con ella fuera del instituto en varias ocasiones.

Pero el corazón de Cristina tenía dueño. Era un secreto que solo ella conocía, pues Paula habría puesto el grito en el cielo si lo hubiera sabido. Y la madre de Paula. Y el padre. Y lo que era peor, el propio padre de ella, Héctor. Sin embargo, Mario era el único que hacía que se le secara la boca, que el corazón latiese salvaje y, sobre todo, el único que conseguía que sus bragas se mojaran con solo mirarla.

Sintió que la mano que sostenía la suya presionaba con más fuerza. Alzó sus ojos y se encontró con los verdes de él, que la observaban con una sonrisa de infarto en su boca de labios sensuales.

—¿De verdad quieres que nos vayamos? Estás a tiempo de pararme los pies y decir que no quieres venir conmigo.

Ella tragó saliva, nerviosa. No debía ir, mas lo deseaba con toda el alma. Era consciente de que una vez emprendiese aquel viaje, no tendría retorno. Pero estaba tan excitada..., tenía tantas ganas de estar con él a solas…

—¿Cristina?

Asintió con la cabeza simulando una seguridad en sí misma que, en realidad, no sentía.

¿Por qué confiaba en él si sabía de primera mano cómo era? Muchas veces, sentada en el salón de la casa de Paula, le había visto llegar hablando de sus ligues. O incluso, en familia —se consideraba una más de ellos desde que tenía diez años— solían dialogar de si habían visto a Mario con tal o con cual.

Según la madre de Paula, todas las mujeres que iban con él eran tontas por creer que podían conseguirlo. Y allí estaba ella ahora, dejándose llevar para satisfacer el calentón que los dos llevaban encima.

«Va a ser solo sexo», se repitió.

—Estoy segura de querer ir contigo —respondió mirando hacia la puerta roja del pub.

Deseaba preguntar si él también lo estaba, pero se negaba a estropear aquel momento. Temía que despertara del trance propio en el que había caído y terminara dándose cuenta de que, a quien pretendía llevar a su cama, era a la amiga de su prima. A quién él llamaba canija.

Mario tiró un poco de ella y la acercó a su cuerpo. Soltó su mano y rodeó la estrecha cintura con el brazo. Sus costados quedaron pegados. Cristina sintió cómo un calor abrasador inundaba ciertas partes de su anatomía, en especial la que iba desde encima de los muslos hasta justo debajo del cuello. La chaqueta cruzada que llevaba sobre la blusa disimuló las proporciones que habían adquirido sus ahora sensibles pezones.

Salieron a la calle apenas sin hablar y se dirigieron al coche que había estacionado al final de la calle. Era primeros de junio y en Madrid comenzaba a hacer calor.

Él abrió la puerta, caballeroso, y Cristina se acomodó en el interior. Todo olía a él.

Mientras Mario rodeaba el coche, ella aspiró con fuerza al tiempo que lo perseguía con la vista. Se pellizcó con suavidad el dorso de la mano. Debía asegurarse de que aquello era verdad y no estaba en uno de sus sueños en los que siempre acababa despertándose antes de tiempo.

Él entró estirando sus largas piernas por debajo del volante. La miró sobre el hombro con una sonrisa enloquecedora. De un solo movimiento agitó la cabeza de arriba abajo.

—¿Bien?

Cristina sonrió feliz. Sin pensarlo, alargó los brazos hasta rodearle el cuello y lo besó con entusiasmo. Él devolvió el beso acariciando con sus manos la delgada espalda para dejar las palmas sobre las caderas. Murmuró contra los labios de ella:

—Será mejor que esperemos a llegar a casa.

Ella se apartó, jadeante, y asintió.

—Tienes razón, adelante.

Mario arrancó el coche y lo movió para meterse de lleno en la carretera. Ella estiró el brazo hacia él de nuevo y enredó los dedos entre sus gruesos mechones castaños. No quería dejar de tocarlo ni un solo instante. Su cabello era espeso y suave.

—Y ahora que has terminado con los estudios, ¿has pensado qué vas a hacer? —preguntó él para entablar conversación. Su voz era cálida como la caricia del terciopelo.

—Todavía no

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