¡El universo me debe una explicación! (Contigo a cualquier hora 11)

S. F. Tale

Fragmento

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Capítulo 1

Silvia estaba sentada frente a Nat, su mejor amiga, su confidente durante más de una década, sobre todo en el último año había mostrado una increíble paciencia —ella mantenía lo contrario—, pues siempre, a cualquier hora, tenía un consejo, una palabra de aliento que le servía de refugio para continuar y no tirar la toalla. En ese instante, las separaba una mesa camilla redonda de madera cubierta por un grueso mantel granate, grande, casi rozaba el suelo, con bordados que su amiga había tejido. Estaban en una habitación escondida en la trastienda de la herboristería que dos años antes Nat había abierto. Era cuadrada, con los lados iguales, en la que el olor a incienso blanco saturaba el aire, cargaba el ambiente, pero Nat siempre lo encendía cuando se trataba de tarot, ya que, según ella, ayudaba a la relajación y a la concentración, como cuatro velas blancas que señalaban los puntos cardinales. Silvia observaba a su amiga con escepticismo —nunca se había creído nada de aquello, había dejado de creer en las casualidades hacía casi un año; aun así, la respetaba—; su rostro ovalado estaba enmarcado por dos mechones trigueños que se habían soltado de su coleta, su nariz fina y pequeña se situaba sobre una boca siempre amable de labios gruesos, mientras que sus ojos marrón caoba, resaltados por el blusón verde, estudiaban a conciencia las figuras representadas y que, supuestamente, ocultaban un significado por sí mismas, además de las diversas combinaciones que formaban. Con disimulo, volvió a otear el reloj, la aguja apenas se había movido. Inspiró hondo, la pierna derecha comenzó a moverse, ¡todo eso la ponía más nerviosa! Debía terminar de hacer las maletas, solo había ido para despedirse de ella como le había prometido, no a una sesión de esoterismo.

—En este viaje vas a conocer a un hombre —se pronunció al fin. Nat levantó sus brillantes ojos hacia ella.

—Qué bien. —No pudo evitar el tono irónico con el que lo dijo.

—No es un hombre cualquiera, Silvi.

—No quiero nada con nadie —soltó tajante, las manos empezaron a sudarle frío.

«¡Un hombre!», exclamó para sí. No quería a nadie después de... Iba a separar la silla con las manos con la intención de marcharse.

—Lo conocerás allí adonde vas, aunque no quieras.

A Silvia se le pasó por la cabeza cancelar el viaje y anular el contrato de trabajo que había conseguido hacía una semana. No obstante, desechó aquella idea peregrina, tenía que mantener el plan que había trazado, por el cual debía poner tierra de por medio como último recurso de recuperarse, de curar su despedazada alma, o acabaría por perderse.

—Lo echaré a patadas.

—¿Te atreverás?

—Desde luego, mi vida está bien como está.

—Silvi. —Su tono de decepción no le pasó desapercibido.

—¿Y qué tiene de especial? —preguntó sin ganas.

—Es un hombre que te llega de las estrellas.

—¡Un extraterrestre! —bromeó. Se tapó la boca con una mano, expresando una falsa sorpresa.

Nat levantó una ceja en su dirección, y Silvia adivinó lo que se le estaba pasando por la cabeza: no es una broma.

—Hablo en serio. —¡Hala! Ahí estaba su confirmación—. Por mucho que huyas, lo conocerás en el viaje que indica esta carta. —Apoyó la yema de su dedo índice en ella, clavando la mirada en su amiga—. El carro representa el viaje. Lo tienes marcado por destino.

—En fin...

—Silvia, está escrito en las estrellas que vuestros caminos se unan.

Su corazón se paró, la sangre se le congeló en las venas y la voz de Nat se fue apagando en sus oídos hasta volverse lejana. No era lo que quería escuchar. Esa frase tuvo varios efectos en ella: el primero, la capacidad de razonar la abandonó; segundo, parecía que quería derribar las débiles barreras que había construido a lo largo de ese durísimo año para que todo cambiase —como lo que originaba el viento Mistral, que cuando soplaba anunciaba cambios bruscos—, porque creía que era la hora de llevarlos a cabo. Eso mismo le sucedió con aquellas palabras que vinieron, sin su amiga saberlo, para remover esos remordimientos que no había superado, que todavía le hurgaban el alma. Era consciente de que jamás, por muchos años que pasaran, por mucho espacio que quisiera poner, la culpa la acompañaría para los restos.

«No voy a permitir que nadie se me acerque», se prometió.

Escapar no servía de nada cuando tu compañero de viaje era un dolor que solo terminaría poniendo fin a todo y, por el contrario, escapar era lo que debía hacer, ya que era su última elección.

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Capítulo 2

Año y medio más tarde

Sus piernas daban zancadas con la rigidez propia de la artrosis, saltaba de vez en cuando, sorteando las ramas o las raíces que iba hallando entre los árboles que la flanqueaban. Avanzaba respirando por la nariz y soltando el aire por la boca, mediante un sendero trillado por senderistas o caminantes antes que ella, cuyo suelo estaba moteado, a esas alturas del otoño, debido a las hojas de los árboles que poco a poco se iban desnudando.

Ese ritual matutino que comenzaba con las primeras luces anaranjadas del amanecer la llevaba desde la granja-escuela hasta la estatua de la Virgen del Pilar, a la que le regalaba una caricia por su rugosa piedra; un ritual que practicaba desde que hacía un año había regresado a España. Pero, incluso entonces, la acompañaba el mismo pesar, la misma mirada bañada en una tristeza que emanaba del alma, la misma sonrisa dulce que evitaba mostrar lo rota que estaba por dentro y que enamoraba y convencía a todos. Esa mañana corría más despacio de lo normal, no a causa de la pesadez de las articulaciones, sino por el dolor de la culpa. Donde convergían dos caminos, paró para descansar. Colocó una mano en la áspera y húmeda corteza de un árbol; la otra, en una rodilla. La recurrente pesadilla de tres años atrás le recordó que su vida era un purgatorio, a veces tenía a su alcance alguna píldora con la que aplacarlo, aunque solo fuese por unos breves segundos.

El sueño que la había despertado le hacía recordar aquella historia que con tanto esmero se había encargado de ocultar a todos, ya que si se supiera la verdad no serían capaces de volverla a mirar a la cara. Para tranquilizarse, para arrinconar esos pensamientos, se dobló y casi metió la cabeza entre las piernas; así, con los ojos cerrados, se fue concentrando en su respiración hasta que las fuerzas volvieron y pudo regresar.

La granja-escuela era una enorme masía de madera con techumbre a dos aguas y dos alturas bien diferenciadas: la parte inferior, en la que había tres sobresalientes, entre los cuales estaba el porche —pequeño, con su propio tejado igual que el de la casa—; la parte superior era donde estaban los cuartos de los monitores y los críos. Lo mejor era la naturaleza pura que la rodeaba: el monte en la par

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