Los amores del general (Cuando nos volvamos a ver 1)

Laura Kovacs

Fragmento

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Capítulo 1: María

El aroma a jazmines que venía del patio traía la primavera hasta mi cuarto

Buenos Aires, diciembre de 1811. En la aldea que la vio nacer

El color rosado de las paredes —«rosa ilusión», diría mi madre, que a todo le ponía nombre—, decoraba un lugar que armonizaba con mi estado de ánimo. Sobre el espejo de marco dorado se reflejaba un rayo de sol que ahuyentaba mis restos de sueño.

El día se iniciaba como siempre, con el por demás generoso sonido de las campanas de la Merced, que me recordaban que debía ser juiciosa y levantarme sin chistar. Si pudiera... con lo bien que se estaba en la cama... Y entonces era el momento en que mi cabeza se ocupaba de las cosas importantes... Mi amor por Gervasio era el que me llevaba a suspirar por lo que fuera... Si llovía fuerte, si lo hacía finito, si chispeaba, si salía un sol resplandeciente, aunque luego estuviésemos muertos de calor.

Era teniente y había formado parte de aquella Legión de Patricios que se había sumado a la Reconquista ante el ataque británico de 1806. Las Invasiones Inglesas habían sacado la valentía de nuestros soldados a la vista de todos.

Mis padres habían aprobado con cierta renuencia nuestra relación. Bien sabía que esperaban para su hija alguien con más... podríamos decir...«destello». Pero a mí me bastaba. Me despertaba esas ganas de bailar y de reírme por lo que fuese... incluso de aceptar, sin demasiado enojo, esas chanzas a las que mis hermanos me sometían por el solo hecho de ser mujer y consentida. Aunque no nos llevábamos muchos años, pero no entendían lo que significaba «hacerse grande». Según decía mi padre, aún seguían en babia, es decir, solazados como los chiquilines que eran. No como me sucedía a mí, prometida a un valeroso soldado.

Tan distraída estaba que, cuando se abrió la puerta de golpe, me asusté.

—¡Siempre lo mismo! —protesté con el tono que usaba mi madre para reprender a nuestra criada—. Jesusa, ¿acaso no te tengo dicho que no seas tan torpe? Al entrar a un lugar, se golpea y se aguarda a que te dejen pasar.

—Golpié, amita, pero la cubeta es pesada, y usté no me contestó —se justificó la mulata, ofendida. Iba cargada con agua para lavarme, y un paño blanco le colgaba de uno de los hombros. Linda como pocas, pero desbocada a más no poder. Las malas lenguas decían que éramos medio parientas. Nunca quise preguntar, por temor a que fuera cierto. Además, a mi madre le hubiese disgustado mucho que me metiese en ese berenjenal.

—No sé. Lo que te digo es que debes pulir tus modales. Ya va siendo hora, si es que quieres venirte a vivir conmigo cuando contraiga matrimonio con el teniente Dorna —remarqué dándome aires. Cada tanto debía refrescarle la memoria; si no, con sus modales se me iba de las manos.

—Pero, mi niña, si pa’ eso falta mucho... —alegó la negra, mirándome tan santurrona que hasta me hizo reír. Era indudable que la quería. Por eso les tenía tanta paciencia a sus respuestas escabrosas. Y, encima de ser contestadora, tenía ese mirar oscuro y lleno de picardía. Más de una vez me había dado envidia ver su cuerpo tan voluptuoso, a pesar de que tenía solo unos pocos años más que yo.

—¡María! —La voz fuerte y dominante de mi madre me sacó del ensueño—. Va siendo hora de que os levantéis. Es de no creer que una niña de vuestra clase y educación no esté lista cuando en poco más deberá recibir a su prometido.

Recién entonces me acordé de que era día de visita. ¿Cómo podía no haberlo tenido presente? ¡Qué cabeza la mía! «Llena de pajaritos», diría mi amiga Angelita, que me conocía bien. Una hora por la tarde, los martes y los jueves. Mamá nos acompañaba, y Jesusa nos servía un chocolate caliente con masitas recién horneadas.

Sobre el sillón pude distinguir mi falda de seda celeste, las enaguas de liencillo con puntillas a rabiar y mi camisa preferida. Eso era obra de mi madre, organizada y atenta a todo, como siempre.

Asumí que se trataría de un día «de pegote», como me refería a cuando, desde temprano, la ropa se fijaba al cuerpo por tanto sofoco y a esa humedad que venía del norte, manteniéndonos como aletargados y sin ganas de movernos. Salvo que se tuviese a mamita cerca...

—¡Despabila, Jesusa! Que tu ama os necesita. ¿Dónde has dejado las peinetas? —le preguntó a una morena indecisa. Mi madre tenía la virtud de atontarla. Como hacía el caburé, ese pajarito parecido a un búho pequeño, que hipnotizaba a su presa para comérsela.

—La niña se las quitó —murmuró mi negra con la mirada perdida.

—Deje, mamita. Las busco nomás termine —agregué con intención de salvarla. Si se las tomaba con Jesusa, teníamos para rato.

—Que no os estaría viendo con la intención de levantarte...

—¡Tiene razón! Ya estoy arriba. ¡Mire qué rápido que me visto! —le dije y salí apurada de mi lecho—. Vamos, Jesusa, no te quedes mirando sin hacer nada. Ayúdame, que aún debo arreglarme. —No quería que la disputa se extendiese más de lo debido o aquí seguro «ardería Troya», como gustaba decir a doña Tomasa si las cosas no se hacían como ella quería.

En una jarra, el agua tibia, que comenzaba a enfriarse y mis manos que se dejaron mojar. Fue lavarme los ojos y terminar de amanecer a un por demás caluroso día de verano.

***

—¡Adelante! —se oyó la voz de Antonio Escalada al escuchar los toques contra la puerta. Desde temprano se encerraba en su escritorio «con las cuentas», como acostumbraba decir para que nadie lo molestara, y con la eterna compañía de su copita de licor. Nada como la soledad del bullicio de la familia y de los sirvientes. Su mundo se resumía en este instante de paz y tranquilidad, que lo preparaba para afrontar otros hechos que lo tenían en vilo, como los intereses por la patria.

Al tratarse de un hijo natural entre su madre y el español Manuel de Escala y Bustillo de Ceballos, el comerciante más acaudalado de la ciudad ponía especial provecho en emparentar a sus hijos de manera tal que su linaje excusase ese molesto bagaje de no ser un descendiente directo.

Pero, volviendo al tema de su lugar personal, era también el sitio elegido para degustar del mate. La cebadora oficial era la negra Serafina, una esclava entrada en carnes a la que sus achaques no le permitían hacer otra cosa más que atender a su amo en estas liviandades. Por eso no se sorprendió al verla entrar. Pero esta vez sin el mate. La mujer se lo quedó mirando mientras esperaba que le diera la autorización para hablar:

—Dime, ¿qué os sucede? —la interrogó Escalada.

—Dice ‘ña Tomasa que e diga a usté que la niña María está recibiendo en el saloncito al candidato... —refirió la morena de un tirón. Sabía que a su señor no le divertía hacerle de chaperón a su propia hijita. Bastante tenía con verla hecha una señorita. «¡Mi niña hermosa! ¡Mi princesita adorada! ¿Qué más debo soportar?», se lo escuchó reclamar ante la llegada del prometido.

—Está bien —aceptó con resignación—. Iré, pero no me quedaré mucho tiempo —concluyó, más bien para sí. Mientras, la mujer se retiraba con una sonrisa pintada. Pensaba cuánto tenía para contar en la cocina sobre lo mal que le había caído a su amo hacerle de carabina a la niña. Con suerte, la «vieja bruja», como le decían a la dueña de casa, se ligaría algún reto.

Antonio caminó decidido a hablar con Tomasa sobre este noviazgo de María. ¿Era necesario que lo pusiese a él a presenciar los encuentros? ¿O acaso no sabía cuánto le molestaba ver al «soldadito» mirar a su hija embobado? Porque él sabía de esas cosas y mejor... mejor que no se enterara si se había extralimitado porque se las tendría que ver con él. «Aunque Tomasa no le perderá pisada —reflexionó—; este joven preferirá mil veces vérselas conmigo que con la madre de mi niña».

Llegó marcando el paso para anunciarse. Los descubrió en plena conversación. Un trato suave y a una distancia correcta. Ella le explicaba las propiedades del chocolate y lo calentito que estaba, que había que soplarlo para llevárselo a la boca. No podía negar que estaba orgulloso de esta jovencita.

El olor a tierra húmeda, recién regada por la lluvia, se recibía desde la ventana apenas abierta. El cuadro daba a la tarde una agradable sensación que le hizo recordar a otra época. Esa de su juventud y de sus propias expectativas en cada visita que les hacía a las damiselas de buena familia, con las que buscaba emparentarse. Y no le había ido tan mal: se había terminado casando con una de las integrantes del grupo de mujeres patricias. Fueron ellas las que donaron para comprar fusiles, y mantener así el Ejército Libertador.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las carcajadas que provenían del salón, donde su hija y el teniente Dorna mantenían su visita. No habían percibido su presencia, hecho que lo decidió a hacerse notar con una tosecita.

—Buenas tardes. No, está bien, no se moleste... —aclaró el hombre al muchacho que se levantaba en señal de respeto—. Solo entré a saludar —agregó, para hacerlo pasar como un hecho irrelevante, y no el cumplimiento de su papel de vigilante que tanto odiaba. María lo miró con ese cariño que lo desarmaba. Siempre lograba que el enojo que tenía por cualquier situación se diluyese en el aire. ¿Cuándo había crecido tanto que tenía un pretendiente? Eso se preguntó mientras rumiaba por lo bajo cuál era el motivo que lo obligaba a pasar este mal momento.

El tiempo era inclemente, y se sorprendió también por su propia negligencia al no haberse ocupado personalmente en buscar un hombre acorde a su hija. Creyó que su mujer, tan comedida, tendría en cuenta cada detalle a la hora de elegir. «Si vieras cómo la mira», reflexionó negando con la cabeza. «¡Como un ganso!», acotó para sí.

Antonio resolvió en ese mismo momento que quería otra cosa para ella. Un individuo distinto. Estaba claro que, a su buen ver, ese candidato no reunía los requisitos. Militar, seguro, pero de carácter. Su niña había heredado la firmeza de la madre, pero le brotaba dulzura en vez de ese mal talante que, cuando se lo proponía, convertía a Tomasa en una auténtica tirana.

Por eso no lo podía dejar pasar. A su hija le resultaba hasta casi natural ejercer la manipulación de cuantos la rodeaban. La conocía lo suficiente como para entender que, si no se la encaminaba, terminaría por hacer lo que se le antojase con ese pobre muchacho. Si, con verlo, uno ya se daba cuenta de que lo tenía ensortijado de la nariz como toro en una subasta. Para colmo, él también se sabía rendido a sus pies. Sonrió, tan aficionado como el aspirante a novio de la niña de enormes ojos oscuros y de modales de reina.

La jovencita estaba hermosa como una flor recién abierta. Un vestido sencillo, pero colmado de ricos encajes, permitía apreciar sus incipientes formas. Tan delicada en su hacer y pendiente de los simples detalles... ¡Como para no sentirse cautivado!

Algo similar pasaba por la cabeza de Gervasio. El teniente sentía su corazón al borde de explotar por saberse merecedor de esa mirada cálida e inocente. Cuando lo aceptaron como pretendiente, no durmió en toda la noche.

Se había tratado de pura casualidad cuando la había descubierto bailando con su padre en casa de los Larrañaga. Y desde entonces fueron largos meses que contemplaba su hacer en cuanta tertulia los reuniera. Las miradas se habían cruzado varias veces, pero no lograba encontrarla sin un grupo de personas a su alrededor. Una tarde, se le pudo acercar e intercambiar un par de palabras corteses. Al final, le sonrió. Y esa imagen le quedaría estampada en la memoria. Era, sin duda, la damisela más bella que hubiese conocido. Se propuso cortejarla.

—María... ¿Por qué no nos deleitas con el piano? —sugirió el padre al dar por hecho que la reunión entre el festejante y su doncella debía dar ya el paso a un encuentro más distendido, donde los dos caballeros por igual pudiesen recrearse con los dones de la muchacha.

Ambos, María y el joven Dorna, suspendieron al instante la conversación. Sin despegar la mirada del teniente, la muchacha se sonrojó. Conservando sus modales impecables, se acomodó unos cabellos sueltos del peinado perfecto que la identificaba.

—¡Claro! —Levantándose y desparramando el vestido con mano diestra, se encaminó hacia el instrumento musical. Enseguida se ubicó en el banquito del piano. Después de haber levantado el guardatecla, logró dar una lista de acordes de prueba para comenzar con una tonada suave.

«Ah, ¡qué placer!», pensó Antonio, quien ya sentía que habían abandonado terreno peligroso, mientras continuaba pergeñando motivos para desilusionar al mozo que pretendía a su hija. Por suerte, faltaba poco para partir a la quinta. Allí se cortaría esta racha de visitas. Con eso ganaría unos meses, y podría madurarlo mejor. Ya vería el modo, pero estaba decidido a lograr que quien desposase a su hija fuese alguien más destacado, uno que creyese digno de su adorable princesa.

«La música amansa a las bestias», apuntó Escalada para sí, y su corazón se calmó un poco luego de haber batallado contra algo que era inútil negar: los celos que le provocaba ver a su niña despertar hacia el amor de un hombre.

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Capítulo 2: La vuelta al pueblo que lo vio partir

La nave de tres palos venía desde la España... Traía un grupo de jóvenes bulliciosos, cargados de ideales de emancipación

A bordo de la Fragata Canning. Enero de 1812

A José, este arribo le despertó la nostalgia del exilio. Plantado en la cubierta del barco, aspiraba el aire cargado de imágenes y de olores que le removían las penas que creía enterradas. Porque así se había sentido al irse: confinado a no volver por la ingratitud que le había dejado una marca en carne viva. El recuerdo por tanta crueldad, tan inútil a un niño indefenso, lo llevó a agitar viejos enconos.

En parte, gracias a la insistencia de su tío para que siguiese la carrera militar, había logrado ser quien era. Aunque dejar su curatela le permitió arrojar un manto de piedad sobre las heridas que sangraban a pesar de los años transcurridos. Solo un impávido dolor lo rescataba de ese tiempo. Lo había separado de su madre, la única persona que lo quería de verdad. ¿Quién no se vuelve un resentido ante semejante acto de maldad? ¿Cómo se aprende a perdonar si las heridas no cicatrizan nunca?

Su tío, antiguo integrante de la milicia que defendía la frontera de la indiada, no lo hizo para mejorar su existencia, sino para darle una lección. Y José captó y sufrió sus deseos con cada menosprecio.

Aun así, después de todo, la vida le dio revancha. Años más tarde, tuvo el placer de verlo aceptar las migajas que él dejaba, como un condenado al oprobio social. De todas formas, se sabía un hombre con poder suficiente para cambiar el destino, ese surgido de una conjunción de razas que se había tratado de esconder a cualquier costo.

Separarlo de su madre había sido solo un parte de su calvario, del cual supo resurgir fortalecido. Lo que en verdad le molestó fue verla sufrir a ella. Cuando Alba María descubrió lo que tramaban para él, ya era tarde. Gritó hasta no dar más. Rogó y clamó por no ser separada de su hijo, pero lo único que se oyeron fueron excusas:

—Ese niño lleva consigo la semilla de un salvaje, ¿cómo esperas hacer de él un hombre de bien? —preguntó su tío.

—No lo separes de mí... Te lo ruego.

Las palabras fueron dichas por su madre de rodillas, pero nada conmovía al Maestre San Martín. José la había escuchado petrificado en su cuarto haciendo mil conjeturas sobre lo acontecido. Cuando le comunicaron que ingresaría en una escuela militar y dejarían de verse, la abrazó con mucha fuerza, tanta como la permitida por sus brazos de niño. Pero no le dio el gusto a su tío de verlo derramar ni una sola lágrima.

Y entonces, luego de mucha agua pasada bajo el puente, de distancias recorridas y de batallas ganadas, regresaba a la tierra de su padre, un cruel cacique pampeano. No podía negar que albergaba la esperanza de encontrar la felicidad y el verdadero amor en la patria del hombre que le había dado su simiente. (Una contradicción, dadas sus emociones actuales: saberse hijo de un salvaje que, a pesar de todas las explicaciones recibidas, se había aprovechado de su madre, lo llenaba de un instinto homicida. Ya nada más traerlo a la mente lo desquiciaba. Bárbaro, hereje y desalmado. Eso le venía a la cabeza al mentar a Cangapol, al jefe conocido como Rey del Desierto. Un sanguinario asesino de cristianos. Después de todo, José había nacido de él.

A su lado le llegaron de pronto las exclamaciones de alegría de los demás pasajeros. Por fin se divisaba tierra. Sus ojos se achicaron para fijarse en ese sitio borroso por la bruma del oleaje que se perfilaba como la línea costera, un lugar de por sí temerario, pensando en la cercanía, por detrás de los fortines, de los bárbaros nativos de la región. Pero había llegado el momento de pensar en recuerdos más placenteros, según pensó, apresándose los puños contra la espalda...

Al menos, mientras estuvo fuera, se dio el lujo de recomponer su imagen. También, no podía negar, conoció momentos felices junto a su madre y a su pequeña hermana: un regalo que compensó con creces la soledad de su infancia. Lucía era una hermosa niña que lo adoraba y a la que José amaba con igual intensidad.

España —esa adorada tierra que lo devolvió a la vida— lo había visto hacerse hombre. Fue su lugar de abrigo y de amores sin medida. El sitio en el que la Lola hizo de él un adorador del perfume de las rosas, las valencianas, que desperdigaban su aroma al subir por las paredes de la habitación donde consumaban sus encuentros.

Gustó de amores de una calidez que lo resarció de los desaires con los que se había criado y a los que se terminó habituando de la peor de las maneras. Una niñez tan indigna hubiese destemplado a cualquier hombre. Lo cierto, y gracias a su propio esfuerzo, fue que pasó de sentirse un paria a ser alguien solicitado con especial anhelo, tanto por los amigos como por las mujeres. Esto le dio una seguridad y prestancia que antes desposeía.

Al concluir su formación en tierras virreinales y cuando pudo, al fin, regresar junto a su madre y a su querida España, no tenía la más remota idea de lo que llegaría a conseguir. Mucho tuvieron que ver las enseñanzas de su venerable maestro. Siendo el edecán del Marqués del Socorro y Marqués de la Solana, el General Francisco María Solano Ortiz de Rozas conoció la gloria de formar parte de una grey que lo contenía y lo reconocía como a un par. Gracias a compartir los días con este hombre de bien, se rescató de una vida licenciosa, desprovista de compromiso y de aquellos ideales que en ese momento le daban integridad a su persona.

Después de todo, según pensó, lo de su tío se trataba de historia antigua. La relación con Alba y con su hermana no podía estar mejor. Ambas se habían embarcado a la China. La idea de su progenitora era hacerse cargo de los negocios de su difunto esposo. Si bien no era algo que lo dejaba tranquilo, estaba claro en que tampoco le permitirían intervenir. Su madre, por primera vez en la vida, tomaría sus propias decisiones, y tenía decidido respetarla. Ya vería el modo de visitarlas cuando concluyese su campaña. Tenía una misión muy importante: otorgarles la libertad a los pueblos americanos. Eso le había brindado las metas que le faltaban a su vida. Lo primero era lograr su propósito, habiendo jurado por su honor que lo llevaría a buen término.

La mayoría de los jóvenes que iban con él lo hacían compartiendo proyectos similares. Pero él era un San Martín. Lo suyo significaba más por la incansable presión a la que se hallaba sometido. El historial de su tío y de su abuelo no aceptaba nada menos. Y, como buen soldado que era, cumpliría su cometido a rajatabla.

Ya exaltado por las experiencias vividas a bordo del Santa Dorotea y por su encuentro con el mismísimo Napoleón Bonaparte, se ilusionó con el derrotero de sus intenciones. El destino había querido que, antes de dejar tierra española, le llegasen noticias sobre un ingenioso esquema conquistador de un general escocés, Thomas Maitland, que acabó llenándole la cabeza de aspiraciones y de posibles urgencias. Como buen estratega que era, estas ideas hicieron mella en sus pretensiones libertadoras.

San Martín se enteró en Londres, por su amigo Lord James Duff, del diseño de un astuto plan que contemplaba la emancipación de las colonias del sur. Por eso su futuro estaba muy comprometido con sus principios. Su carrera había tomado un rumbo definido, que lo ponía a hinchar el pecho por el regreso a la tierra de la que se había marchado alguna vez, frustrado y con la moral por el piso, agobiado por ser un bastardo, aunque de respetable apellido. Sin embargo, tenía la certeza de que esta vuelta traería aparejado su resarcimiento como criollo y masonero de alma.

«Gratias ago deo», manifestó en latín, costumbre que compartía con su maestro cuando reflexionaban sobre la vida. Llegaban varios como él: con un objetivo por cumplir. Habría sobrado paño para llevarlo a cabo. Fue a bordo de la fragata inglesa, que los tuvo a mal traer por temporales luego de cincuenta días de viaje, donde se permitió, al fin, hacerse a la idea de lo que quería, plantearse a ciencia

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