Tres centavos y una dama (Serie Elizabethtown 3)

Elizabeth Urian

Fragmento

tres_centavos_y_una_dama-2

Prólogo

Petersburg, 28 de julio de 1864

Los rumores eran tantos y tan abrumadores que uno ya no sabía cuál creer y cuál ignorar. La inactividad de los dos bandos en cuanto a la lucha provocaba todo tipo de historias y fantasías, cada cual más inverosímil que la anterior. Esa noche, los soldados de la 3.ª División del Cuerpo IX de infantería de la 48.ª de Pennsylvania del Ejército del Potomac jugaban a naipes y contaban relatos entre risas y jactancias.

—Escuchad: conozco a un soldado de Nueva York que se alistó el mismo día de su boda —comenzó diciendo Russell—. En ese entonces no era más que un crío ilusionado por contraer nupcias con el amor de su vida y ni siquiera sabía sostener un arma, pero consideró que era un deber hacia su país.

—¡Como todos nosotros! —exclamó su primo Gabriel con pasión—. Los soldados han antepuesto las necesidades de esta nación antes que las suyas propias. La vida de esos hombres ha quedado suspendida en el tiempo mientras dura la contienda. La gran mayoría ha dejado atrás su hogar, su familia, estudios o trabajo.

A pesar de tener razón, Russell no le hizo el menor caso.

—Como decía antes de la interrupción... —matizó, consiguiendo que Gabriel esbozara una sonrisa—, el pobre soldado partió hacia una guerra cruel entre hermanos, dejando atrás a su descompuesta esposa. Un año después de su marcha, Florence, que así se llamaba, recibió una carta del ejército donde se comunicaba la muerte del soldado. Ella lloró durante días y días, hasta que murió de pena.

—¡Eso te lo acabas de inventar! —exclamó Mitch, sacando a relucir su lado más racional. Era un joven al que le gustaba meditar las cosas antes de lanzarse a una aventura; no obstante, cada vez era más consciente de que la guerra lo estaba cambiando.

Russell le lanzó una mirada bien digna.

—¿Quién está contando la historia, vosotros o yo? —Nadie dijo nada, por lo que se sintió con suficiente confianza para continuar—. Como ya os habréis imaginado, se trataba de un error: cuando el soldado lo supo entró en cólera y lanzó una maldición sobre los altos mandos del ejército, que eran quienes lo habían dado por muerto.

—¿Cuál maldición? —preguntó Brett, realmente interesado. No era ningún crédulo, pero disfrutaba de aquellos momentos junto a sus compañeros, también amigos, porque podía dejar de pensar en el hambre, la sed o el frío que habían pasado desde que decidió luchar.

Si no fuera por eso quizá hubieran podido acabar por volverse locos.

—Aquella en la que los confederados, en la próxima luna llena, se convertirán en fantasmas que vagarán durante toda la eternidad atormentando a cualquiera... que se atreva a escribir en un cuaderno de tapas negras —remató.

La referencia era tan precisa que David Cassane levantó la vista de su cuaderno. A su lado, John «Lobo Azul» Walls, su compañero indio, siguió tallando madera sin inmutarse. Hank, por su parte, estaba extremadamente silencioso. Los demás aullaban de risa.

—Puros cuentos de miedo.

Russell se encogió de hombros. Admiraba la inteligencia de su amigo y el interés que mostraba por todo; sin embargo, de vez en cuando no podía evitar tomarle el pelo.

—¿Tú crees? Yo no estaría tan seguro. Igual esta noche tienes compañía.

Gabriel, sentado a la izquierda de su primo, le dio un codazo para hacerlo callar, si bien David se tomó bien la broma. Cerró el cuaderno de golpe y se olió la ropa.

—No creo que se me acerque ningún pobre fantasma. Y a vosotros tampoco, chicos.

Mitch alzó el mentón.

—¿Estás insinuando que olemos mal?

—No, tú desprendes un aroma de rosas frescas de primavera. —Rio Brett, antes de guiñarle un ojo con afecto.

Mitch era el que más acostumbrado estaba del grupo a los lujos, aunque no se había comportado con pedantería en ningún momento. Al contrario, soportaba la guerra con bastante dignidad.

—¡Cuando todo esto termine estaré una semana entera a remojo con agua caliente y jabón! —exclamó pensando en ello, incluso saboreando el momento.

—Yo comeré hasta reventar —dijo Russell—. ¿Y tú, David?

—No lo sé —contestó con sinceridad—. Ahora mismo estoy preocupado por lo que está a punto de suceder —dijo señalando hacia las trincheras del otro bando. De golpe, las risas y el buen humor se esfumaron y cada uno de ellos regresó a la realidad, pues David tenía razón—. Grant y Meade están nerviosos por los movimientos de los confederados, que ya sospechan de nuestra táctica.

—No podrán descubrir la mina —replicó Mitch de inmediato. Después de semanas de duro trabajo se negaba a creer que todo fuera en balde.

—Quizá no, pero los rumores ya han comenzado a extenderse y eso es suficiente. —Esta vez no fue David quien dio la explicación, sino Gabriel Sinclair, que también parecía estar al tanto de la situación—. El general Pegram ha tomado medidas de precaución: ha construido nuevas trincheras más atrás de su posición.

Durante unos segundos permanecieron callados, pensando sobre si la explosión causaría el daño planeado y si podrían, con ello, terminar con el asedio a Petersburg.

—¿Y qué vamos a hacer? La mina ya está completada.

Brett se levantó y comenzó a pasear entre ellos. De repente, parecía entusiasmado con la idea que revoloteaba por su mente.

—¿Por qué no nos ofrecemos voluntarios para encender la mecha? —propuso de repente—. Todos y cada uno de los que estamos aquí hemos pasado por mucho durante la guerra; además de haber trabajado sin descanso, día a día, en la construcción de esta mina. ¿Vamos a dejar que otros se lleven la gloria?

Aunque a ninguno del grupo se le había ocurrido antes, parecieron realmente interesados. No era por vanidad; más bien por sentirse útiles en el cumplimiento de su deber, porque para ellos sería una gratificación personal.

—¿Qué propones? —preguntó Gabriel—. Porque no creo que nos lo permitan a todos.

Con la mina terminada y los explosivos cargados, era cuestión de días para que dieran la orden. Si alguno de ellos deseaba formar parte de los acontecimientos era el momento de ponerse de acuerdo.

—Entonces, que lo decida la suerte —planteó Brett. La idea había sido suya, pero la camaradería que compartían le impedía no incluir a sus amigos—. Es lo más justo.

Lobo Azul, que servía mejor como rastreador que como minero, cortó cinco ramitas de diferentes medidas. Las sujetó con el puño y cada uno fue escogiendo la que quiso. Quienes consiguieran las dos más largas serían los elegidos, mientras que los demás deberían esperar a obtener nuevas órdenes de su general de brigada Orlando B. Willcox.

La suerte estaba echada.

***

—¿Me harías el favor de recordarme por qué estamos aquí? —preguntó Mitch a David delante de la boca de la mina, a la que observaba como si fuera a tragárselo de golpe de un momento a otro.

—¿Por la gloria? ¿Por el honor? ¿Por la patria? —David enumeró las razones con tono funesto—. Escoge la que quieras.

Mitch lanzó un largo y sentido suspiro.

—Eso me temía, sí —contestó sin ningún rasgo de humor en su voz.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos