La luna del cazador

Victoria Holt

Fragmento

LA FANTASÍA DEL BOSQUE

LA FANTASÍA DEL BOSQUE

Yo tenía diecinueve años cuando ocurrió lo que después recordé como la Fantasía del Bosque. Rememorándolo, solía parecerme algo místico, como si hubiera sucedido en un sueño. En realidad, más de una vez casi llegué a convencerme de que solo había tenido lugar en mi imaginación. Sin embargo, desde temprana edad yo había sido una persona realista, práctica, no muy dada a los sueños, pero en aquella época era inexperta, todavía no había salido del colegio y solo me encontraba en las últimas etapas de mi prolongada infancia.

Sucedió una tarde de fines de octubre, en unos bosques de Suiza, no lejos de la frontera alemana. Pasaba mi último año en uno de los colegios más exclusivos de Europa, al que tía Patty había decidido que debía ir para «pulirme», como decía ella.

—Dos años lo conseguirán —dijo—. No es tanto lo que esto te haga, como lo que la gente crea que ha hecho. Si los padres saben que una de nosotras ha pasado por ese proceso de pulimentado en Schaffenbrucken, decidirán enviar aquí a sus hijas.

Tía Patty era la propietaria de un colegio para jovencitas, y el plan consistía en que cuando yo estuviera dispuesta para ello, me uniera al negocio. Por consiguiente, debía obtener las mejores cualificaciones para la tarea, y el perfeccionamiento adicional pretendía convertirme en un reclamo irresistible para aquellos padres deseosos de que sus hijas compartieran el resplandor reflejado procedente de aquel faro que era Schaffenbrucken.

—Esnobismo —decía tía Patty—. Puro esnobismo. Pero ¿de qué vamos a quejarnos si esto ayuda a mantener la exclusiva Academia para Señoritas de Patience Grant como un negocio provechoso?

Físicamente, tía Patty recordaba un barril, ya que era bajita y muy obesa.

—Me gusta comer —solía decir—, y por tanto, ¿por qué no voy a disfrutar con ello? Creo que es deber insoslayable de todos los que habitamos la Tierra disfrutar de todas las cosas buenas que el Señor nos ha prodigado, y cuando se inventaron el rosbif y el chocolate fue para que se comieran.

La comida era muy buena en la Academia para Señoritas de Patience Grant, muy diferente, creía yo, de lo que se servía en muchos establecimientos semejantes.

Tía Patty decía que se había quedado soltera «por la simple razón de que nadie me pidió nunca en matrimonio». Y añadía: «Que yo hubiera accedido es otra cuestión, pero ya que el problema nunca se presentó, ni yo ni nadie más debe preocuparse por él».

A mí me amplió este tema:

—Me tuvieron entre algodones desde que nací —me dijo—. Era la flor perenne conservada bajo una campana de cristal. Pero debo decirte que en aquellos tiempos yo podía trepar a un árbol, antes de que me incomodaran tanto los kilos, y si algún chico se atrevía a tirarme de las trenzas, debía correr con ganas para evitar una pelea de la que yo, mi querida Cordelia, salía invariablemente victoriosa.

Yo la creía a pies juntillas y a menudo pensaba cuán estúpidos eran los hombres, en vista de que ninguno de ellos había tenido el sentido común de pedirle a tía Patty que se casara con él. Hubiera sido una esposa excelente, y en realidad hizo de mí una excelente madre.

Mis padres eran misioneros en África. Eran personas dedicadas..., santos se los llamaba, pero como tantos otros santos estaban tan entregados a dispensar el bien al mundo en general que al parecer se preocupaban poco por los problemas de su hijita. Únicamente puedo recordarlos vagamente —ya que solo tenía siete años cuando me mandaron a Inglaterra—, mirándome a veces, con rostros que el celo y la virtud hacían resplandecer, como si no estuvieran muy seguros de quién era yo. Más tarde, me preguntaría cómo encontraron, en sus vidas de buenas obras, el tiempo o la inclinación para engendrarme.

Sin embargo, y ello debió de causarles un alivio inmenso, se decidió que la vida en la selva africana no era apropiada para una chiquilla. Debían mandarme a mi país, y solo se me podía remitir a la hermana de mi padre, Patience.

Me llevó allí alguien de la misión, que regresaba para pasar unos pocos días en su tierra. Aquel largo viaje me parece algo muy vago, pero lo que siempre recordaré es la redonda figura de tía Patty esperándome cuando desembarqué. Su sombrero fue lo primero que me llamó la atención, ya que era un impresionante artefacto con una pluma azul clavada en la cima. La debilidad de tía Patty por los sombreros casi rivalizaba con la que le inspiraba la comida. A veces, incluso los llevaba dentro de casa. Y allí estaba, con sus ojos ampliados por los gruesos cristales de sus gafas, con su cara como una luna llena, reluciente a fuerza de jabón, agua y joie de vivre, bajo aquel magnífico sombrero cuya pluma osciló cuando ella me atrajo hacia su enorme busto perfumado con lavanda.

—Bien, ya estás aquí —me dijo—. La hija de Alan... llega a casa.

Y en aquellos primeros momentos me convenció de que así era.

Creo que fue unos dos años después de mi llegada cuando mi padre murió de disentería, y pocas semanas después falleció mi madre a causa de la misma enfermedad.

Tía Patty me enseñó los párrafos en los periódicos religiosos.

«Entregaron sus vidas sirviendo a Dios», se decía en ellos.

Lamento decir que no los lloré mucho. Había olvidado su existencia y solo rara vez los recordaba. Me absorbía por completo la vida en Grantley Manor, la vieja mansión isabelina que tía Patty había comprado con lo que ella llamaba su patrimonio, dos años antes de que naciera yo.

Ella y yo manteníamos largas conversaciones. Nunca parecía callarse nada. Más tarde, yo pensaría con frecuencia que casi toda persona parece tener secretos en su vida, pero esto nunca ocurría con tía Patty. Las palabras salían de ella en tropel y nunca las refrenaba.

—Cuando estaba en la escuela —decía—, me divertía horrores, pero nunca comía lo suficiente. Aguaban el caldo. Sopa, lo llamaban el lunes. Aquel día no estaba mal. Un poco más flojo el martes, y el miércoles era ya tan débil que yo me preguntaba cuánto podría aguantar antes de que se revelara como pura H2O. El pan siempre parecía rancio. Creo que la escuela hizo de mí la glotona que soy ahora, pues cuando salí de ella hice votos de comer y comer... Me decía que si alguna vez tenía una escuela, sería diferente. Después, cuando toqué dinero me dije: «¿Y por qué no?». «Es una jugada arriesgada», opinó el viejo Lucas, que era el abogado. «¿Y qué? —dije yo—. Me gusta jugar.» Y cuanto más en contra se mostraba él, más me gustaba a mí la idea. Dime: «No, no puedes», y tan cierto como que estoy sentada aquí, pronto te diré: «Ya lo creo que sí». Por tanto, encontré esta mansión solariega... barata, pese a todas las restauraciones que se habían de hacer en ella. El lugar adecuado para una escuela. Lo llamé Grantley Manor. Grant, ¿comprendes? Un poquitín de ese viejo es

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