Mareas de seducción (Seducción 2)

Mina Vera

Fragmento

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Prólogo

Hondarribia, febrero de 2000

Zoe siempre había adorado a su hermano Víctor, y por lo general, el sentimiento era mutuo. No es que no se pelearan de vez en cuando. Tenían las desavenencias propias de cualquier par de hermanos de diez y catorce años. Estas solían ser por nimiedades como coger las cosas del otro sin permiso o chincharlo por el mero hecho de hacerlo rabiar. Sin embargo, ese templado día de invierno, mientras se mecía en un columpio con las rodillas dobladas para no rozar el suelo —pues era ya demasiado alta para jugar en aquel lugar—, Zoe decidió que odiaría a su hermano mayor por toda la eternidad.

Víctor la había dejado allí tirada, con dos crías de seis y tres años, hermanas de dos de los amigos (mayores que él) con los que había empezado a juntarse desde el verano anterior. Elena, la prima de quince años de otro de ellos, se había ofrecido a quedarse en el parque mientras ellos iban a una lonja convertida en guarida de chicos de la que ese tal Ugaitz (que tan poco le gustaba a Zoe) alardeaba cada dos por tres.

—Vamos a jugar a los videojuegos un rato, nada más —había explicado Víctor antes de irse sin reparos—. Quédate con Elena y las otras niñas hasta que vuelva.

—Pero yo quiero ir contigo —había replicado ella—. Además, papá y mamá han dicho que los esperásemos aquí hasta que terminaran de hacer los recados.

—Han dicho «por aquí», sobre todo para que no nos metamos en la playa hasta que vengan. En estas fechas no hay socorristas, y saben cuánto nos gusta el agua.

—Pero...

—En la lonja de Ugaitz no pueden entrar niñas. Así que no insistas. —Al ver que ella hacía un puchero, le pellizcó una mejilla y le sonrió de esa forma que sabía que le empezaba a funcionar con las chicas, pero que a ella ya no le hacía pensar que fuera el mejor hermano del mundo—. Estaré allí mismo si necesitas algo. —Señaló al otro lado de la calle, hacia la puerta metálica pintarrajeada que daba acceso a la guarida prohibida para ella—. Luego convenzo a mamá para que nos deje comernos un helado, ¿vale?

—No vale.

—Pues es lo que hay. —Su sonrisa había desaparecido de golpe—. No te separes de Elena. Vuelvo en cuanto juegue una partida.

Encima se había ido de morros, el muy traidor, cuando la que tenía que estar enfadada era ella. Y vaya si lo estaba. Tanto como para mentir (cosa que no hacía nunca, porque sus padres le habían inculcado desde bien pequeñita que hacerlo siempre acababa volviéndose en contra de uno mismo). Tanto como para hacer exactamente lo que había hecho Víctor: lo que le daba la gana.

Saltó del columpio escasos quince minutos después de que su hermano se hubiera largado. Y le dijo a Elena que iba a buscarlo. Como esta estaba ocupada ayudando a subir a un tobogán a la más pequeña de las niñas, tan solo le pidió que cruzara la calle con cuidado y la dejó marchar.

De forma astuta —pues cuando una decide hacer su primera travesura no puede dejar nada al azar—, cruzó la calle y llegó hasta la puerta de la lonja. Hizo amago de llamar con los nudillos y miró de reojo hacia el parque. En cuanto comprobó que Elena no la miraba, salió corriendo hasta doblar la esquina del edificio. Y accedió al paseo marítimo dos manzanas más adelante, por si acaso.

La playa estaba prácticamente desierta. A pesar de ser las vacaciones de carnaval, y que la temperatura era agradable para estar en invierno (casi veinte grados), no había muchos turistas y los lugareños trabajaban o se habían ido a comer, pues era ya la una y media del mediodía.

El agua estaría muy fría, lo sabía, pero le dio exactamente igual. La rabia que sentía por dentro, sumada a la adrenalina de saber que estaba desobedeciendo por primera vez a sus padres y también a su hermano, la mantendrían caliente.

Se adentró en la arena y buscó una zona despejada de grupos de jóvenes, familias y solitarias señoras de esas que están muy bronceadas todo el año y que para lograrlo tienen que rascar incluso los escasos rayos de sol del invierno. No fue difícil. La mayoría había empezado a recoger sus bártulos. El viento había cambiado y se había vuelto molesto.

Vio las nubes grises en el horizonte, que se aproximaban desde el noroeste. Imaginó que en escasos minutos comenzaría a llover. Quizá se estuviera acercando incluso lo que sus padres llamaban «galerna», esa lluvia intensa y repentina acompañada de un fuerte vendaval que se adentraba en la tierra desde el mar.

Así que ya podía ir dándose prisa si quería disfrutar de ese chapuzón robado a la autoridad de su familia y a su propio instinto y conciencia. Lo que estaba haciendo estaba mal, pero le daba igual.

Se quitó la camiseta y los shorts a toda velocidad, se sacó de dos puntapiés sus zapatillas rosas y corrió hasta la orilla sin pensárselo un solo segundo más.

El primer impacto de las olas la hizo ahogar un gritito. Estaba muy muy fría. Pero en cuanto se sumergió hasta el cuello, le resultó más agradable permanecer bajo el agua que mantener los brazos fuera de esta.

Nadó hacia la izquierda, en sentido horizontal, sabía que hacerlo de espaldas a la orilla era peligroso, sobre todo con aquel oleaje que empezaba a ser fiero, algo no muy habitual en aquellas aguas protegidas por la bahía de Txingudi. Los surfistas solían tener que salir a coger olas hasta el espigón, donde comenzaba el mar abierto.

—Solo un minuto más —se dijo a sí misma, y volvió sobre sus brazadas hacia la derecha, para no alejarse mucho de donde había dejado su ropa.

Había tomado como referencia un quiosco de helados que había en el paseo. Aunque estaba cerrado, su alegre colorido se distinguía a distancia. En cuanto lo avistó, se dispuso a salir.

Fue entonces cuando descubrió que, en algún momento y sin querer, se había adentrado mucho más allá del punto donde hacía pie. Era alta para su edad —un rasgo familiar—, aun así, tras varias brazadas hacia la orilla, siguió sin tocar el suelo con la punta de sus dedos.

Los nervios comenzaron a enredarse en su estómago, las olas que deberían empujarla hacia la playa parecían querer engullirla y, una tras otra, la arrastraban más y más hacia la profundidad del mar.

—Hay resaca —comprendió de pronto. Y se sintió estúpida por haberse arriesgado a pesar del mal tiempo que sabía que se avecinaba—. Si te ahogas será solo culpa tuya —se recriminó y, como no pretendía dejar el mundo a los diez años de edad, sin haber estudiado Medicina, sin haber besado a un chico, sin haber sido madre e, incluso —pensó con impotencia—, sin beberse su primera cerveza, cogió mucho aire y braceó con todas sus fuerzas, luchando con las olas que la reclamaban sin piedad.

Tragó agua, lo cual complicó su respiración y no ayudó a apaciguar la ansiedad que se abría paso en su corazón con la misma facilidad que ella hubiera deseado poder hacerlo a través del mar. Los brazos le dolían y los pulmones le quemaban, mas se negaba a rendirse, eso jamás.

—Dios, ayúdame a salir —masculló con los dientes castañeándole, mientras pensaba en sus padres, quienes le habían inculcado la oración desde que era muy niña. A pesar de que ella tenía serias dudas sobre muchas de las cosas que le contaban al respecto de Dios y la religión en gener

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