El jardín de verano (El jinete de bronce 3)

Paullina Simons

Fragmento

Capítulo 1. Deer Isle, 1946

Capítulo 1

Deer Isle, 1946

El caparazón

Caparazón. m. Esqueleto externo o cubierta dura que protege el cuerpo de los crustáceos como la langosta.

Hace mucho, mucho tiempo, en Stonington, Maine, a la hora del crepúsculo, al final de una guerra enardecida y al principio de otra fría, una joven vestida de blanco, aparentemente serena pero con manos temblorosas, estaba sentada en un banco junto al puerto, comiendo helado.

A su lado había un niño pequeño que también comía helado, de chocolate. Charlaban tranquilamente, y el helado se derretía más deprisa de lo que la madre tardaba en comérselo. Le estaba cantando Brilla, brilla, estrella mía, una canción rusa, tratando de enseñarle la letra. El niño la escuchaba atentamente para luego, entre risas, destrozar las estrofas. Como de costumbre, observaban el regreso al puerto de los barcos langosteros y, casi siempre, ella oía los chillidos de las gaviotas antes de ver aparecer a los barcos.

Soplaba una brisa suave, y el pelo estival acariciaba ligeramente la cara de la mujer. Se le habían soltado unos cuantos mechones de la trenza gruesa y larga que llevaba echada sobre el hombro. Era rubia y muy blanca, de piel translúcida y ojos también translúcidos, con el rostro plagado de pecas. El niño, de piel morena, tenía el pelo negro y los ojos oscuros, y las piernas regordetas propias de un crío de dos o tres años.

Parecían estar allí sentados sin ningún propósito concreto, pero era una impresión de falsa indolencia. La mujer observaba los barcos del horizonte azul con firme determinación; dirigía la mirada al chico y luego al helado, alternativamente, pero contemplaba la bahía embobada, como embriagada.

Tatiana quiere beberse un trago de sí misma en el tiempo presente, porque quiere creer que no existe el ayer, que sólo existe el aquí y el ahora, en Deer Isle, una de las islas alargadas y de suaves pendientes frente a la costa central de Maine, conectada al continente por un ferry y por un puente suspendido a trescientos metros de altura, que los tres habían atravesado a bordo de su caravana, su Schult Nomad Deluxe de segunda mano. Con ella recorrieron la bahía de Penobscot, cruzaron el Atlántico en dirección sur, hasta los mismísimos confines del mundo, hasta Stonington, una pequeña ciudad blanca acurrucada al abrigo de las laderas de robles al pie de Deer Isle. Tatiana, intentando con toda su alma vivir únicamente en el presente, cree que no hay nada más hermoso ni más apacible que aquellas casas blancas de madera, construidas sobre las laderas en angostos caminos de tierra y que dan a la inmensidad de las aguas rizadas de la bahía que Tatiana contempla día tras día. Eso es la paz. Eso es el presente, casi como si no hubiese nada más.

Sin embargo, de tarde en tarde, por una fracción de segundo, cuando las gaviotas emiten sus chillidos, algo quiebra aquella paz, incluso en Deer Isle.

Esa misma tarde, cuando Tatiana y Anthony acababan de salir de la casa donde se alojaban para ir a la bahía, habían oído unas fuertes voces en la casa vecina. En ella vivían dos mujeres, una madre y una hija; la madre tenía cuarenta años y la hija, veinte.

–Ya se están peleando otra vez –dijo Anthony–. Papá y tú no os peleáis nunca.

¡Pelearse! Ojalá se peleasen...

Cuando hablaba con ella, Alexander no le levantaba la voz, ni siquiera un poco. Cuando hablaba con ella, en las raras ocasiones en las que le dirigía la palabra, siempre utilizaba un moderado timbre de voz profunda y gutural, como si estuviese imitando al amable y cordial doctor Edward Ludlow, el hombre que había estado enamorado de ella cuando vivía en Nueva York: el formal, serio, sabio y buen doctor Edward. Alexander también estaba intentando aprender a dirigirse con tacto a las personas a su alrededor.

Una pelea habría requerido una participación activa en la interacción con otro ser humano. En la casa vecina, una madre y una hija se peleaban a voz en grito, justo en aquel momento de la tarde, por algún motivo, con unos gritos que escapaban por las ventanas abiertas. La buena noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. La mala noticia: que el marido de la primera y padre de la segunda, coronel, acababa de regresar de la guerra. Llevaban esperándolo desde el día que se había marchado a Inglaterra, en 1942, y acababa de volver al fin.

El hombre tampoco intervenía en la pelea. Cuando Anthony y Tatiana salieron al camino, lo vieron aparcado con su silla de ruedas entre la crecida hierba del jardín de la parte delantera, sentado bajo el sol de Maine como un arbusto mientras su esposa e hija se desgañitaban en el interior de la casa.

–Mamá, ¿qué le ha pasado? –le preguntó Anthony a su madre en un susurro.

–Que lo hirieron en la guerra.

No tenía piernas ni brazos, era sólo un torso con muñones y una cabeza.

–¿Puede hablar?

Ambos estaban delante de la verja de entrada a la casa vecina. De repente, el hombre habló en voz alta y clara, una voz acostumbrada a dar órdenes:

–Sí puede hablar, pero prefiere no hacerlo.

Anthony y Tatiana se detuvieron en la verja y lo observaron un momento. Ella descorrió el cerrojo de la puerta y entraron en el jardín. El hombre estaba ladeado hacia la izquierda, como un fardo demasiado pesado por un costado. Los muñones redondos terminaban a la altura de los inexistentes codos, mientras que las piernas habían desaparecido por completo.

–Espere, deje que lo ayude. –Tatiana lo incorporó y le recolocó los almohadones que lo sostenían por debajo de las costillas–. ¿Así está mejor?

–Bah –espetó el hombre–. Da igual... –La miró fijamente con sus ojillos azules–. Pero ¿sabes lo que me gustaría de verdad?

–¿Qué?

–Un cigarrillo. Ya nunca fumo ninguno, no me lo puedo llevar a la boca, como puedes ver. Y ésas... –señaló con la cabeza hacia la casa–, ésas prefieren graznar que darme un pitillo.

Tatiana asintió con la cabeza.

–Tengo justo lo que necesita. Enseguida vuelvo.

La mirada del hombre fue de ella a la bahía.

–No volverás.

–Sí volveré. Anthony –dijo–, ven a sentarte en el regazo de este señor hasta que vuelva mamá; sólo tardaré un minuto.

Anthony estaba encantado. Tatiana lo tomó en brazos y lo dejó en el regazo del hombre.

–Puedes sujetarte a su cuello.

Cuando su madre corrió a buscar los cigarrillos, Anthony preguntó:

–¿Cómo te llamas?

–Coronel Nicholas Moore –contestó el hombre–. Pero puedes llamarme Nick.

–¿Estabas en la guerra?

–Sí, estuve en la guerra.

–Mi papá también –repuso Anthony.

–Ah.

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