El orgullo del pavo real

Victoria Holt

Fragmento

1. Dower House

1

DOWER HOUSE

Era yo muy joven cuando caí en la cuenta de que había en mí algo misterioso, y me invadió, para nunca abandonarme, una sensación de no pertenencia. Yo era diferente de todos los demás habitantes de Dower House.

Había adquirido el hábito de pasear junto al arroyo que corría entre Dower House y la mansión de Oakland Hall, para clavar los ojos en sus aguas transparentes como si esperara encontrar allí la respuesta. El hecho de que eligiera precisamente ese lugar no dejaba de tener su importancia. Maddy, una empleada para todo servicio que era a la vez, para mí, una especie de niñera, me encontró allí una vez. Jamás olvidaré la expresión de horror que se pintó en sus ojos.

—Pero ¿por qué se le ha ocurrido a usted venir aquí, señorita Jessica? —me preguntó—. Si la señorita Miriam lo supiera, se lo prohibiría.

¡Otra vez misterios! ¿Qué había de malo en ese arroyo placentero y en el bonito puente que lo atravesaba? Para mí eran especialmente atractivos, porque al otro lado de ellos se elevaban las magníficas murallas grises de Oakland Hall.

—Este lugar me gusta —contesté con terquedad.

Y, como a nadie podría haberle sabido más dulce que a mí un fruto prohibido, tras haberme enterado de que había alguna razón para que yo no debiera ir al arroyo, con tanta mayor frecuencia empecé a ir.

—No está bien que vaya usted tanto a ese lugar —insistía Maddy.

Yo quería saber por qué. Una característica mía, que daba por resultado que Maddy me llamara «la señorita Por Qué, Cuándo y Qué».

—Porque es morboso, por eso —me explicó—. Se lo he oído decir al señor Xavier y a la señorita Miriam. ¡Morboso!

—¿Por qué?

—¡Pues tiene gracia! —exclamó Maddy—. Porque sí. Eso es todo, de manera que no siga usted yendo allí.

—¿Es un lugar con fantasmas? —quise saber.

—Bien podría ser.

Así fue como a partir de entonces empecé a ir con frecuencia hasta el arroyo, para sentarme en sus márgenes y pensar cómo se perdía entre las colinas y serpenteaba por el campo hasta fundirse con el viejo Padre Támesis, y finalmente, en su poderosa compañía, con el mar.

¿Qué peligro podía haber allí?, me preguntaba. El arroyo no era profundo, salvo cuando había llovido mucho, sus aguas eran diáfanas y dejaban ver los guijarros del lecho color castaño. En la ribera opuesta se inclinaba un sauce llorón. Yo me preguntaba si lloraría por algo... ¿por algo morboso?

De manera que ya entonces, siendo una niña, me refugiaba junto al arroyo para soñar unos sueños cuyo tema era yo misma, y el tema de mis fantasías era siempre: tú no perteneces en realidad a Dower House.

No era, de hecho, una idea que me inquietara. Yo era diferente, y quería serlo. Para empezar, mi nombre era diferente. Yo me llamaba «ópalo»... Opal. Opal Jessica... y con frecuencia me preguntaba cómo fue que mi madre, una mujer nada frívola, decidió ponerme un nombre tan frívolo. En cuanto a mi pobre padre, un hombre triste, sin duda no había tenido voz ni voto en el asunto; era alguien permanentemente envuelto en una nube, como me imaginaba a veces estarlo yo también.

Nadie me llamaba jamás Opal, así que, cuando hablaba conmigo misma —y eran muchas las veces que lo hacía—, yo misma me llamaba a menudo por mi nombre. Esos largos soliloquios se debían sin duda al mucho tiempo que pasaba sola, y que me permitió tomar conciencia del misterio que me rodeaba a modo de una niebla a través de la cual nada podía ver. Alguna que otra vez, Maddy arrojaba una débil luz entre la bruma, pero apenas si era un débil destello que a menudo solo tenía por efecto hacer que todo pareciera mucho más oscuro.

Para empezar, que yo tuviera ese nombre que nadie usaba... ¿Para qué ponérmelo, si no tenían la intención de utilizarlo? Mi madre parecía de mucha edad; debía de haber pasado los cuarenta cuando yo nací, y mi hermana Miriam era quince años mayor que yo, sin hablar de Xavier, que me llevaba casi veinte; jamás tuve la impresión de que fueran mis hermanos. Miriam actuaba como si fuera mi gobernanta, porque no éramos lo bastante ricos como para tener una. En realidad, nuestra pobreza era un tema implacable en nuestra casa. Yo había oído innumerables veces el relato de lo que antes habíamos tenido y ya no teníamos, porque habíamos ido descendiendo en este mundo desde la suntuosidad y el lujo hasta lo que mi madre consideraba penuria.

Mi pobre padre daba la impresión de encogerse cuando ella hablaba de «Tiempos Mejores», de aquella época en la que habían vivido rodeados de miríadas de sirvientes, cuando había bailes espléndidos y banquetes elegantes. Pero en Dower House nunca faltaba de qué comer, y seguíamos teniendo a Poor Jarman para que se ocupara del jardín y a la señora Cobb en la cocina, y a Maddy como doncella para todo servicio, de manera que lo que se dice en la miseria no estábamos. Como mi madre siempre exageraba al hablar de nuestra pobreza, a mí se me ocurría pensar que hacía lo mismo al comentar las riquezas pasadas, y dudaba de que los bailes y los banquetes hubieran sido tan magníficos como ella daba a entender.

Tendría yo unos diez años cuando hice un descubrimiento portentoso. En Oakland Hall había visitas, y en los parques del otro lado del arroyo resonaban las voces alegres de la gente. Desde mi ventana yo los había visto salir de cacería con perros.

Estaba deseosa de que me invitaran a visitarlos, ya que me moría por ver el interior de la mansión. Es verdad que conseguía vislumbrarla desde mi margen del arroyo, en el invierno, cuando los robles despojados de hojas ya no la ocultaban, pero lo único que alcanzaba a ver eran las distantes murallas de piedra gris, que me fascinaban. Había una entrada para carruajes que serpenteaba a lo largo de casi un kilómetro, de modo que desde el camino tampoco era posible divisar la casa, pero yo me había prometido que algún día atravesaría el arroyo y echaría mano de todo mi coraje para acercarme.

Un día yo estaba en la sala de estudio con Miriam, que no era la más estimulante de las maestras y muchas veces se impacientaba conmigo. Era una mujer alta y pálida, y como yo tenía diez años, ella debía de contar veinticinco. Se la veía descontenta —como lo estaban todos, porque jamás podían olvidar aquellos Tiempos Mejores—, y a veces me miraba con helado disgusto. Yo jamás había podido considerarla como mi hermana.

Ese día, cuando la partida de caza integrada por los huéspedes de Oakland Hall pasó al galope, yo me levanté para correr hacia la ventana.

—Jessica, ¿qué estás haciendo? —me llamó Miriam.

—Quería ver los jinetes, nada más —contesté.

Sin mucha gentileza, me agarró por el brazo y me apartó de la ventana.

—Podrían verte —susurró en tono sibilante, como si eso fuera el colmo de la degradación.

—Y si me ven, ¿qué? —protesté yo—

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