La isla del paraíso

Victoria Holt

Fragmento

cap-1

La noche de la tormenta

La noche de la gran tormenta, nuestra casa, como otras muchas del pueblo, sufrió daños; y esta es la causa de que se hiciese el descubrimiento. Yo tenía por entonces dieciocho años, y mi hermano Philip, veintitrés. En los años siguientes, me he asombrado muchas veces de las cosas que ocurrieron, y he pensado cuán diferente habría sido todo de no ser por aquella tormenta.

Esa se produjo después de una de las olas de calor más intensas que se recordaba; la temperatura ascendió muy por encima de los treinta grados, y apenas había conversación que no girase en torno al tiempo. Murieron, debido al calor, dos ancianos y un bebé; en las iglesias se hicieron rogativas pidiendo lluvia; la anciana señora Terry que tenía noventa años y que, después de una frívola juventud y una poco virtuosa madurez, se había entregado a la religión en la séptima década de su vida, declaró que Dios castigaba a Inglaterra en general y a Little y Great Stanton en particular dejando morir de hambre al ganado, secando los arroyos y negando la humedad necesaria a los sembrados. Afirmó, asimismo, que se acercaba el Día del juicio, y, la noche de la tormenta, hasta los más escépticos pensamos que podía tener un poco de razón.

Yo había vivido siempre en la casa solariega del pueblo, un edificio de estilo Tudor en el que reinaba la abuela Mallory, nuestra abuela paterna. La abuela Mallory había mantenido una guerra con la abuela Cresset a raíz de la muerte de mi madre, provocada por mi nacimiento.

Según me había explicado Philip cuando yo tenía cuatro años y él era un experimentado muchacho de nueve, a la muerte de mamá ambas abuelas querían que fuésemos a vivir con ellas.

Philip me explicó que la abuela Cresset había propuesto que uno de nosotros fuese a vivir con ella y el otro, con la abuela Mallory, dividiéndonos así como si fuésemos dos franjas de tierra por las que luchasen dos generales. Durante años esta revelación me hizo sentir cierta aversión por la abuela Cresset, pues Philip era la persona a la que yo quería más en el mundo. Philip había vivido siempre conmigo; era mi hermano mayor, mi protector, el que lo sabía todo debido a los cinco magníficos años de experiencia que me llevaba. Nos peleábamos algunas veces, pero esto solo servía para hacerme más consciente de lo importante que era él para mí, pues los días en que no nos dirigíamos la palabra yo me sentía profundamente desgraciada.

Por fortuna, aquella sugerencia de separarnos había despertado la indignación de la abuela Mallory.

«¿Separarlos? ¡Nunca!», había sido su grito de batalla; y había declarado con gran énfasis que ella, como abuela paterna, era quien más derecho tenía sobre nosotros. La abuela Cresset, resultó vencida, y se vio obligada a aceptar un compromiso que incluía unas breves vacaciones estivales una vez al año en su casa de Cheshire, algunas visitas, regalos de vestidos para mí y de trajes de marinero para Philip, calcetines y mitones para los dos y regalos en Navidad y en los cumpleaños.

Cuando yo tenía diez años, la abuela Cresset sufrió una hemorragia cerebral y murió.

—Vaya un problema nos habría creado si hubiese tenido a los niños —le dijo la abuela Mallory a Benjamin Darkin.

El viejo Benjamin era una de las pocas personas que le había hecho frente a la abuela Mallory, pero podía permitírselo, pues estaba en el «taller» desde que tenía doce años y sabía más del arte de hacer mapas que nadie en el mundo, según reconocía la misma abuela.

—No se puede hacer responsable a esa señora de las decisiones que toma Dios, señora Mallory —le replicó Benjamin en leve tono de reproche.

Y, por ser Benjamin quien era, la abuela aceptó sus palabras.

Cuando estaba en Little Stanton, la abuela Mallory se comportaba como la señora del pueblo; y, cuando iba a Great Stanton, como lo hacía todos los días por aquella época, iba en su coche con John Barton, el cochero, y con el joven Tom Terry, descendiente de aquella Casandra, de la ahora virtuosa nonagenaria, la señora Terry.

Un día, cuando Philip tenía dieciocho años y era para mí el hombre más sabio del mundo, me dijo que, muchas veces, personas que heredaban propiedades se dedicaban más a ellas que las personas que poseían propiedades por derecho de nacimiento. Lo que quería decir es que la abuela Mallory no pertenecía por nacimiento a la clase de los terratenientes, sino que había ingresado en ella por su matrimonio con el abuelo, y así había pasado a formar parte de una familia que había vivido en la mansión desde 1573, fecha en que había sido construida. Esto lo sabíamos porque la cifra estaba grabada en la sillería de la fachada. Y nadie habría llevado el nombre de Mallory con más orgullo que la abuela.

Yo no había conocido al abuelo Mallory, pues ese había muerto antes de que empezase la guerra de las abuelas.

La abuela Mallory dirigía el pueblo de un modo tan eficaz y autocrático como dirigía la casa. Presidía las fiestas populares y las tómbolas benéficas, y tenía dominados a nuestro bondadoso vicario y a su «distraída» esposa. Se aseguraba de que todo el mundo asistiese a los servicios religiosos de la mañana y de la tarde, y todos los criados debían ocupar su lugar en la iglesia cada domingo; si alguna obligación importante les impedía hacerlo un domingo, debían asistir sin falta el domingo siguiente. Ni que decir tiene que Philip y yo estábamos siempre presentes; cruzábamos el prado, muy formalitos —como debía ser los domingos—, uno a cada lado de la abuela, y nos sentábamos en el banco de los Mallory, al lado del cual estaba el ventanal que mostraba a Cristo en Getsemaní, regalado por un antepasado nuestro en 1632.

Pero el principal objeto de la devoción de la abuela era, quizá, «el taller». No era frecuente que una familia de terratenientes estuviese relacionada con el comercio y tuviese en tanta estima un taller. Pero aquel no era un taller corriente.

Era, en realidad, un altar dedicado a la gloria de los antepasados Mallory, que habían sido grandes circunnavegantes del globo. Habían servido bien a su país desde los días de la reina Elizabeth, y la abuela estaba convencida de que el país debía a los Mallory buena parte de su supremacía en los mares.

Un Mallory había navegado con Drake. Además, en el siglo dieciocho, se habían dedicado también a sus propios intereses: más que capturar los barcos de sus enemigos los españoles y los holandeses, experimentaban el deseo de explorar la tierra y de reflejarlo en sus mapas.

Aquellos hombres, según explicaba la abuela, habían grabado su nombre en la historia del mundo, y no solo en la de Inglaterra; habían hecho más fácil la navegación para centenares —no, para miles— de grandes aventureros de todo el mundo. Era inestimable cuánto debían a los mapas de los Mallory aquellos intrépidos navegantes, y no solo estos, sino los exploradores de las tierras de Oriente.

El «taller» estaba en la calle Mayor de Great Stanton. Era un antiguo edificio de tres pisos con dos miradores en la planta baja, uno a cada lado de la escalera de piedra de la puerta principal.

Detrás del taller, y separado de este por un patio, había otro edificio, en el que había tres máquinas de vapor. Aquel era un territorio prohibido para nosotros, a menos que nos acompañase un adulto. A mí no me interesaban demasi

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