Tatiana y Alexander (El jinete de bronce 2)

Paullina Simons

Fragmento

Prólogo

Boston, diciembre de 1930

De pie frente al espejo, Alexander Barrington se ajustaba la pañoleta de los Boy Scouts. Mejor dicho, intentaba ajustarla pero no lograba apartar los ojos de su rostro inusitadamente serio, con la boca curvada en una mueca de tristeza. Sus manos forcejeaban con la pañoleta blanca y gris, incapaces precisamente ese día de cumplir bien la tarea.

Alexander se apartó unos pasos, contempló la pequeña habitación y suspiró. No había mucho que ver: un suelo de madera, un ajado papel pintado con dibujos de ramas, una cama y una mesilla de noche.

A Alexander no le importaba porque aquél era sólo un cuarto alquilado y todos los muebles pertenecían a la casera, que vivía en la planta baja. La verdadera habitación de Alexander no estaba en Boston sino en Barrington; en ella se sentía muy cómodo, pero en ningún otro sitio había vuelto a sucederle lo mismo. Y había ocupado seis habitaciones diferentes en los últimos dos años, desde que su padre había vendido la mansión familiar y decidido marcharse de Barrington, alejando a Alexander de su pueblo natal y de su infancia.

Ahora estaban a punto de dejar también aquella habitación. Pero a Alexander no le importaba.

O mejor dicho, no era eso lo que importaba.

Alexander se volvió otra vez hacia el espejo y no le gustó la expresión entristecida del niño que le devolvía la mirada. Apoyó la frente en el cristal y exhaló un hondo suspiro.

–¿Y ahora qué? –se preguntó en un susurro.

Teddy, su mejor amigo, pensaba que irse a vivir a otro país era la aventura más emocionante del mundo.

Alexander no podía estar más en desacuerdo.

Oyó gritar a sus padres a través de la puerta entreabierta; no hizo caso, ya que estaba acostumbrado a oírlos discutir en los momentos de tensión. Al cabo de un momento la puerta se abrió de par en par y Harold Barrington, el padre de Alexander, entró en la habitación.

–¿Estás listo, hijo? El coche nos está esperando abajo. Y han venido tus amigos a decirte adiós. Teddy me ha preguntado si no querría llevármelo a él en lugar de a ti. –Harold sonrió–. Le he dicho que tal vez... ¿Tú qué opinas, Alexander? ¿Quieres cambiarte por él e irte a vivir con la loca de su madre y el chalado de su padre?

–Como vosotros estáis tan cuerdos, sería un cambio interesante –manifestó Alexander, lanzando una mirada a su padre.

Harold era un hombre delgado y de estatura mediana. Su único rasgo distintivo era la barbilla que destacaba con resolución en su cara ancha y cuadrada. A sus cuarenta y ocho años, en su denso cabello castaño empezaban a apuntar las canas y sus ojos azules conservaban la intensidad de la mirada. A Alexander le gustaba verlo de buen humor porque sus ojos perdían parte de su habitual severidad.

Jane Barrington, la madre de Alexander, apartó a Harold e irrumpió en la habitación vestida con su mejor traje de seda y su sombrerito blanco.

–Harold, deja en paz al niño –ordenó–. ¿No ves que se está poniendo guapo? El coche puede esperar. Y Teddy y Belinda, también. –Jane se atusó la cabellera larga y oscura recogida bajo el sombrerito. En su voz quedaban rastros del melodioso acento italiano que no había logrado borrar del todo en el tiempo que llevaba en Estados Unidos, donde se había instalado a los diecisiete años–. Belinda nunca me ha caído bien, ya lo sabes –añadió, bajando el tono.

–Ya lo sé, mamá. Por eso nos vamos a otro país, ¿no? –comentó Alexander.

Sin volverse, contempló a sus padres en el espejo. Físicamente se parecía a su madre; imaginaba que en el carácter terminaría pareciéndose más a su padre, pero no podía saberlo. Su madre lo divertía y su padre lo desconcertaba, como siempre.

–Ya estoy, papá –anunció.

Harold se acercó y le pasó un brazo por los hombros.

–Y tú que pensabas que apuntarte a los Boy Scouts sería emocionante. Este viaje será la aventura más emocionante de tu vida.

–Sí –contestó Alexander, pensando: «Me bastaba con los Boy Scouts». Sin mirar a su padre sino a su propia imagen reflejada en el espejo, añadió–: Papá, si no sale bien... podremos volver, ¿verdad? Podremos volver a... –se interrumpió para que su padre no se diera cuenta de que le temblaba la voz, tomó aliento y acabó la frase–: a Estados Unidos.

Harold no respondió. Jane se acercó y se colocó al otro lado de su hijo. Aunque no llevaba tacones era un palmo más alta que Harold, que a su vez era medio metro más alto que Alexander.

–Cuéntale la verdad al niño, Harold –dijo–. Díselo. Ya es mayor para saberlo.

–No, Alexander, no volveremos –explicó su padre–. Vamos a quedarnos a vivir en la Unión Soviética. En Estados Unidos no hay lugar para nosotros.

Alexander quiso decir que sí lo había para él. En Estados Unidos se sentía en su casa. Era amigo de Teddy y de Belinda desde que tenían tres años. Barrington era una población pequeña, con casas de fachadas blancas y postigos negros, tres iglesias de esbeltos campanarios y una calle principal que sólo medía cuatro manzanas de un extremo a otro. Alexander había disfrutado de una infancia feliz en los bosques de los alrededores. Pero calló porque sabía que su padre no quería escuchar esas cosas.

–Alexander, tu madre y yo estamos convencidos de que este traslado es lo mejor para la familia. Por primera vez en la vida, no nos limitaremos a defender de palabra los ideales comunistas sino que pondremos en práctica nuestras convicciones. Es muy fácil propugnar el cambio cuando estás rodeado de comodidades, ¿no? Por eso hemos decidido vivir dentro del sistema que defendemos. Me has visto luchar por él toda la vida, y tu madre también me ha visto.

Alexander asintió. Los había visto luchar a los dos. Había visto cómo los detenían por defender sus principios. Había visitado a su padre en la cárcel. Había conocido la animadversión de sus vecinos en Barrington. Sus compañeros de colegio se habían reído de él. Se había peleado con otros niños para defender las convicciones de su padre. Había visto a su madre al lado de Harold, participando en piquetes y protestas. Y él también los había apoyado. En una ocasión se habían trasladado los tres a Washington para intervenir en una manifestación comunista frente a la Casa Blanca y también habían terminado detenidos. A sus siete años, Alexander había pasado la noche en un reformatorio. Lo bueno era que Alexander era el único niño de Barrington que había visto la Casa Blanca.

En ese momento, Alexander pensó que ya habían hecho bastantes sacrificios. Más tarde, pensó que romper con la familia y dejar la mansión que había pertenecido a los Barrington durante ocho generaciones ya era bastante sacrificio. Y que vivir en una serie de cuartos alquilados en Boston para difundir el evangelio comunista ya era bastante sacrificio...

Al parecer, no lo era.

La decisión de su padre de trasladarse a la Unión Soviética había sido una sorpresa para Alexander, una sorpresa desagradable. Sin embargo, Harold estaba convencido de que en la Unión Soviética encontrarían su lugar, un lugar donde ningún niño se reiría de su h

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