Nacida del fuego (Las hermanas Concannon 1)

Nora Roberts

Fragmento

Queridos lectores:

Toda mi vida he querido ir a Irlanda. Mis ancestros eran oriundos de allí y de Escocia, así que siempre he deseado ver esas verdes colinas y sentarme en un pub lleno de humo a escuchar música tradicional. Cuando por fin viajé con mi familia, en cuanto puse un pie en el aeropuerto de Shannon supe que estaba en casa.

Situar esta historia en Irlanda fue una decisión natural. Tanto su gente como su tierra inspiran y hacen florecer las historias. Mi idea era escribir sobre este país y sobre la familia, puesto que ambos están interrelacionados en mi corazón. En cada libro de esta nueva trilogía presento a una de tres hermanas, diferentes en estilo, pero unidas por la sangre. Su vida las ha hecho tomar diferentes rumbos, pero es Irlanda la que inspira a las tres, igual que me inspira a mí.

Nacida del fuego cuenta la historia de Margaret Mary Concannon, la hermana mayor, una artista que trabaja el vidrio. Es una mujer independiente, intensa y de temperamento explosivo, que encuentra sosiego en su familia, pero a la vez se siente desgarrada por ella, y cuyas ambiciones la llevarán a encontrarse a sí misma y a descubrir sus talentos. El arte de soplar el vidrio es difícil y preciso, y aunque Margaret puede producir lo delicado y lo frágil, es una mujer fuerte y obstinada, una mujer del condado de Clare, con toda la turbulencia de ese fascinante condado occidental. Su relación con Rogan Sweeney, el sofisticado dueño de una galería de Dublín, no será tranquila, pero espero que la disfrutéis.

Y también espero que en este primer libro de mi trilogía Las hermanas Concannon disfrutéis del viaje a Clare, una tierra de verdes colinas, acantilados salvajes y belleza sin igual.

NORA ROBERTS

Capítulo 1

1

Estaría en el pub, por supuesto. ¿Dónde más se guarecería un hombre inteligente en una tarde gélida y ventosa? En casa, al calor de su propia chimenea, seguro que no.

No. Tom Concannon era un hombre inteligente, pensó Maggie, y no estaría en casa.

Su padre estaría en el pub, entre amigos y pasándoselo bien. Era un hombre al que le encantaba reírse, llorar y planear sueños irrealizables. Algunos lo tachaban de tonto, pero Maggie no. Ella nunca.

A medida que tomaba la última curva del camino que conducía al pueblo de Kilmihil en su baqueteada camioneta, Maggie observó que no había ni un alma en la calle. Nada sorprendente, pues ya había pasado la hora de la comida y no era un día como para darse un paseo, con el invierno entrando desde el Atlántico como un can de un Hades congelado. La costa oeste de Irlanda tiritaba bajo su influjo y soñaba con la primavera.

Vio el destartalado Fiat de su padre, entre otros coches que reconoció, frente al pub de Tim O’Malley, que estaba bastante concurrido. Aparcó tan cerca como pudo de la entrada, que se encontraba entre varias tiendas.

Mientras caminaba calle abajo el viento la golpeó por la espalda, haciéndola arrebujarse en su chaqueta y calarse bien la gorra de lana negra. Una ráfaga de color apareció en sus mejillas, como un rubor. Bajo el frío se percibía un aroma a humedad, como una amenaza. «Helará antes del anochecer», pensó la hija del granjero.

No podía recordar un enero más amargo o uno que hubiera azotado tanto el condado de Clare con su infernal soplo helado. El pequeño jardín situado delante del pub, que atravesó a toda prisa, había sufrido sus estragos. Lo que quedaba de él lo había arrancado el viento y yacía congelado sobre un barrizal.

Le dio pena, pero las noticias que llevaba eran tan estupendas que se preguntó por qué las flores no estallaban anunciando la primavera.

Dentro del pub hacía bastante calor. Sintió la calidez en cuanto abrió la puerta. Notó el olor de los tizones que se quemaban en la chimenea y crujían alegremente, y el del guiso que la esposa de O’Malley, Deirdre, había servido en la comida. También se percibía el olor a tabaco y cerveza y ese suave aroma que dejan en el ambiente las patatas fritas.

Primero vio a Murphy, que estaba sentado en una de las mesitas, con las piernas, enfundadas en botas, extendidas, y entonaba una melodía en un acordeón irlandés que acompañaba perfectamente la dulzura de su voz. Los otros clientes del pub escuchaban al tiempo que soñaban un poco sobre sus cervezas. La canción era triste, como las mejores de Irlanda, melancólica y hermosa como las lágrimas de un amante. Era una canción que llevaba su nombre y hablaba sobre envejecer.

Murphy la vio y le sonrió ligeramente. Un mechón de pelo negro le cayó desordenadamente sobre la ceja, lo que hizo que moviera la cabeza para apartárselo del ojo. Tim O’Malley estaba de pie detrás de la barra. Era un hombre parecido a un tonel cuyo delantal a duras penas lo abarcaba. Tenía la cara ancha y llena de pliegues, que hacían que los ojos desaparecieran cuando se reía.

Estaba secando vasos. Cuando vio a Maggie, continuó con su tarea. Sabía que ella procedería educadamente y esperaría a que la canción terminara antes de pedir algo.

Maggie vio a David Ryan, que estaba pegado a un cigarrillo norteamericano, de los que su hermano le enviaba cada mes desde Boston, y a la pulcra señora Logan, que tejía con lana rosa mientras llevaba el ritmo de la canción con un pie. También se encontraba allí el viejo Johnny Conroy, con una sonrisa desdentada en el rostro y agarrado de la mano de la mujer con la que se había casado hacía cincuenta años. Estaban sentados muy juntos, como una pareja de recién casados, absortos en la canción de Murphy.

La televisión que había sobre la barra estaba sin volumen, pero la imagen era brillante y ofrecía una telenovela británica. Gente vestida con elegancia y con el cabello reluciente discutía alrededor de una mesa enorme iluminada con elegantes candelabros de plata y cristal. La fastuosa historia que contaba parecía estar situada a más de un país de distancia del pequeño pub donde se encontraba la tele, con su resquebrajada barra y sus paredes ahumadas.

El desprecio que sintió Maggie por esos atildados personajes en su lujosa habitación fue inmediato y automático, como un espasmo muscular. También lo fue el sentimiento de envidia.

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