La herencia Landower

Victoria Holt

Fragmento

Las bodas de oro

Las bodas de oro

Fue durante las bodas de oro de la reina Victoria cuando los acontecimientos tomaron un giro dramático y cambiaron completamente el curso de mi vida. Por entonces yo solo tenía catorce años, y aunque aquellos graves sucesos tenían lugar a mi alrededor —y yo misma desempeñaba un papel en ellos—, no fui consciente de su importancia hasta mucho después. Era como si los mirase a través de un vidrio empañado: los veía, pero no comprendía su trascendencia.

A los ojos de un observador superficial, nuestra familia habría parecido afortunada. Pero ¿con qué frecuencia son las cosas lo que parecen? Éramos lo que se denomina «gente acomodada». Nuestra residencia de Londres se hallaba situada en una plaza de moda, no lejos de Hyde Park; nuestra confortable vida era regida por Wilkinson, el mayordomo, y por la señora Winch, el ama de llaves, entre quienes existía un perpetuo estado de neutralidad armada, pues cada uno ansiaba alcanzar superioridad sobre el otro. A primera hora de la mañana, antes de que nosotros nos levantásemos, los miembros más modestos de la servidumbre andaban en silencio de un lado para otro, quitando de las chimeneas los restos de los fuegos del día anterior, limpiando el polvo, sacando brillo a los muebles, calentando agua, de modo que, cuando nos levantábamos, nos estaba esperando todo cuanto necesitábamos, como por arte de magia. Los criados sabían bien que a mi padre le molestaba muchísimo notar su presencia, y la visión de una cofia y un delantal escurriéndose por una puerta podía significar el despido de la doncella. Todos los habitantes de la casa temían la cólera de mi padre, incluyendo a mi madre.

Papá era Robert Ellis Tressidor, de la casa Tressidor de Lancarron, en Cornualles. La familia era dueña de grandes posesiones desde el siglo XVI, y estas propiedades se habían visto muy aumentadas después de la Restauración. Con muy pocas excepciones, las grandes familias del oeste del país permanecieron inquebrantablemente fieles al rey, y ninguna era más monárquica que los Tressidor.

Por desgracia, la mansión familiar no había pasado a manos de mi padre, sino que había sido anexionada por su prima Mary («anexionada» era la palabra, y yo había tenido que buscarla en el diccionario para saber lo que significaba, pues era una espía inveterada). Y esta era casi toda la información que poseía sobre la familia. El nombre de la prima Mary siempre era pronunciado con desdén y aborrecimiento (aunque también con un punto de envidia, según me parecía) por mi padre y por su hermana Imogen, que era una devota admiradora suya.

Yo había descubierto que mi abuelo tenía un hermano mayor, el padre de Mary. Esta fue su única hija, y, como él era el hermano mayor, la mansión Tressidor y todas las tierras pasaron a ella en lugar de a mi padre, quien, al parecer, tenía derecho a ellas porque, a pesar de ser hijo de un hijo menor, pertenecía a ese sexo superior con el que ninguna mujer debe intentar competir.

Mi tía Imogen —lady Carey— era tan formidable, a su manera, como lo era mi padre a la suya. Les había oído comentar la despreciable conducta de la prima Mary, que había tomado posesión alegremente de la casa familiar sin pararse a pensar por un momento que se la estaba robando al heredero legítimo. «Esa arpía», la llamaba mi tía Imogen; y yo imaginaba a mi tía Mary con la cabeza y tronco de mujer, alas de ave y poderosas garras que agitaba ante mi padre y mi tía Imogen como lo hicieron las arpías con el pobre Fineo, el rey ciego.

Era difícil imaginar a alguien robándole algo a papá y, como mi tía Mary lo había hecho, la imaginaba como una mujer temible, y no podía evitar sentir cierta admiración por ella, sentimiento que, según declaró mi hermana Olivia cuando se lo comuniqué, era decididamente desleal. Pero, por más que papá hubiese sido desbancado en lo relativo a la herencia, no se podía dudar que era el amo de su casa. En ella era señor supremo, y todo debía hacerse tal como él lo ordenaba. Tenía un gran número de sirvientes, que eran necesarios para las recepciones que conllevaban sus actividades públicas. Era presidente de muchos comités y organizaciones, varios de los cuales tenían por objeto el bien de la humanidad, como el Comité para el Empleo de los Pobres o la Asociación para la Rehabilitación de las Mujeres Caídas. Era el paladín de las buenas causas. Su nombre aparecía a menudo en los periódicos; se le denominaba el segundo lord Shaftesbury, y se insinuaba que hacía tiempo que habría debido ser nombrado par del reino.

Era gran amigo de muchos personajes, entre ellos lord Salisbury, el primer ministro. Tenía un escaño en el Parlamento, pero no formaba parte del Gabinete —honor que, al parecer, habría obtenido con solo solicitarlo—, pues tenía demasiadas actividades fuera de Westminster. Consideraba que podía servir mejor a su país atendiendo a aquellas que dedicando toda su atención a la política.

Era banquero y formaba parte del consejo de administración de varias empresas. Cada mañana la berlina venía de las cocheras y le recogía delante de la casa. El carruaje tenía que estar reluciente; y la librea del cochero, absolutamente impecable; hasta el joven lacayo, que iba en la parte trasera durante el camino y cuya obligación era saltar al suelo y abrirle la puerta al llegar, debía ir inmaculado.

Mi padre poseía las dos cualidades más importantes de un caballero de nuestra época: la riqueza y la virtud.

La señorita Bell, nuestra institutriz, estaba muy orgullosa de él.

—Recordad que vuestro padre es la fuente de la que manan las comodidades de que disfrutáis —nos dijo una vez.

Repliqué inmediatamente que, según había observado, las personas no se sentían muy cómodas en presencia de mi padre, y que quizá no era exactamente comodidad lo que manaba de aquella fuente.

A menudo desesperaba yo a nuestra institutriz. ¡Nuestra querida señorita Bell, tan seria, tan ansiosa por realizar correctamente la tarea que le había encomendado Dios, Dios y el dignísimo señor Tressidor! Era una persona muy convencional, sumamente impresionada por las virtudes de su patrón, y aceptaba sin discutir la valoración que este hacía de sí mismo, valoración que, por otra parte, generalmente era aceptada. Además, la señorita Bell siempre era consciente de que, por mucha que fuese su eficiencia, por bien que desempeñase su tarea, solo era un miembro del sexo inferior.

Yo debía de ser una niña muy pesada, pues nunca aceptaba lo que se me decía, y no tenía la sensatez necesaria para callármelo.

—¿Por qué —preguntaba mi hermana Olivia— tienes que darle siempre la vuelta a todo para hacerlo diferente de lo que se nos dice?

Seguramente, le contestaba yo, porque la gente no siempre decía la verdad, sino lo que pensaban que nosotras debíamos creer.

—Es más fácil creerles —replicaba Olivia.

Esta contestación era típica de ella, y este tipo de actitud, la causa de que se la denominase una niña buena. Yo, en cambio, era una rebelde. A men

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