Seducir a un sinvergüenza (Los Gresham 4)

Nieves Hidalgo

Fragmento

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Prólogo

1839. Braystone Castle. Inglaterra

—¿Debo imaginar que habláis en serio?

Aunque el joven hacía la pregunta a todo el grupo, sus ojos estaban fijos en un sujeto alto y moreno que se apoyaba con indolencia en la repisa de la chimenea.

Christopher Gresham, conde de Braystone, no desvió su mirada hacia él al responder, pero su voz no dejó ni un atisbo de duda.

—Muy en serio.

Cameron Brenton, sexto vizconde de Teriwood, se puso en pie. Hasta ese momento, había tratado de mantener la calma. Por norma, las decisiones sobre asuntos familiares se discutían siempre en presencia de todos los miembros. Estaba acostumbrado a ello, no en vano algunas de sus correrías en el colegio, y posteriormente en la universidad, habían terminado en uno de aquellos soporíferos debates que en aquel entonces, para él, fueron juicios.

Pero en esa ocasión era distinto. No tenía ya diez años, como cuando le quisieron echar del colegio por rociar de tinta a uno de los profesores. O cuando llegó la comunicación de que iba a ser expulsado de Oxford por haber sido pillado en una situación embarazosa con una muchacha en el aula de Historia Natural. Era un hombre adulto y muy capaz de gobernar su existencia sin el concurso de la familia.

—No pienso irme —aseguró, acercándose al mueble de las bebidas para servirse una generosa copa de brandy.

Nadie abrió la boca, pero Christopher fijó, entonces sí, sus helados ojos grises en él.

—No puedes batirte con Fletcher —dijo.

—No tengo intenciones de humillarme pidiendo disculpas. Ambos estábamos muy irritados y él fue quien comenzó. Solo me defendí. Si se molestó y me retó... ¡sea!

—¡Maldito idiota! —explotó el segundo de los Gresham, Darel, que había permanecido callado hasta ese momento—. Acabarías en la cárcel, ambos acabaríais en ella.

—Peor aún: podríais hacerlo en el cementerio —intervino el menor, James—. ¿No crees que las perspectivas son para pensárselo?

Cameron no disimuló su enojo ante las advertencias.

Los quería. Podría decirse que casi se había criado en Braystone Castle, y aquellos tres zoquetes que intentaban convencerle de olvidarse del duelo habían sido sus maestros. Pero todo tenía un límite. Sacudió la cabeza y acabó la bebida de un trago que le supo a hiel.

—No voy a pedir disculpas, insisto. Y, mucho menos, voy a desaparecer de Inglaterra. Tengo mi orgullo.

—Lo único que tienes es la cabeza hueca —murmuró su tía Kimberly—. Y dura. Me pregunto si la culpa se deberá a haber convivido con estos tres borregos.

El joven se volvió de espaldas para evitar que le viesen sonreír.

Kimberly no desaprovechaba una oportunidad para zaherir con sus pullas a los tres hermanos. Siempre fue así, desde que llegara a Inglaterra para investigar lo que le había sucedido a su hermanastro y acabase batiéndose con el hombre con quien terminó casada[1].

—Hijo, no te queda otra alternativa sino marcharte —remató James—. No sé qué pegas encuentras, Charleston es una ciudad encantadora.

—El culo del mundo.

—Pero encantadora —intervino Darel prudente, al escuchar las exclamaciones de las ancianas, lady Agatha y lady Eleanor, hasta ese momento silenciosas. Aunque delicadas ambas de salud, se negaban a perderse aquellas reuniones en las que, según ellas, se tenía por objeto salvaguardar el buen nombre de la familia.

—Vete al infierno, tío.

—Cameron —quiso concluir Chris—, tienes dos minutos para decidirte.

Estaba solo frente a todos. El joven vizconde paseó sus ojos por cada uno de los allí reunidos, buscando algún indicio o gesto de apoyo. No lo encontró. Ninguno iba a ponerse a su favor. Podía haber tenido, al menos, el sostén moral de sus primos, pero no se encontraban allí, habían sido excluidos.

Le quedó muy claro que su tía Kim comulgaba con la decisión de su marido. De Tatiana, la esposa de Darel, no podía esperar ayuda; si aquella belleza de cabellos rojizos y ojos verdes había renunciado a un trono por el amor del segundo de los Gresham, no iba a ponerse ahora a su lado[2]. Thara, felizmente casada con James, tampoco parecía dispuesta a exculparle de algún modo[3]. Y, mucho menos, lo auxiliarían las abuelas.

—Ya me he decidido —confirmó—. Habrá duelo. Y por mí, podéis olvidarme todos.

—¡Cameron! —reprendió lady Agatha.

—¡Qué vergüenza! —cacareó lady Eleanor con su exclamación preferida.

James Gresham chascó la lengua y se levantó. Cameron debería haberse dado cuenta de que era una señal para sus hermanos pero, ofuscado como estaba, no vio llegar el peligro.

—No hay nada más que hablar entonces —murmuró su tío con cara de aburrimiento.

—Eso parece —opinó Darel, levantándose también—, de modo que nos retiramos a descansar.

Tendió la mano al joven, que hizo intento de estrecharla, bastante asombrado de que se hubieran dado por vencidos con tanta rapidez.

Lo último que Cameron vio de Inglaterra fue la sonrisa complaciente de Darel Gresham. Una sonrisa que no llegaba a sus ojos. El puñetazo fue tan contundente que lo tumbó. Ni llegó a enterarse de que Chris y James evitaron que cayera al suelo cuan largo era.

Thara se encogió, como si hubiese sido ella la que recibiera el sopapo.

—¿Era necesario ser tan bruto, cariño? —reprendió Tatiana a su esposo.

—Así lo he creído, mi vida.

—No me gustaría estar a su lado cuando despierte —pensó Kimberly en voz alta.

—A mí tampoco—aseguró Darel, con buen humor, a su pesar.

—Creo que le has atizado demasiado fuerte. —Quien fuera princesa real de Orlovenia se postró de hinojos junto a Cameron, observando su palidez y el tono enrojecido que iba adquiriendo su mandíbula.

—¿Tú crees, estorbo?

Las ancianas, que habían intuido cómo acabaría la reunión, se adelantaron para abrir la puerta y permitir que sacaran al inerte joven. Al hacerlo, cuatro cuerpos cayeron hacia adelante con un unánime grito de sorpresa, formando un lío de piernas y brazos en el suelo. Lady Agatha alzó las cejas y lady Eleonor volvió a lamentarse con su frase preferida:

—¡Qué vergüenza!

Ryan, el heredero del conde de Braystone, fue el primero en levantarse, rojo como un tomate. Ayudó a su hermana Deborah, que se bajó las faldas de un manotazo, y después auxilió a su prima Xandra, que luchaba por acomodar su larga cabellera de color fuego. El más pequeño, Kevin, fruto del matrimonio de James y Thara, que contaba solo diez años, se incorporó por sí mismo y se estiró los faldones de la chaqueta con aire formal.

Lady Agatha se mordía los labios para acallar un ataque de risa. Kim y Tatiana elevaron la vista al techo, y Thara se decidió por revisar sus perfectas uñas. Únicamente los tres hermanos Gresham permanecieron mirando a los chicos con gesto severo, aunque esforzándose para no romper a reír.

—Como creo que ya os habéis ocupado de estar informados por vuestra cuenta, poco tenemos que contaros —les advirtió el conde.

Ryan carraspeó y se obligó a mirar a su padre. Era ya casi ta

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