Cuerpos especiales

Vega Fountain

Fragmento

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Capítulo 1

—¿Dado? ¿Dado? ¿Dónde estás Dado? ¡Hacendaaadooo! —gritaba Candela para que su perro volviera a ella.

Hacendado era su perro desde hacía más de un año. Era un perro callejero que había recogido un día de lluvia, tras verlo durante varios días merodeando por su casa.

Candela vivía en una casita baja en una zona que, en su día, estaba a las afueras de la ciudad, pero que ahora, con la expansión de la construcción, estaba relativamente cerca del centro. El barrio en el que vivía era un barrio humilde, las casas adosadas a la suya eran todas iguales y estaban ocupadas principalmente por familias de otras etnias e inmigrantes o personas bastante mayores. Cuando se mudó a la gran ciudad, fue lo más económico que encontró. No era un barrio peligroso ni conflictivo, todos se respetaban y mantenían la armonía. Candela vivía con su compañera Estrella. Estrella trabajaba en una fábrica y, debido a sus turnos, no coincidía mucho con ella. Se llevaban bien y nunca habían tenido ningún encontronazo. Candela siempre trabajaba en un turno de mañana en una guardería, los niños habían sido siempre su pasión, por eso estudió Magisterio, lo tuvo claro desde siempre y, cuando le ofrecieron ese trabajo en una guardería, no se lo pensó, abandonó su casa y su ciudad y se metió de lleno en su nueva aventura.

—¡Hacendado! ¡Hacendado! ¿Dónde estás? —volvió a gritar algo inquieta. Había cogido tanto cariño a aquel chucho que no se perdonaría que nada le pasara.

Lo habían bautizado así porque, cuando lo recogieron, no sabían su raza, se podría decir que era un perro de marca blanca, haciendo la comparativa con la marca que ofrecía un conocido supermercado. Hacendado, Dado coloquialmente, era un perro mediano, color marrón claro con cara de pillo y el pelo ni corto ni largo, ni liso ni rizado, pero sí muy áspero. Era la esencia de la marca blanca de los perros. Cuando llegó a sus vidas, estaba muy asustado y sucio y cojeaba. Entre Candela y Estrella lo metieron en casa, y le pusieron de comer y de beber para que cogiera confianza. El animal, poco a poco, se tranquilizó y comenzó a comer con ansia todo lo que había en el cuenco, estaba hambriento y sediento. Si Candela o Estrella se acercaban, se ponía a gruñir, era su comida y parecía que lucharía por ella con quien fuera. Cuando terminó toda la comida de su cuenco, poco a poco, se fue acercando hasta las dos amigas que se habían agachado para estar a su misma altura. Dado cogió la suficiente confianza para llegar al lado de sus salvadoras, Candela extendió su mano para que la oliera; al principio, el animal estaba reticente y temeroso, de hecho, dio varios pasos para atrás, pero a la vista de que su nueva amiga era inofensiva, volvió a acercarse más y más. Tras olisquear su mano, Candela comenzó a acariciarlo, el primer contacto estaba hecho. Hacendado era muy mimoso y estaba falto de cariño, por lo que pronto se dejó tocar por Candela primero y por Estrella después, se tumbó para que las dos chicas le dijeran cosas y le hicieran carantoñas. Dado, agradecido por el cambio radical que había dado su vida, las obsequió con lametones y movimientos de cola. Incluso ladró exultante de alegría. Después del primer contacto, venía la segunda fase, ese perro no podía entrar en casa así de sucio. Tendrían que bañarlo. Eso les costó un poco más, el animal era reacio, primero a entrar en una casa desconocida, y segundo al contacto con el agua. Entre las dos, consiguieron meterlo en la bañera y, con palabras dulces y cariñosas, tranquilizarlo para que se dejara bañar. En un principio, el agua salió negra; a medida que lo enjabonaban y aplicaban más y más agua, esta fue cambiando a un color más claro, hasta que llegó a ser transparente del todo. El animal se sacudió empapando a sus nuevas dueñas, pero no les importó en absoluto, estaban encantadas y parecía que su nuevo compañero de casa también.

Al día siguiente, lo llevaron al veterinario, lo desparasitaron, le pusieron el chip ya que no disponía de él y lo adoptaron de forma definitiva.

—¡Dado, Dado, Dado! —volvía a gritar Candela.

Candela paseaba todos los días a su perro por la mañana y por la tarde en un parque cercano a su casa. No era el típico parque formal del centro de la ciudad, este tenía grandes avenidas, árboles de cierta edad y zonas de césped, nada de parterres con flores de temporada ni cosas parecidas. Era más informal, un lugar para pasear de forma tranquila o, incluso, practicar deporte. No estaba muy concurrido, por lo que Candela aprovechaba para quitarle la correa, dejando que el animal pudiera correr a sus anchas, revolcarse por la hierba y saltar. No debería hacerlo, pero no solía haber mucha gente y el can era bastante obediente a la llamada de sus dueñas. Acudía casi siempre de forma inmediata, por lo que, en el momento que Candela veía a alguien acercarse o a mamás con niños, llamaba a su mascota para que no se acercara más de la cuenta. Hacendado era muy cariñoso y agradecido a las muestras de cariño, pero no todo el mundo lo veía de igual manera.

Candela se había despistado y no conseguía encontrar al perro por más que lo llamaba, estaba empezando a ponerse nerviosa. Había cogido tanto cariño a ese chucho que no sabría qué hacer sin él. Como todos los días hacía el mismo recorrido, intentó seguir el camino trazado para ver si lograba localizarlo. Caminó y, justo en la curva de uno de los caminos, lo vio: estaba siendo acariciado por un chico que, por el aspecto que tenía, estaba haciendo deporte. Candela aceleró el paso, no sabía si su perro era acogido bien o no por su nuevo acompañante.

—¡Por fin! —sentenció Candela jadeando, y es que se había pegado una carrera buena—. ¡Por fin te encuentro! —repitió al perro a modo de reprimenda.

—Deberías llevarlo atado —sugirió el chico incorporándose.

—Lo siento —se disculpó Candela preocupada por si el perro le había atacado—. ¿Te ha hecho algo? — preguntó inquieta mientras ponía la correa que llevaba colgada de su cuello.

—No, no te preocupes, pero deberías tenerlo más controlado, a mí no me molesta, pero no todos somos iguales —explicó el chico con una sonrisa mientras volvía a acariciar la cabeza áspera del perro, que lo miraba con cara de agradecimiento.

—Lo sé, lo sé —admitió Candela avergonzada.

—¡Hasta luego! —se despidió el chico, que iniciaba de nuevo su carrera.

Candela se lo quedó mirando como una imbécil, aquel chico era diferente y no sabría decir por qué. En todo el tiempo que llevaba paseando por ese parque, nunca lo había visto.

Más atolondrada que otros días, llegó a casa tras el paseo. Dado iba a su lado caminando mientras ella tiraba de la correa de forma sutil para dirigir sus pasos.

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Capítulo 2

—Hola, Candela —saludó Estrella al verla entrar por la casa.

Casi siempre utilizaban la puerta trasera, la puerta que unía el estrecho patio del que disponía la casa con la vivienda. Se habían acostumbrado a hacerlo así y raras veces usaban la puerta principal.

—Hola, Estrella, ¿qué tal la siesta? —preguntó Candela lavándose las manos en el fregadero de la cocina.

—Corta, pero ya sabes, —se quejó—. Ahora me toca preparar el almuerzo, la cena y otra vez a currar —enumeró Estrella molesta.

—Deberías buscar otra cosa, las noches tienen que ser horrorosas —apreció Candela tomando asiento al lado de su amiga, que se estaba tomando una infusión.

—¡Ya te digo! Son horribles —admitió—, pero también es cuando menos jefes hay y se trabaja de forma más relajada —explicó Estrella, que llevaba varios años trabajando en una factoría de camiones.

—Puede ser, pero no tiene que ser saludable, el cuerpo no se acostumbra nunca y, cuando lo hace, le vuelves a cambiar el ritmo —añadió Candela mirando al infinito.

—¡Ya! —sentenció Estrella levantándose para llevar la taza vacía hasta el fregadero—. De momento es lo que hay, hasta que no me toque la lotería o me eche un novio millonario, no tengo más remedio —argumentó riendo.

—Pues estás apañada —añadió Candela riendo contagiada por la risa de su amiga.

—Algún día —contestó dejando sola a Candela en la cocina.

Desde la puerta de la cocina se veía el patio, allí estaba Hacendado, que se había acercado hasta el cristal de la puerta pidiendo sin hablar a su dueña que lo dejara entrar. El perro campaba a sus anchas tanto por el patio como por la casa, así que otra noche más dormiría en la alfombra del salón.

—Anda, entra —dijo Candela—. Y que sea la última vez que te vas tan lejos, que luego me abroncan —lo amonestó.

—¿Quién te ha abroncado? —preguntó Estrella intrigada, ya se había quitado el pijama y puesto la ropa para ir a trabajar.

—Un chico que iba corriendo por el parque, nunca lo había visto y me ha dicho que debería atar a Hacendado —explicó Candela algo preocupada, había sido una imprudencia por su parte.

—Y ¿te ha visto con esas pintas? —preguntó Estrella enfadada con su amiga.

—Sí —admitió Candela de forma pasota.

—No tienes remedio, ¿cuántas veces te he dicho que debes arreglarte más? —volvió a preguntar molesta por la actitud de su compañera de piso.

—Muuuchaaas —confirmó Candela como si estuviera repitiendo un mantra.

—Nunca sabes dónde vas a encontrar al hombre de tu vida, y con esas pintas ¡no se van a fijar en ti en la vida! ¡Si pareces un saco de patatas! —afirmó Estrella haciendo alusión a la sudadera extra grande que solía llevar Candela.

—Así voy bien —se defendió Candela molesta—. Además, sabes que por mi trabajo tengo que ir cómoda —añadió para que todo quedara meridianamente claro.

—¡Que sí!, ¡que sí! —contestó Estrella moviendo las manos con gesto de hastío—. Ya me sé la cantinela, pero mírate, debajo de esas capas gruesas de ropa hay un cuerpo precioso que no dejas ver a nadie —dijo en tono cariñoso.

—No me hace falta, quien me quiera tendrá que hacerlo con mi ropa ancha y con mis pintas —sentenció un poco enfadada. Estaba algo cansada de que su amiga le echara en cara siempre lo mismo.

—¡Anda, que…! Si el chico con el que te has cruzado es el hombre de tu vida, menuda impresión le habrás dado —sentenció Estrella queriendo picarla para que reaccionara.

—¡Bueno, bien! —espetó queriendo dar por zanjada la conversación.

—¿Era guapo? —preguntó Estrella con picardía.

—Sí…, bueno…, no sé —titubeó Candela de forma desinteresada—, no me he fijado demasiado.

—Así no hay manera —dijo Estrella resoplando—. Eres demasiado despistada.

—Déjalo, Estrella —pidió Candela, que no quería seguir hablando del asunto.

—Como quieras —respondió Estrella, mientras buscaba en el frigorífico algo de embutido para prepararse el bocadillo que se comería en su descanso, a altas horas de la madrugada.

Estrella cenaría con Candela, pues tenía que ir a trabajar, entraba a las diez de la noche. Normalmente, aprovechaban cuando coincidían compartiendo su tiempo. Ese día era uno de ellos.

Tras la cena, Estrella terminó de arreglarse, se lavó los dientes, se perfumó y fue a trabajar. Ella era muy coqueta y siempre iba arreglada, aunque fuera a trabajar en una factoría de camiones. Sus botas de tacón, su perfume y algo de maquillaje, o bien sus ojos perfilados o sus labios pintados; raras veces iba con la cara lavada. El caso contrario era Candela, su trabajo la exigía estar prácticamente sentada en el suelo de continuo, por eso solía vestir mallas, ropa deportiva y calzado cómodo. No se maquillaba casi nunca y usaba colonia infantil. Ambas amigas eran el contrapunto la una de la otra. Miles de veces, Estrella había insistido en que su amiga cambiara su vestuario, pero pocas lo había conseguido, y cuando Candela se presentaba en casa con alguna prenda nueva, solía ser ancha, vestidos anchos, chaquetas de punto grueso, cosas así que a Estrella le repugnaban. No es que fuera feo, pero ella era de la opinión de que el cuerpo de Candela era precioso como para ocultarlo tras esa ropa tan ancha.

Estrella abandonó la casa despidiéndose de Candela y de Hacendado y dejando tras de sí una ráfaga de perfume. En cuanto eso sucedió, Candela se fue a la cama. No había nada en la televisión que le gustara, leería un rato y se dormiría.

Candela se lavó los dientes, se puso su pijama de tejido suave y esponjoso y se metió en la cama, eligió uno de los varios libros que tenía empezados y se puso a leer. Solía tener dos o tres disponibles y, según su estado de ánimo, elegía uno u otro. Siempre tenía uno de poesía, y el resto, dependía, no tenía preferencias al respecto. El caso era leer, cualquier cosa le valía. Ese día leyó poco, estaba cansada y los párpados no se sujetaban. Apagó la luz de la mesilla y cerró los ojos.

Por alguna extraña razón, a su cabeza vino el chico con el que se había cruzado en el parque, parecía amable y simpático, pero poco más podía decir de él. Era alto, moreno, con el pelo corto y bastante atlético, parecía que hacía deporte de forma habitual, todo eso por el aspecto exterior. Apenas habían intercambiado unas cuantas palabras. ¿Qué habría pensado él de ella? Si, como decía Estrella, la primera impresión era la que valía, seguramente se habría decepcionado bastante. Candela llevaba su pelo recogido en un moño despeinado, su sudadera de algodón gris tres tallas más grande, unas mallas negras y unas deportivas que habían vivido tiempos mejores. En definitiva, una pena de aspecto exterior. Pero ¿por qué se estaba planteando esa pregunta? Nunca le había importado el qué dirán ni el aspecto externo de las personas. Candela pensaba que todo el mundo era bueno por naturaleza, no veía maldad en nada ni en nadie, aunque la realidad distaba bastante de sus pensamientos.

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Capítulo 3

Candela se levantaba temprano, en la guardería en la que trabajaba tenían programa de madrugadores y muchos papás dejaban a sus hijos allí a primera hora de la mañana para poder llegar a tiempo a sus respectivos trabajos. Dependiendo de la semana, Candela dormía más o menos o menos horas. Esa era una de ellas. A las seis de la mañana estaba arriba. A las siete entraba a trabajar.

Al poco de despertarse, y tras su ducha ma

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