Romeo besa a Julieta

Natalia Sánchez Diana

Fragmento

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Capítulo 1

1944: ROMEO BESA A JULIETA

Un cielo oscuro sin luna fue su aliado aquella noche en la que desafiaron a los hados del destino.

Dos jóvenes vigilaban la que sería un área de aterrizaje, ubicada, en esa ocasión, en un campo de cereales, a un par de kilómetros de Saint-Georges-sur-Eure. Uno de ellos, el de menor edad que, sin embargo, era el jefe del operativo, miraba el reloj de bolsillo para comprobar la hora exacta. No podían fallar.

—Faltan unos minutos —susurró a su compañero. Luego bajó los ojos hasta el reloj de bolsillo que cabía perfectamente en su palma. Lo conocía a la perfección, porque lo había mirado decenas de veces. Era su posesión más valiosa. La que arrancó del cuerpo ensangrentado de su padre.

—¿Y si no llega?

—Llegará —sentenció Pierre.

Quería creerlo. Tenía que hacerlo.

Y como si su plegaria silenciosa hubiera sido escuchada, pronto percibieron un sonido que surcaba la noche. Alzó la cara. Un bombardero Lancaster se acercaba, volando a baja altura.

—¡Enciende la linterna! —le apremió a su acompañante.

Ese era el momento más peligroso, el que podía delatarlos. Nunca sabían si había algún convoy de soldados alemanes cerca, la milicia francesa o algún vecino colaboracionista dispuesto a traicionarles.

Pierre sintió que el corazón se le aceleraba por el miedo. Era increíble que, después de todo lo que había vivido los últimos años, aún le asustara la muerte.

Si moría, todo acabaría. La rabia, la incertidumbre, la impotencia, todas esas emociones que cada día le embestían y lo dominaban, se terminarían.

Podría descansar.

Pero entonces ¿qué sería de sus amigos? ¿De sus camaradas? ¿De qué serviría tanta lucha? ¿En qué quedarían las muertes de sus seres queridos? ¿La de su padre, la de su amigo Roland?

Estaban cerca del final. Estaba seguro. Unos días antes, escondidos en el sótano de la mansión Laurent, habían escuchado en la radio uno de los mensajes de la BBC.

Desde que Charles de Gaulle había comenzado a encabezar la resistencia desde Londres, los mensajes encriptados eran la única esperanza a la que aferrarse en esos tiempos oscuros de opresión y violencia.

«Romeo besa a Julieta», había dicho una voz férrea, sin embargo, les llegó ligeramente distorsionada a través de las ondas de aquel aparato que tenían guardado como el mayor de los secretos. Porque si no lo hacían, serían condenados a muerte. O a algo peor. Enviados a uno de los abominables campos de concentración que los alemanes habían creado.

Después de oír aquel mensaje, esperanzados y nerviosos, habían desplegado un trozo de tela que les había llegado de Grenoble, escondida en la suela del zapato de un compañero que estaba en contacto con agentes de la SOE[1] en Inglaterra. Y tras descifrarlo, el mensaje cobró sentido:

«Romeo besa a Julieta, 23 de abril, 00.00 horas. Saint-Georges-sur-Eure. Cielo».

Lo que no esperaban, sin embargo, fue lo que ocurrió a continuación. Porque en las últimas misiones, del firmamento habían caído suministros, comida, papel para los folletines, armas, piezas para la radio o material militar.

Cuando Pierre alzó la cara y consiguió enfocar la vista, vio que en el aire se balanceaba algo distinto: una persona que manejaba con maestría su paracaídas para aterrizar cerca de ellos.

Su compañero abrió mucho la boca, perplejo. Era la primera vez en meses que les llegaba alguien nuevo.

La emoción llenó su estómago porque estuvo seguro de que se trataba de algo importante. De que tal vez, después de tanto tiempo, el fin de la ocupación estuviera cerca.

Corrió por los campos sin perder de vista al paracaidista, que aterrizó justo en el límite con el terreno contiguo.

El corazón le latía violentamente en el pecho al acercarse a él, que ahora, de rodillas en el suelo, se soltaba los arneses mientras miraba en derredor con nerviosismo, alerta ante cualquier amenaza.

Cuando llegó hasta él, se dejó caer de rodillas a su lado, y susurró con ímpetu palabras en clave:

—Camarada, soy Romeo. —Su voz era áspera. Colocó su mano sobre el hombro del recién aterrizado, que, en ese momento, ladeó el rostro hacia Pierre.

Sus ojos se encontraron. La luz tibia y tambaleante que irradiaba la linterna que Pierre llevaba permitió que se vieran por primera vez.

Y en ese instante, una verdad aplastante le conmocionó. Porque el paracaidista era una mujer.

—Soy Julieta. —La voz, los ojos, las manos de aquella muchacha temblaban cuando habló.

Pierre pensó que era por miedo. Creyó que la Dirección de Operaciones Especiales se había equivocado, que les habían enviado a una cobarde que lo estropearía todo.

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Capítulo 2

LA MALDICIÓN DE SIEMPRE

2008

Hace dos horas que la chica del nombre meteorológico ha abandonado París, porque ahora le resulta enorme y le huele a humo, a mantequilla de cruasán, a baguette y a flores. Pero también le huele a muerte y a tristeza.

Cuando los sentimientos tienen sus propios olores, lo mejor es poner tierra de por medio.

Los copos caen sobre sus hombros mientras piensa que son el llanto helado del cielo. O su maldición.

La de siempre.

A todos los extraños con los que se cruza les sorprende ver a una joven como ella en esa pequeña aldea, arrastrando una maleta durante el temporal sin que le importe.

Nunca lo ha hecho.

Durante su niñez, su madre y ella saltaban sobre la nieve. Era un juego infantil que formaba parte de sus vivencias cotidianas.

«Salta, pequeña, salta. Salta sobre tus miedos hasta que queden en nada».

Ojalá pudiera hacerlo ahora, mamá.

Su madre, de nombre Amelie Laurent, ni siquiera había atravesado la veintena cuando la vio nacer y no contó con una familia en la que apoyarse. Pero a ella no le importó.

Solía decir que prefería ser joven para tener todavía recientes todos los pensamientos de la niñez y no convertirse en una madre gritona y antipática, de esas que parecía que nunca habían sido pequeñas y no habían cometido travesuras.

Ella y sus pensamientos sobre sueños, magia, cuentos de hadas. Los tuvo siempre, a diferencia de las señoras casadas que recogían a las otras niñas del colegio. Su madre era distinta y su mayor empeño fue convertir a su pequeña en una persona especial, diferente, única.

Bueno, mamá, lo lograste.

Vino al mundo sin que su madre hubiera pensado un nombre porque decía que no le parecía justo bautizar a alguien sin que esa personita pudiera decidirlo. Así que planeó que, una vez que el bebé naciera, encontraría el nombre perfecto.

Pasaron días y una nevada repentina cayó sobre la ciudad.

Fue la primera vez que aquel bebé regordete sonrió.

Y su madre la bautizó como Nieve, en otro idioma diferente

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