Star's (Butterfly 2)

Kathryn Harvey

Fragmento

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1

 

 

—Tengo una sorpresa para ti —le dijo mientras ella gemía dulcemente sintiéndole una vez más en su interior.

Llevaban una eternidad haciendo el amor, pues él poseía una notable capacidad y era extremadamente ingenioso. ¿Y ahora decía que tenía una sorpresa para ella?

—¿Qué es? —preguntó ella agitándose sin resuello bajo su cuerpo sobre las sábanas de raso húmedas después de una tarde de pasión.

Cuando se apartó de ella y se tendió a su lado, le miró inquisitivamente. Pensó que iban a empezar de nuevo.

—Mantén los ojos cerrados —le susurró él, acariciándole la parte interior de los muslos y electrizándola con el súbito contacto de sus manos.

Parecía increíble que, después de tanto tiempo, aún consiguiera excitarla. ¿Acaso su apetito no tenía límites? Con Sanford por supuesto que no, pensó riéndose suavemente para sus adentros. Era el mejor amante del mundo.

—¿Cuál es mi sorpresa? —le preguntó.

—Un regalo de despedida para que te acuerdes de mí cuando te hayas ido. Lo he envuelto con especial esmero —dijo él en un susurro mientras sus labios le rozaban la oreja y sus manos se movían en provocativos círculos en la parte interior de sus muslos—. Con la envoltura más bonita que he podido encontrar, exclusivamente para ti, mi preciosa estrella.

Experimentó una punzada de angustia. Hubiera preferido que no utilizara aquel calificativo.

—¿Dónde? —preguntó—. ¿Dónde está mi regalo?

—Aquí —contestó él, tocándola, y entonces ella abrió los ojos.

En el espejo del techo encima de la cama se vio a sí misma sobre las sábanas de raso color melocotón y le vio a él tendido a su lado, con una mano en la nuca y la otra entre sus piernas. Vio sus musculosos brazos, el negro vello de su pecho y su espalda y la erección... Su capacidad de recuperación era tan asombrosa como su resistencia.

Su mirada se desplazó hacia la mano oculta. ¿Qué estaba haciendo?

Emitió un jadeo y sintió...

Él sonrió al ver su expresión de sobresalto mientras sacaba lentamente el collar.

—¿Cuándo lo has...? —preguntó ella, contemplando la lenta aparición de las perlas, una a una.

No había notado la introducción del collar, pero ahora, mientras éste iba emergiendo con exasperante lentitud, le pareció percibir la dura redondez de las perlas hundiéndose en ella una a una cual si fueran las yemas de unos dedos que la exploraran. Cuando el collar hubo salido del todo, contempló la divertida expresión de aquellos ojos grises que antaño le parecieran tan peligrosos y se sorprendió una vez más de que él supiera conservar la magia de sus relaciones al cabo de tantos antos años.

—Espera —dijo él al verla extender la mano hacia el collar. Entonces lo introdujo en la copa de champán que había sobre la alfombra color melocotón situada al lado de la cama y después le colocó la sarta de gruesas y delicadas perlas alrededor del cuello al tiempo que añadía—: Para mi estrella cinematográfica. Mi preciosa estrella cinematográfica.

Se inclinó para besarla y ella le rodeó con sus brazos, sintiendo el calor de su cuerpo contra su piel desnuda. Se besaron intensamente mientras ella trataba de no llorar y no pensar en la traición que estaba tramando. Le quería tanto, que por nada del mundo hubiera permitido que él se enterara de lo que se proponía hacer.

 

 

Cuando la blanca y larga limusina aceleró en la autopista en medio del ventoso anochecer, Carole Page extendió la mano hacia la botella de champán colocada en el plateado cubo de hielo y se volvió a llenar la copa. Observó que le temblaban las manos y se preguntó si sus dos compañeras de viaje se habrían dado cuenta. Carole no conocía a las mujeres con quienes viajaba. Dos horas y media antes, se habían intercambiado unos corteses pero breves saludos cuando el automóvil de Star’s las recogió en el Beverly Hills Hotel. Durante el largo trayecto desde Los Ángeles al desierto, no habían pronunciado ni una sola palabra.

Pero tenían muchas cosas en qué pensar. En la mente de Carole Page, la actriz cinematográfica que acababa de rebasar la frontera de los cuarenta, pesaba fuertemente el sexo... pero no el sexo meramente de placer como el que ella había experimentado unas horas antes con Sanford, cuando él la había sorprendido con el collar de perlas, sino el sexo como negocio. Contempló su reloj de pulsera de oro de Cartier, regalo de su marido cuando terminó su tercera película, y se percató de que muy pronto llegaría a su destino. Quedaba muy poco tiempo para que pudiera cambiar de idea y dar media vuelta.

Pero precisamente por eso estaba en la limusina de Star’s, recordó mientras tomaba un sorbo de champán helado y hacía una mueca porque todavía le dolían los labios a causa de las inyecciones de colágeno. No había utilizado su propio automóvil porque no podía correr el riesgo de asustarse y retroceder en el último momento, dando media vuelta y regresar a casa. En la limusina del Star’s no podría hacerlo. Al preguntarle Sanford por qué no utilizaba su propio Rolls-Royce y su chófer para trasladarse al desierto, musitó una excusa, señalando que, a lo mejor, él necesitaría el vehículo en su ausencia; además, una vez hubiera firmado en el registro del Star’s, ya no necesitaría el automóvil. Escudriñó su rostro para tratar de averiguar si la había creído y descubrió que sí. Fue poco después de haber sacado subrepticiamente los preservativos del cuarto de baño y habérselos guardado en el bolso. Estuvo en un tris de que Sanford la sorprendiera, en cuyo caso éste le hubiera preguntado por qué razón los necesitaba, siendo así que, según sus propias afirmaciones, iba a Star’s para disfrutar de un bien merecido descanso al término de su más reciente y agotadora película.

Comprendió que no hubiera tenido que preocuparse. A Sanford jamás se le hubiera ocurrido recelar de cualquier cosa que hiciera su mujer. La confianza era uno de los pilares de su perdurable matrimonio. Lo mismo que el sexo. Carole jamás había conocido a un amante como Sanford. Notó el peso de las perlas descansando entre sus senos y se sorprendió una vez más del ingenio con el cual él se las había ofrecido. Tras la entrega del regalo, habían vuelto a hacer el amor y después Carole se había preparado para el largo viaje a Star’s.

Preguntándose vagamente quiénes serían las dos silenciosas mujeres que la acompañaban, o por qué razón iban a Star’s y si pensarían que ella bebía demasiado (a fin de cuentas, el Dom Pérignon era para las tres y, hasta el momento, sólo ella se había servido), Carole se volvió para contemplar

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