El señor de Far Island

Victoria Holt

Fragmento

UNA PROPOSICIÓN DE MATRIMONIO

UNA PROPOSICIÓN DE MATRIMONIO

El sueño vino a turbar mi reposo la víspera del baile, el baile de presentación en sociedad de Esmeralda. No era la primera vez que tenía aquel sueño; se me había presentado periódicamente durante los diecinueve años de mi vida. Estos sueños que se repiten tienen algo de inquietante, porque parece que encierran un significado que habría que descubrir.

Me despertaba cada vez temblando de miedo, sin saber muy bien por qué. No era el sueño en sí el que me inspiraba temor, sino la impresión que lo acompañaba: la impresión de que me amenazaba una gran desgracia.

En el sueño, me encontraba en una habitación. Había llegado a conocerla muy bien a fuerza de soñar con ella, pues era siempre la misma. No tenía nada de especial. Había en ella una chimenea de ladrillo, con asientos a ambos lados, una alfombra roja y unos pesados cortinajes del mismo color. Sobre la chimenea había una pintura que representaba una tormenta en alta mar. Había varias sillas y una mesa de tijera. A intervalos, se oían voces. Yo tenía la impresión de que se me ocultaba algo, y de pronto me invadía aquella abrumadora sensación de que estaba a punto de ocurrir algo fatal y me despertaba llena de horror.

Esto era todo. A veces transcurría un año sin que se me presentase aquel sueño y me olvidaba de él, pero después volvía. Con el tiempo, fui observando nuevos detalles en la habitación, como los gruesos cordones que retenían las cortinas rojas y la mecedora en un rincón, y, al aparecer aquellos detalles nuevos, la sensación de miedo se hacía más intensa.

Al despertar, me preguntaba qué podía significar aquello. ¿Por qué aquel sueño se había convertido en habitual? ¿Por qué era siempre la misma habitación? ¿Por qué sentía aquel temor a algo desconocido? Si aquella estancia era producto de mi imaginación, ¿por qué soñaba con ella repetidamente a través de los años? No había hablado con nadie de aquello. A la luz del día, la cosa parecería banal; los sueños más impresionantes casi siempre pierden interés cuando son referidos a otra persona. Pero, en el fondo, yo estaba convencida de que aquel sueño significaba algo, de que una fuerza extraña y por el momento desconocida me advertía de un peligro que se cernía sobre mí. Y creía que quizá algún día descubriría la procedencia de aquel aviso.

Yo no era propensa a la fantasía; mi vida había sido demasiado dura. Desde el momento en que se me había entregado a la custodia de la prima Agatha, se me había instado a no olvidar mi posición. El hecho de sentarme a la mesa con su hija Esmeralda, el hecho de estar al cuidado de la misma institutriz, el que se me permitiera pasear por el parque bajo la vigilancia de la misma ama, eran, al parecer, privilegios por los que yo debía eterna gratitud. Ni por un momento debía olvidar que yo era la más indigna de las criaturas: la pariente pobre, cuyo único derecho a formar parte de los señores y no de la servidumbre era mi pertenencia a la familia. Y aun aquel derecho era muy pequeño, pues la prima Agatha era solo prima segunda de mi madre, y por tanto el parentesco que nos unía era lejano.

La prima Agatha era una mujer de inmensas proporciones. Todo en ella rebasaba la medida de lo normal: su cuerpo, su voz, su personalidad. Ella mandaba en la familia; dominaba a su esposo –un hombre de corta estatura, o que lo parecía al lado de ella– y a su hija Esmeralda. El primo William, como yo le llamaba, era un hombre rico, dedicado a negocios de importancia. Creo que fuera de casa era un hombre influyente, pero dentro de ella estaba completamente sometido a su voluntariosa mujer. Hablaba poco; cuando me veía me dedicaba una sonrisa distraída, como si no recordase bien quién era yo y qué hacía en su casa. Creo que habría sido un hombre bondadoso de haber tenido la voluntad necesaria para oponerse a su esposa. Ella era conocida por sus obras de caridad. Determinados días de la semana estaban dedicados a sus reuniones benéficas. En esos días acudían a la casa un grupo de damas bastante parecidas a ella, y a menudo yo ayudaba a servir el té y los dulces. A la prima Agatha le agradaba tenerme presente en aquellas reuniones. «Es Ellen –explicaba, –la hija de mi prima segunda. Un caso muy triste. Quedó desamparada y vive con nosotros.» A veces me ayudaba Esmeralda a servir los dulces. ¡Pobre Esmeralda! Nadie habría dicho que era ella la hija de la casa. Siempre volcaba el té en los platos, y una vez dejó caer una taza llena en el regazo de una de las caritativas damas.

A mi prima la enojaba mucho que la gente tomase a Esmeralda por la pariente pobre y a mí por la hija de la casa. Me parece que la suerte de Esmeralda no era mucho mejor que la mía. Siempre: «¡Esmeralda, ponte derecha! ¡No andes encorvada!». O bien: «¡Por Dios, Esmeralda, habla en voz alta! ¡No se entiende nada de lo que dices!». Pobre Esmeralda, que mal le sentaba aquel nombre altisonante... Tenía los ojos de un azul muy claro, que se humedecían frecuentemente, pues estaba a menudo a punto de llorar; su cabello era rubio y fino, y parecía siempre aplastado. Yo le hacía las cuentas y la ayudaba a hacer las redacciones. Ella me quería mucho.

A la prima Agatha le dolía tener solo una hija. Ella habría querido tener varios hijos e hijas a los que mandar y mover de aquí para allá como piezas de ajedrez. Atribuía únicamente a su marido el hecho de tener una sola hija, una niña de tan poca personalidad. En la casa era bien sabido que de los actos de la prima Agatha solo resultaban cosas buenas y que, por tanto, las cosas malas eran consecuencia de los actos de los demás.

Había sido recibida por la reina y felicitada por esta por el bien que hacía a los pobres. Organizaba reuniones donde los citados pobres eran aleccionados sobre su deber hacia sus superiores, y dirigía la confección de camisas y de prendas de percal. Era infatigable, y se rodeaba constantemente de un halo de virtud.

No era de extrañar que tanto su marido como su hija se sintiesen inferiores a ella. A mí, en cambio, no me sucedía así. Yo había llegado hacía tiempo a la conclusión de que las buenas acciones de la prima Agatha le causaban a ella tanta satisfacción como a cualquier otra persona, y de que, si en algún momento ello dejaba de ser así, se terminarían las buenas acciones. Ella se daba cuenta de que yo no la admiraba, y ello le parecía mal. No me quería. No es que sintiese gran afecto por nadie que no fuese ella misma, pero en su fuero interno, de algún modo, debía de ser consciente de que su marido le proporcionaba el dinero que le permitía vivir como vivía. En cuanto a Esmeralda, era su única hija y no podía dejar de prestarle algo de atención.

Pero yo era la extraña; una extraña que no mostraba la humildad requerida. Ella debía de haber notado la sonrisa que yo no podía contener cuando la oía hablar de su último plan para hacer un bien a alguien. Sin duda, percibía mi negativa a conformarme con mi suerte. Estaba c

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