Dos extraños y un destino (Serie Elizabethtown 2)

Mariam Orazal

Fragmento

dos_extranos_y_un_destino-1

Prólogo

Virginia, finales de junio de 1864

La noticia llegó de quien menos lo imaginaban. Habría cabido esperar que fuera David Cassane quien se enterase primero, pues su rango era mayor y su curiosidad innata una constante que les había proporcionado salvaguarda en numerosas ocasiones. Sin embargo, fue Gabriel Sinclair quien acudió esa tarde al pequeño círculo de soldados sentados alrededor de la hoguera y les soltó sin mucha ceremonia lo que había oído en la tienda del coronel Pleasants.

—Van a volar el jodido fuerte desde abajo.

—¿Cómo dices? —La intriga relampagueó en los exóticos ojos grises de David como esquirlas de acero.

—Acabo de oírlo en la tienda de Willcox. Es una locura. No quieren atravesar las defensas confederadas, sino sepultarlas. Van a hacerlos saltar por los aires con una cantidad exorbitante de dinamita.

Sus compañeros de armas lo observaban con extrañeza, aunque no porque no confiaran en sus palabras —nada había más fuerte que el vínculo entre aquellos hombres que habían compartido tantas risas como penalidades—, sino porque todo lo dicho sonaba a disparate.

—Os juro que no miento —insistió, con un matiz de fría belicosidad.

—Nadie dice que lo hagas —atajó Russell Norton, atormentado por el perenne filo de amargura en la voz de su primo.

No habían tenido una relación excesiva durante la niñez, pues su padre, Richard Norton, había detestado con toda el alma al cuñado de su mujer. El padre de Gabriel era un bastardo cruel y déspota que había sometido a su esposa e hijos a un trato inmundo. Ni siquiera el amor incondicional que Cinthya y Sarah habían sentido la una por la otra había logrado mantener unida a la familia.

En una de esas bromas crueles del destino, Russell había encontrado en la guerra lo que su civilizada vida de Nueva York le había negado: un hermano.

—¿Quieren cavar un túnel? —Mitchell Chapman aún miraba a Gabriel con incredulidad un tiempo después, tras la somera explicación que este les ofreció sobre los planes de sus mandos superiores para terminar con el asedio a Petersburg.

—No solo un túnel, cachorro —respondió Russell, utilizando aquel apelativo que tanto fastidiaba a Mitch. Solo era un par de años más pequeño que el resto, pero para desgracia del muchacho, no dejaba de ser el más joven, y eso hacía que tuvieran cierto instinto protector respecto a él—. Una mina con toda la endemoniada estructura. Pleasants era ingeniero de minas en la vida civil, antes de la guerra.

—¿Cómo diablos sabes eso? —preguntó Brett McFarlane, más arisco que de costumbre. Esa mañana le habían desaparecido sus apreciadas galletas de jengibre, así que lucía un ceño fruncido en lugar de su habitual sonrisa burlona.

—Porque lo pregunta todo —respondió David, mientras abría su pequeño cuaderno para anotar los acontecimientos que acaban de ser relatados.

Su amigo y compañero llevaba razón, aunque se le olvidaba mencionar que adolecían de la misma costumbre. La diferencia entre ellos era que Russell tenía una sed de conocimientos sustentada en una penosa carencia de recursos intelectuales.

Su paso por la universidad fue, como poco, frustrante, y demostró con creces que no iba a honrar el empeño de su padre en hacer de él un hombre de negocios. Russell no valía para eso; no tenía la sagacidad de los Norton o la de algunos de sus compañeros de fatigas. Cassane, sin ir más lejos, tenía una mente aguda y una capacidad de observación que les había salvado el trasero más de una vez. Era discreto y poco dado a la fanfarronería, pero no había nada que escapase a su mirada y que no quedase registrado en la sempiterna libreta que portaba en el bolsillo interior de su casaca. Lo mismo se podría decir de Mitch. El muchacho era sesudo y metódico; nunca daba un paso en falso. Aquellas eran las cabezas pensantes de la división, no cabía duda.

—Atended —exclamó Gabriel, sentándose junto a Brett—. La idea es cavar un pozo de mina desde nuestra posición hasta el fuerte del saliente de Elliott’s, atravesando las líneas de los confederados. Toda el área se hundiría, atrapándolos debajo y abriendo una brecha en sus defensas. Nuestras tropas podrían llenar esa sección rápidamente y acceder a la retaguardia confederada.

—Petersburg podría caer —murmuró Russell, meditabundo, con la mirada fija en las suaves colinas tras las que empezaba a esconderse el sol, plagando la tierra de tonos escarlatas.

Llevaban semanas enfangados en aquella guerra de trincheras que no iba a ninguna parte. Petersburg parecía inexpugnable, ninguna estrategia funcionaba, pero todo el que tenía algo que decir en aquella guerra sabía que era un punto clave para desestabilizar la cadena de suministros del ejército del comandante Lee en Richmond. Era aquel bastión de la resistencia confederada el que necesitaban derrocar. Quizá la idea de Pleasants lograse al final, de algún modo, inclinar la balanza para los intereses de la Unión.

—Y nosotros tenemos que estar en esa liza —apuntó Brett McFarlane, demostrando una vez más la intrepidez que corría por sus venas.

Llevaban juntos casi desde el inicio de la guerra; ellos cinco y Hank Maverick, que estaba actuando de correo con el batallón que vigilaba el frente de Richmond. Pertenecían a la tercera división, a cargo del general Orlando Bolivar Willcox, del cuadragésimo octavo regimiento de Pennsylvania del ejército del Potomac.

Durante tres condenados años habían luchado hombro con hombro, arriesgando la vida y la cordura en una guerra en cuyo espíritu creían, pero que estaba quebrando poco a poco el de todos ellos. No eran hombres débiles ni acomodados, a pesar de la privilegiada posición de algunos soldados que compartían las armas en aquella lucha abolicionista. Sin embargo, había pocas mentes que pudieran permanecer intactas después de incontables pérdidas, sacrificios y calamidades. Aquellos hombres eran sus hermanos; no solo Gabriel, sino también Hank, Mitch, Brett y David. Si lograban salir vivos del campo de batalla, no habría nada que pudiera separarlos. Y eso era lo que se habían prometido a sí mismos en los momentos bajos: sobrevivir, permanecer juntos.

***

Las siguientes semanas pasaron en una endiablada carrera contra el tiempo. Tras ofrecerse como voluntarios, trabajaron sin descanso a las órdenes de Pleasants, quien resultó ser un tipo con gran visión de conjunto y excelentes dotes de mando. La tierra fue removida a mano por decenas de hombres y empacada en trineos improvisados hechos con cajas de galletas. La precariedad agudizaba las mentes como ningún otro incentivo podía hacerlo. Russell y los suyos se encargaron de apuntalar —con vigas de molinos traídas de los alrededores— el piso, las paredes y el techo de la mina que se extendía bajo las líneas enemigas como un reptil nocturno que acechaba a su presa sin remedio ni piedad. El proyecto iba tomando forma, y el espíritu de los soldados parecía alimentarse de aquella indefectible esperanza que siempre los guiaba.

Por la noche, cuando volvían a la superficie con los pulmones llenos del aire viciado de la mina y el cuerpo extenuado, hablaban del día de la explosión y de cómo cambiaría el curso de la contienda.

También se quejaban amargamente de la escasez y la mala calidad

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos