Juliette (Contigo a cualquier hora 10)

Marian Arpa

Fragmento

juliette-2

Prólogo

Ricardo Ríos, Cam —su esposa— y sus tres hijos: Mamen, de cuatro años; Izan, de tres y César, de uno y medio, vivían en la granja escuela, en la casita de madera que había sido el nido de amor de la pareja. Hacía dos años que la habían ampliado al aumentar la familia. Necesitaban más espacio, y él aprovechó para engatusar a su mujer y hacer la reforma.

—Cariño, al paso que vamos, nuestros hijos serán más numerosos que los que vienen de las escuelas a pasar unos días en la granja —le había dicho por aquel entonces, acariciándole la tripa, donde crecía el pequeño César.

Ella se había reído de la ocurrencia y claudicó. Y él se encargó de que pusieran unas vallas en el jardín para que ninguno de los niños se perdiera por el monte. Vivían en el centro de la naturaleza, en Fontibre, donde su mujer había levantado su negocio cuando aún no se conocían.

Se trataba de una granja-escuela donde iban grupos de niños de todos los colegios de Santander y alrededores a pasar unos días, como una especie de colonia, donde aprendían que los huevos no salían de la nevera; ni la leche, del supermercado.

Él se había traslado cinco años atrás, cuando se dio cuenta de que Cam era la mujer de su vida.

Ricardo controlaba sus negocios desde allí, y si era conveniente viajaba a Santander, donde tenía varias oficinas. La de la televisión de la familia, de la que su padre era dueño; y él y sus hermanos, accionistas. También era propietario del restaurante Los Pórticos y de una web de citas exprés. Trataba de llevar sus negocios a través de internet, y lo consiguió.

Cam y los monitores que había contratado se ocupaban de la granja, y él tenía su despacho en casa y la ayudaba con sus hijos. En esos momentos, ella volvía a estar embarazada y no podían sentirse más felices.

—Cariño, voy a ir a Reinosa a comprar tinta para la impresora. ¿Quieres que te traiga algo?

—En un imán de la nevera hay la lista de la compra —contestó ella cogiendo en brazos al pequeño César, que se había caído del columpio que había montado su padre en el jardín.

Ricardo se acercó a ellos, le dio un beso al chiquitín y otro a su mujer.

—¿Te has hecho daño, cariño? —Al niño le caían unos lagrimones que llenarían la pequeña piscina que había puesto para jugar—. Esto no es nada, campeón. —Le hizo cosquillas, y César se revolvió en los brazos de su madre, riendo.

—Solo quería llamar mi atención —dijo Cam.

—Este sabe más que un ratón colorado —afirmó, cogiendo al niño y alzándolo por los aires, lo que hizo que riera a carcajadas, y ellos también.

Después de dejar a César en el suelo, sobre sus pies, volvió a besar a Cam y se marchó.

Ricardo se fue a Reinosa; y cuando salió del supermercado y abrió el capó del maletero de su Cayenne, vio la caja que unos días atrás se había llevado de casa de su padre. Se trataba de una especie de baúl antiguo que habían encontrado los trabajadores que hacían las reformas tras un muro. Él se había olvidado por completo de aquello.

Después de cargar la compra, volvió a casa, descargó el coche y dejó la caja encima de una silla de su despacho. Pretendía revisar todos los documentos amarillentos y antiguos que la llenaban.

A la mañana siguiente, se puso a sacar papeles sueltos y los iba dejando en un montón; los libros encuadernados en piel negra ajada por los años, que parecían libros de cuentas, en otro; y lo que parecían diarios, en otro más. A un lado vio que había unos papeles deteriorados que temió que se le rompieran cuando crujieron al cogerlos. Lo fue esparciendo todo por el despacho. En el fondo del baúl había un montón de cartas guardadas con un lazo que las envolvía.

A Cam, el embarazo le daba sueño, y cuando se levantó y fue a darle los buenos días a su marido, se quedó en la puerta del despacho extrañada por el desorden. Él era muy tiquismiquis con esa pieza de la casa.

—¿Qué es todo esto?

Ricardo le sonrió, incluso recién levantada lucía bellísima. Se le acercó y le dio un beso en la boca.

—Buenos días, amor, ¿cómo estás hoy?

—Muy bien —dijo ella colgándose de su cuello, porque el beso le supo a poco—. Cuando me tome el desayuno, estaré mejor.

Los dos rieron.

—Los niños están con Carmen. —Se refería a una monitora de la granja, la cual sabía muy bien cómo tratar a los pequeños. Ella y Cam se hicieron muy buenas amigas, a pesar de que una era la empleadora y la otra, la trabajadora.

—Perfecto, luego iré a verlos. —Hizo un gesto con las manos, como queriendo saber qué estaba ocurriendo allí.

—Esta caja la encontraron los operarios de la casa de mi padre y Águeda, cuando tiraron un muro.

—¿Escondida en una pared? —Los ojos azules de Cam brillaron cuando él asintió con la cabeza.

Ella se acercó a aquella antigüedad y pasó las manos suavemente por el interior, estaba forrado con una tela muy vieja, pero debía ser de calidad, todo parecía de muchos años atrás.

—Un misterio, qué emocionante.

Ricardo, que ya veía por dónde iba su mujer, la cogió por la cintura y la guio hacia la cocina.

—Sí, amor, pero antes de ponerte a fisgar, tienes que desayunar. Ese hijo mío tiene hambre —dijo acariciándole la tripa aún plana—. Y su papi, también; te estaba esperando.

Ella enroscó los brazos en su cuello musculoso y lo besó.

—Me gusta que comamos juntos —susurró sobre los labios de su marido al ver su mirada interrogante.

—A mí también —le contestó mordiendo suavemente el labio inferior de su mujer.

Cuando terminaron con el desayuno, Ricardo recogió la cocina; y cuando quiso darse cuenta, ella ya estaba en el despacho.

—No toques nada, que lo he puesto en orden.

La oyó reír y sonrió a su vez. Se reunió con ella y le mostró cómo lo había clasificado. Ella, sin temor a pecar de fisgona, cogió las cartas y empezó a leerlas; él hizo lo mismo con los documentos sueltos.

El silencio reinó en la casa durante una hora por lo menos.

—Joder.

—¿Qué pasa, amor? —Ella levantó la cabeza de las cartas.

—Todos estos documentos son pagarés. Parece como si pertenecieran a un usurero.

—Lo mío son cartas de amor. ¿Y dices que estaba escondido en una pared?

—Sí.

—Entonces es posible que la persona que lo ocultó actuara fuera de la ley —razonó Cam.

Ricardo afirmaba con la cabeza mientras leía otro documento.

—Aquí tenemos el título de propiedad de una casa. —Él no salía de su asombro. Al decirlo, dejó el papel a un lado, aparte.

Cam estaba tan inmersa en esas bonitas cartas que no se dio cuenta de que su marido iba separando los papeles, haciendo más pilas. Cuando levantó la cabeza, lo miró sorprendida. Se levantó de la silla donde había estado leyendo y se acercó a la mesa.

—Parece que se multiplican —ironizó.

Él le señaló:

—Este son títulos de propiedades. Este son recibos de efectivo, y en este, pagares con joyas.

Ella cogió uno y leyó el membrete: «El Edén... Lord Braxton... mil libras... Londres, 23 de marzo de 1815».

—¿Londres? Las cartas está

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