Cinco palabras y una impostora (Serie Elizabethtown 5)

Bethany Bells

Fragmento

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Prólogo

Algún punto de Virginia, verano de 1864

Si se lo hubiesen preguntado, o si hubiese sido capaz de responder, David Cassane hubiese dicho que estaba muerto y bien muerto.

Al menos, así fue durante toda una eternidad de negrura que empezó a romperse en algún momento, como tierra resquebrajándose para dejar salir la lava contenida, entre fogonazos repentinos de luz. Luego, en un caos sin sentido, llegaron las imágenes. Los sonidos fueron lo último.

—Dohitsu, unalii? —reconoció la voz de Wahaya, el indio cherokee que había formado parte del escuadrón. Habían hecho cierta amistad durante el infierno de la marcha hacia Petersburg y su asedio. Una suerte, porque David sentía una gran curiosidad por saber cuál era la posición de los nativos americanos frente a aquella contienda, le vendría bien para la crónica de guerra que estaba escribiendo.

No lo entendía. Unos luchaban por los confederados, como el general comanche Stand Watie, y otros por la Unión, como el propio Wahaya. ¿Acaso era un conflicto que les daba igual?

—Al contrario, unalii —le había dicho Wahaya, con sus sorprendentes ojos azules fijos en las brasas de la hoguera—. Aunque no todos veamos la situación del mismo modo, para nosotros es de vital importancia elegir bien. No podemos permitirnos estar en el bando perdedor, de ello depende el futuro de nuestros pueblos, de nuestras culturas, de las tierras que son nuestro hogar. Quien gane, dominará nuestro mundo y decidirá nuestro destino.

Wahaya llevaba tiempo con los hombres blancos, por lo que hablaba bastante bien el inglés, pero prefería con mucho su cherokee natal. Y Cassane, siempre interesado por cualquier nuevo conocimiento, había aprovechado para aprender algunas bases de esa lengua. Por eso sabía que Wahaya significaba «lobo» y que dohitsu, unalii quería decir «¿estás bien, amigo?».

No era verdad, pero contestó que sí, que lo estaba.

—Dohiquu...

Lo oyó reír y repetir la palabra, para corregir su pronunciación. Luego, volvió a desmayarse.

Día, noche, tarde, mañana... El cielo cambiaba en lo alto mientras él se sentía atrapado en un movimiento continuo. Tardó en comprender que estaba en unas parihuelas arrastradas por un caballo. Para entonces ya lo acosaban toda clase de molestias. Tenía varios huesos rotos y un dolor profundo en el pecho.

¿Dónde estaban sus amigos? Mitch, Russell, Gabriel, Brett, Hank... ¿Desde cuándo no oía sus voces? ¿Cómo podía haberlos olvidado? ¡Él era su teniente, tenía que cuidar de ellos!

Aquel agujero que se tragó el mundo...

Por suerte, no empezó a estar de verdad consciente hasta mucho después, cuando despertó en el interior de una tienda circular, un teepee indio, supuso. Olía denso, a pieles curtidas y a algo picante que llegaba con el humo. Una anciana palpaba todo su cuerpo con dedos retorcidos, de un modo firme pero delicado. Aun así, el dolor era tan intenso que no pudo evitar más de un grito.

Gritos. Gritos. Una imagen llenó su mente, o varias, comprendió al momento. En ellas, se superponían tiempos y espacios. Brett y Randall jugaban al poque, riendo con alborozo; Mitch se retorcía de dolor en aquel maldito agujero; Gabriel avanzaba hacia él para darle tabaco; Hank advertía: «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Va a derrumbarse!»...

Luego llegó la oscuridad.

¡El cráter! ¡Eso era, el maldito cráter de Petersburg, lo estaban cruzando y algo pasó! Le dieron de lleno. ¡Claro, el estallido de dolor en el pecho que lo empujó hacia atrás! Pero no lo mataron, ¿no? ¿Entonces? ¿Cómo podía ser, dónde estaban los otros, por qué Wahaya y él habían peregrinado una eternidad por aquel paisaje interminable? ¿Por qué ahora se encontraban en aquella tienda y no en una fosa, o con el resto de los soldados?

¿Lo habían dejado atrás? ¿De verdad lo habían abandonado? Esa parecía ser la única explicación, puesto que no estaban. No estaban...

Un dolor más intenso que el de su pecho envenenó su sangre.

En el teepee, una muchachita cherokee le dijo algo. Qué bonita era.

«Anovaoo’o», quiso decirle, la palabra para «chica bonita», si no recordaba mal. Esta vez, Wahaya no pudo reírse por su pronunciación, porque quizá movió los labios, pero no salió ningún sonido.

Volvió a desmayarse.

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Elizabethtown, 2 de diciembre de 1872

A la atención del señor Mitchell Chapman.

Me gustaría poder contar con su presencia en mi despacho para una reunión de vital importancia, el día lunes 16 de diciembre, a las 4 de la tarde.

Por favor, sea puntual.

John Smith, propietario y director del The Elizabethtown News

Mensajes semejantes llegaron también a manos del ranchero Russell Norton, del sheriff de la ciudad, Brett McFarlane, y de su ayudante, Gabriel Sinclair.

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Capítulo 1

La maestra del pueblo, la señorita Elizabeth Windsor-York, una joven inglesa, hermosa, de brillante cabello rubio y ojos grandes, de un azul tan profundo como el del cielo al anochecer, caminaba a buen paso por una de las aceras de tablones de Peter Avenue, la calle principal de Elizabethtown.

Era un día claro, más luminoso de lo habitual. De no haber sido por las fuertes rachas de viento que azotaban la ciudad cada poco, hubiera sido un paseo muy agradable, pese al frío. La muchacha se arrebujó en su abrigo nuevo, sobre el que llevaba un gran mantón de lana. El aire helado se volvía cortante por momentos y Elizabeth juraría que olía a nieve, como ocurría en Nueva York cuando el lugar estaba a punto de vestirse de blanco.

Pero, hasta el momento, solo había llovido, convirtiendo el eterno polvo de Kansas en un barro denso igualmente desagradable.

Por lo demás, Elizabethtown le había gustado desde el principio, desde el momento en que bajó del tren y el jefe de estación —luego supo que se apellidaba Perkins— le preguntó si necesitaba alguna cosa.

—Soy la señorita Elizabeth Windsor-York, sobrina del marqués de Chesterway, la nueva maestra —dijo ella, pronunciando por primera vez aquel nombre falso con su acento inglés, tan perfecto como fingido. El hombre había sonreído entre cordial e impresionado, y hasta se llevó una mano a la visera de su gorra mientras se apresuraba a cogerle la pequeña maleta.

—Bienvenida a Elizabethtown, señorita Windsor-York.

Sí, se sintió bienvenida y le encantó el lugar. Elizabethtown era una ciudad pequeña pero muy ambiciosa, como ella misma. Ambas compartían espíritu: estaban en continuo crecimiento y siempre aspiraban a convertirse e

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