El amante diabólico

Victoria Holt

Fragmento

La llamada al castillo

En un ardiente día de junio descubrí el secreto de mi padre, secreto que iba a cambiar toda mi vida y la suya también. Nunca olvidaré el horror que me asaltó. El sol era brillante, implacable. Había sido el junio más caluroso desde hacía muchos años. Yo estaba sentada mirando a mi padre. Parecía que había envejecido diez años en el espacio de diez minutos. Cuando volvió sus ojos hacia mí, vi en ellos desesperación, el súbito abandono del fingimiento. Sabía que no podía ya ocultarme la tragedia.

Era inevitable que yo fuera quien lo descubriera. Había estado siempre más cerca de él que cualquier otra persona, incluso que mi madre cuando vivía. Lo entendía en todos sus estados de ánimo; sabía de sus entusiasmos, sus luchas, sus frustraciones de artista, de creador. El hombre al que conocía en este estudio era distinto del ser afable, más bien sin complicaciones, en que se convertía al salir de él. Desde luego, el estudio le absorbía la mayor parte del tiempo. Era su vida. Se había criado en él. Desde los cinco años de edad, en esa misma casa —que fue el hogar de los Collison durante un siglo— había acudido al estudio para ver trabajar a su padre. Se contaba en la familia que a los cuatro años creyeron que se había perdido y su ama lo encontró aquí, pintando en un pedazo de pergamino con uno de los más finos pinceles de pelos de marta de su padre.

Collison era un nombre conocido en el mundo del arte. Había estado siempre asociado con la pintura de miniaturas y no había ninguna colección de cierta importancia en toda Europa que no contara por lo menos con un Collison.

La pintura de miniaturas era una tradición de nuestra familia. Mi padre afirmaba que era un talento que se transmitía de generación en generación, y que para llegar a ser un gran pintor debía comenzarse desde la cuna. Así había sido con los Collison. Habían pintado miniaturas desde el siglo XVII. Nuestro artista había sido discípulo de Isaac Oliver, que a su vez fue aprendiz nada menos que del famoso miniaturista, de los tiempos de la reina Isabel, Nicolas Hilliard.

Hasta la presente generación, siempre hubo un hijo que siguiera a su padre y continuara no solo la tradición, sino también el nombre. Mi padre falló y todo lo que pudo producir fue una hija: yo.

Debió de ser una gran decepción para él, aunque nunca lo dijo. Como ya indiqué, fuera del estudio era persona afable, y siempre tenía en cuenta los sentimientos de los demás. Hablaba lentamente, porque pesaba sus palabras antes de pronunciarlas y consideraba el efecto que podían ejercer en los otros. Era distinto cuando trabajaba. Parecía entonces completamente poseído; se olvidaba de las comidas, las citas, las obligaciones. A veces pensé que trabajaba febrilmente porque creía que iba a ser el último de los Collison. Ahora comenzaba a darse cuenta de que quizá no sería así, pues yo también había descubierto la fascinación de los pinceles, la vitela y el marfil. Aprendía, para continuar la tradición familiar. Iba a demostrar a mi padre que no había que despreciar a una hija, que podía hacerlo tan bien como un hijo. Esa fue una de las razones por las que me entregué a la alegría de pintar. La otra —mucho más importante— era que, independientemente de mi sexo, había heredado el deseo de producir aquellas intrincadas pinturas. Tenía la aspiración —y me atrevía a creer que el talento— de competir con cualquiera de mis antepasados.

En aquel momento, mi padre se acercaba a la cincuentena. Parecía más joven, a causa de sus claros ojos azules y de su embrollado cabello. Era alto —le había oído llamar larguirucho— y muy flaco, lo que le hacía parecer algo desgarbado. Sorprendía a la gente, creo, que ese hombre más bien torpe pudiera producir tan delicadas miniaturas.

Se llamaba Kendal. Había habido generaciones de Kendal en nuestra familia. En otros tiempos, una muchacha de la región de los Lagos se había casado con un Collison, y ese nombre venía de su lugar de nacimiento. Era tradición familiar que todos los hombres llevaran nombres que comenzaran con K, y las iniciales K. C. —grabadas en un ángulo, tan pequeñas que casi no se veían— eran como la marca de las famosas miniaturas. Eso causaba a veces cierta confusión porque Collison había pintado tal o cual miniatura, y a menudo debía deducirse la fecha por el tema y otros elementos de la pintura misma.

Mi padre permaneció soltero hasta los treinta. Solía deshacerse de cualquier cosa que pudiera distraerlo de su trabajo. Y así lo hizo también con el matrimonio, aunque advertía que su deber —algo así como el de un monarca— era producir un heredero que continuara la tradición familiar.

Solo cuando acudió a la mansión del conde de Langston, en Gloucestershire, su deseo de casarse se convirtió en algo más que un deber para con la familia. Lo habían llamado para pintar retratos de la condesa y de sus dos hijas, lady Jane y lady Katherine, conocida esta por lady Kitty. Siempre decía que la miniatura de lady Kitty era su mejor obra.

—En ella puse amor —comentaba.

Era muy sentimental.

El resultado fue ciertamente romántico, pero el conde tenía otros planes para su hija. No le interesaba el arte, quería simplemente unas miniaturas de Collison porque había oído decir que «ese Collison es bueno».

—¡Filisteo! —lo llamó mi padre.

El conde creía que los artistas eran sirvientes a los que los ricos debían proteger. Además, confiaba en cazar a un duque para su hija.

Pero resultó que lady Kitty era una muchacha a la que le gustaba salirse con la suya y que se había enamorado del artista tanto como este de ella. Se fugaron, y lady Kitty recibió el recado de su padre de que las puertas de la mansión de Langston permanecerían eternamente cerradas para ella. Ya que había cometido la locura de convertirse en Kitty Collison, no tendría más relación con la familia de los Langston.

Lady Kitty recibió la noticia con un encogimiento de hombros y se preparó para la que, a sus ojos, debía ser la humilde existencia de la casa de los Collison.

Un año después de la boda hice mi dramática entrada en el mundo, causando muchas molestias y costando a lady Kitty su nunca muy robusta salud. Cuando quedó medio inválida e incapaz de tener más hijos, hubo de enfrentarse con la desastrosa verdad: el único retoño era una chica y con ella se acababa la línea de los Collison.

Nunca dejaron traslucir que yo hubiese sido una decepción. Lo descubrí por mí misma cuando fui conociendo las tradiciones familiares y me acostumbré al amplio estudio y a sus enormes ventanales, situados de modo que por ellos entrara la fuerte y penetrante luz del norte.

Me enteré por los chismes de los criados, pues sabía escuchar con avidez, y pronto me di cuenta de que podía informarme mejor de lo que me interesaba por ellos que preguntando a mis padres.

—A los Langston siempre les costó mucho tener hijos varones. Mi sobrina sirve allí con unas primas suyas. Dice que es un palacio. Cincuenta criados por lo menos, y eso solo en el campo. Nuestra señora no estaba destinada a esta clase de vida.

—¿Crees que lo lamenta?

—Supongo que sí. A la fuerza. Todos esos bailes y títulos y otras cosas… Si habría podido casarse con un duque…

—Sí, claro, pero el señor es un caballero de verdad. Hay que reconocerlo.

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