Matrimonio por honor (Los Knightley 4)

Ruth M. Lerga

Fragmento

matrimonio_por_honor-3

Capítulo 1

Londres, finales de mayo de 1817

El contralmirante Kellan Sinclair podría decir el momento exacto en el que se enamoró por primera vez y para siempre. Fue el 24 de mayo de 1817, en la calle Bruton, en la recién estrenada mansión de los duques de Tremayne, a las siete de la tarde, diez minutos antes o después.

No era un caballero dado al romanticismo ni tenía especial contacto con las damas, era un hombre de mar que pasaba tres cuartas partes del año en un buque de guerra surcando los océanos, y cuya idea de tomar una bebida a gusto era pedir una pinta en la taberna de cualquier puerto caribeño, donde el calor y las mujeres no tenían comparación con la frialdad de Inglaterra, país en el que se había criado a pesar de ser escocés. Era el segundo hijo de un noble, mas no eligió el Ejército por obligación, sino la Armada por pasión. Había pasado todos los veranos de su niñez en la finca familiar, Abaid Loch, en el estuario del río Ness, navegando hasta las Orcadas si el tiempo lo permitía.

Ni siquiera fue a la universidad; en cuanto abandonó Eton pidió a su padre, el conde de Moray, que le comprase una comisión en la Marina. Este aceptó más que satisfecho, separando a sus hijos —cada uno de un matrimonio distinto—, cuya relación era poco cordial. La madre de Malcolm, el mayor, había perecido dando a luz; la de Kellan, en cambio, en algún lugar de la India, fruto de unas fiebres, dos años después de huir con su amante, un actor de Drury Lane que murió también de la misma enfermedad unos días antes. No, al conde de Moray no le molestó en absoluto que su hijo menor deseara continuar su vida lejos de Inverness. Al contrario, en cuanto su heredero se casase y tuviese hijos, rompería la relación con Kellan de forma definitiva. O eso pretendía, pues su memoria se fue apagando hasta no recordar, siquiera, su propio nombre antes de que pudiera cumplir sus propósitos.

Durante todos aquellos años, Kellan vivió la existencia que deseaba: en plena libertad y sin más obligaciones que las que el ejército imponía. Hubo, claro, momentos complicados durante las guerras napoleónicas, donde trabajó ocasionalmente para el servicio de espionaje. Era, pues, un caballero hecho a sí mismo, con una fortuna respetable y una vida plena de la que jamás se había arrepentido.

O no hasta aquella noche en casa de los Tremayne, cuando conoció a la dama más hermosa y modesta que todo hombre pudiera soñar y fue consciente de que el contralmirante Sinclair, reputado marino y respetado espía en el ministerio de Guerra, el de Exteriores y el de las Colonias, no tenía nada que ofrecer a la hermana de dos duques.

Pero mejor empezaba por el principio aquel recuerdo que tantas veces había revisado en su cabeza.

Su buen amigo Belmore le pidió que lo acompañase a una cena informal en casa de un antiguo compañero de andanzas por la península. Compañero que, al final, resultó ser una mujer, lady Jimena Knightley, la duquesa española de lord Raphael. Desde que llegó a la casa supo que aquello era una especie de trampa. Si bien la anfitriona fue amable y mostró un gran cariño por Ryan Kavanagh —invitado de honor y padrino de la recién nacida hija de los Tremayne—, un irlandés que había elegido el ejército a pesar de ser el heredero de un marquesado, solo él sabría por qué, la relación con el duque se sentía tirante. Había un respeto innegable entre ambos, pero también muchas reservas.

La idea se acrecentó cuando llegaron el resto de los Knightley. El duque de Neville, quien apoyó desde la Cámara de los Lores todas las iniciativas destinadas a mejorar la vida de los soldados en el frente y también después, una vez acabada la guerra, buscando asegurar un futuro digno a quienes había luchado con fiereza por su patria, fue poco discreto en su tirantez con Kavanagh, marqués de Belmore. Saludó con afecto a su hermano y cuñada y apenas gruñó al otro.

Pensó que aquella velada sería un infierno, pero entonces aparecieron dos damas. Conocía bien a la primera, pues había coincidido en varias ocasiones con ella en los salones aquella temporada. Lady Angela Knightley, hermosa e inteligente, y dotada con un excelente sentido del humor, lo saludó con una sonrisa franca. Fue la otra, en cambio, la hermana menor de los Knightley, quien lo cautivó.

Y lo hizo de manera irremisible y definitiva.

Fue un flechazo y no pudo ni quiso negarlo: aquella señorita rubia, de anchos tirabuzones, piel incólume, ojos azules como el Mediterráneo en un día de sol, de figura pequeña e indudablemente femenina, sería por siempre la única para él. Oh, sí, habría otras, no tenía madera de monje, pero estaba convencido de que todas ellas palidecerían ante el recuerdo de lady Beatrice Knightley.

***

La cena fue, como esperaba, un castigo. Las duquesas llevaban con maestría una conversación en la que lo incluían con naturalidad, buscando que se sintiera cómodo. Belmore participaba con excesivo entusiasmo, haciendo analogías de no sabía muy bien qué y, sin duda, ennegrecía los ánimos de los otros dos. Los duques callaban, pero su gesto era cada vez más adusto, y las hermanas Knightley no levantaban su rostro del plato si no eran interpeladas. Allí se cocía una guerra silenciosa y, o mucho se equivocaba, o acabaría salpicándole.

Ya en los postres, unas excelentes torrijas, un comentario sobre la heroicidad de Nelson fue tergiversado, retorcido, malinterpretado y, contra todo pronóstico, fue lady Angela, callada hasta entonces, quien perdió la paciencia, dando a entender que todo lo sucedido —fuera lo que fuese— era culpa suya y que se sentía humillada por la actitud de los caballeros presentes.

En ese punto lo miró, excusándolo, y la hermosa Beatrice, con la pericia de una anfitriona experimentada y no la de una joven que aún no había cumplido los dieciocho, lo invitó a visitar la exposición de pintura que la duquesa de Tremayne tenía en la galería superior.

Agradecido no únicamente por poder huir del comedor, sino también por poder gozar de su compañía sin oídos ni miradas indiscretos, le ofreció el brazo y salieron solos. A nadie pareció extrañarle semejante transgresión de etiqueta, bien porque confiaban en él, bien porque estaba a punto de estallar una contienda de dimensiones épicas y nadie pensaba más allá del campo de batalla.

—Por aquí —lo guio la dama con naturalidad—. Está en la primera planta. La madre de mi cuñada, doña Cayetana, duquesa de Alba, era una gran aficionada al arte y atesoró lienzos de los mejores maestros españoles, como Goya, Velázquez o el Greco, pero también otros de las escuelas italiana o de flamenca.

Pero pronto olvidaron los óleos y Beatrice, con dulce inocencia, le preguntó por sus viajes, quiso saber cada lugar que había visitado y cuán distintas eran las culturas indígenas, se mostró entusiasmada ante sus respuestas y confesó, con timidez, su deseo de viajar cuando fuera una mujer casada.

Y Kellan la imaginó con él, en un buque, conociendo las Indias Orientales y las Occidentales, África y Asia, prefiriendo olvidar que un barco de guerra no era el mejor lugar para una dama, menos aún aquella en concreto.

Finalmente, viendo que la puerta del comedor no se abría y que los gritos comenzaban a escucharse, decidió que lo correcto era marcharse sin despedirse de sus anfit

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos